Este discurso fue pronunciado por Emilio Lledó en Sevilla, en el acto de su nombramiento como Hijo Predilecto de Andalucía, el 28 de Febrero de 2003.
Me corresponde, en nombre de mis compañeros galardonados, dar las gracias a la Junta de Andalucía, por las distinciones con las que nos han honrado. El hablar en nombre de quienes me acompañan en este acto, me da una cierta libertad para asumir, lo que es, sin duda, un merecido honor.
Y digo merecido porque no puedo evitar, de nuevo, el recuerdo de una famosa anécdota atribuida a Don Miguel de Unamuno. Se cuenta que en un acto parecido a éste, al mostrar su agradecimiento al Monarca que le había concedido una importante distinción, dicen que dijo:"Muchas gracias, Majestad, por un premio que tanto me merezco". y se cuenta, también, que ante la extrañeza del Rey:
"Pero Don Miguel, todos los galardonados, en situaciones semejantes afirman que no se lo merecen"
"Y tiene razón" dicen que dijo el original Rector de la Universidad de Salamanca.
Pues bien, permítanme que aproveche tan singular historia para atribuir a mis compañeros galardonados los méritos magníficos que tienen, y reservar para mí el inmerecimiento, prometiendo, que haré lo posible por conquistar lo mucho que aún me falta, y corresponder, así, a la benevolencia y generosidad de la Junta de Andalucía y de su Presidente. Y digo esto, no por recurrir al socorrido y vacío tópico de una falsa modestia, sino a la esperanza ofrecida por nuestro genial paisano, a quien me enorgullece recordar ahora, y que en uno de sus más iluminadores poemas nos enseñó a entender el camino como la suma de los pasos que damos por él, y a hacer camino al andar.
Porque la vida es camino y horizonte. Tiempo e ideales. Y eso no se nos agota mientras alentemos, mientras no se nos haya acabado el deseo de mirar, de entender, de progresar. Y aunque la vida tenga sus edades, sus estaciones, y pueda estar acabando nuestro particular otoño, hay una fuerza que nos mantiene en el tiempo, como una pequeña primavera que alumbra cada mañana, y que nos hace creer que el invierno está lejos, incluso que no vendrá nunca, porque sabemos que hay, -camino adelante-, un par de ideales que no se apagan, que recogerán otros caminantes, aunque nuestros pasos no sean ya capaces de alcanzarlos.
En una famosa expresión de uno de los grandes filósofos del siglo pasado, glosada e interpretada cientos de veces, se sostenía la dura tesis de que el hombre es un "ser para la muerte" (Sein zum Tode). No era extraño que, en un feroz siglo de guerras y violencia, el dicho de Heidegger, adquiriera ya la categoría de lema irrebatible, de frase hecha, a la que se llega con ese apelmazamiento del lenguaje, tan abundante en nuestro tiempo, que nos impide pensar y nos paraliza la inteligencia.
Una frase que ha sido glosada múltiples veces y asumida por muchos profetas e interpretes de la melancolía y la claudicación. Tesis brillante, encajada en el corazón de la gran obra heideggeriana, pero que hoy, a pesar de tantos pesares, no queremos ni debemos admitir. No es extraño que el aire que oreaba las luminosas y, paradójicamente, ofuscadoras páginas de "Sein und Zeit", sirviesen, como se ha escrito, para consolar a los soldados alemanes en la última guerra europea que, al parecer, llevaban el libro de Heidegger en sus mochilas. No creo que los jóvenes que iban a morir en tan bestial contienda, supiesen una palabra de la filosofía de Heidegger, ni les importase saber que el filósofo les había escrito una inhumana jaculatoria de resignación.
Pienso, sin embargo, con todo el respeto para el filósofo de Friburgo, que el ser humano no es, en absoluto, un "Ser para la muerte", sino un "ser para la vida" (Sein zum Leben). Ese, digamos, regodeo en la mortalidad es una actitud enfermiza que nos va llenando de oscuridad y fantasmas la existencia.
A pesar de que parece que no hemos entrado aún en otro tiempo, y que el pestilente humo de las bombas traspasa los aún limpios cielos del nuevo siglo con el despiadado terrorismo de las noticias, hay un punto de optimismo que nos obliga a creer, que ese camino de la violencia podría desaparecer si tuviéramos ante él, para andarlo, otro horizonte ideal. Un horizonte, que no pudiera enturbiar el enfatuado pragmatismo de los belicosos, de los teóricos del hombre como lobo del hombre.
Estoy convencido de que tan siniestra expresión aunque fuera formulada por un filósofo de la política, en un determinado contexto de la historia inglesa, es una ponderación pesimista de hechos de la naturaleza que, desde hace ya siglos, podía combatirse y dominarse. Para ello era preciso fomentar la educación en la justicia, en la generosidad, en la piedad, en la amistad, y en todas esas virtudes y sentimientos tan reales, tan encarnados en la misma estructura de la condición humana, y con mucha más fuerza aún que la trágica y supuesta claudicación ante la barbarie. Como decía Bernanos, en su inolvidable reportaje sobre la guerra civil, "la cólera de los imbéciles llena el mundo".
Un ser, pues, para la vida. Eso es lo que verdaderamente somos. Precisamente el sentido de esa vida, el derecho a esa vida, es una de las exigencias esenciales de la democracia. Una democracia que empieza por los derechos de nuestro cuerpo, por nuestro derecho a vivir, a poder hacer andando y sin tropiezos el camino desde las asombrosas cualidades de nuestro cuerpo, nacido como ser indigente, que necesita siempre de los otros y que, según se afirma ya en los comienzos de la filosofía, de esa indigencia brotaba la política, como teoría de la justicia, de la lucha por la utópica y siempre punzante igualdad. Una política que armonizase las múltiples indigencias y los múltiples dones.
En este camino me gustaría encontrarme, para merecer la generosidad y la amistad con la que hoy nos ha regalado Andalucía y su Junta. Un camino en el que están mis compañeros, mis amigos, galardonados. A algunos de ellos no los conocía personalmente, pero sí sabía algo de sus particulares senderos. Por ejemplo, de Christine Ruiz-Picasso, que lleva el apellido de uno de los más grandes genios del arte, o del sonido de esa voz prodigiosa de Carlos Alvarez. Por cierto y entre paréntesis, los que tal vez por el ejercicio salvaje de la docencia -salvaje quiero decir desde el punto de vista de una voz que ha tenido que esforzarse sin haber sido educada- somos más sensibles al sonido de la voz humana, se nos hace un verdadero gozo el escuchar a quienes poseen, tan hermoso don.
Había visto actuar muchas veces a Juan Diego y a vivir en la pantalla sus creaciones como si su vida, ésta que hoy es premiada, fuera capaz de transfigurarse en otras vidas, y enseñarnos, así, a salir de la caverna de nuestro, tantas veces, angustiado, clausurado, existir.
Cuánto entusiasmo, también, cuantos puros ideales de superación en el hacer camino al andar de Francisco Fernández Peláez. Cuanta imaginación, generosidad y talento de Antonio Medina Lama, por fecundar nuestro suelo, por inventar en él la riqueza.
Hace unos meses leí, con asombro, una entrevista a Ginés Morata. Me sentí tan identificado con su pensamiento, que quise buscarle, conocerle. Hoy la Junta de Andalucía nos ha facilitado ese encuentro. Recuerdo que hace años, en Berlín, oí, por la radio, unos fandangos de Antonio Nuñez y tuve una extraña conmoción. Inmerso en otro mundo cultural, hablando una lengua que no era realmente la mía, aquel misterioso murmullo sonoro, aquella fuerza que parecía empujar a lo mejor de nuestro animo, de nuestra sensibilidad, me llamaba desde una patria mucho más profunda que las convencionales y carcomidas recetas de otros deleznables patriotismos.
Siempre he creído que una imagen no vale más que mil palabras, y no porque las imágenes no sean expresión del mundo y hagan brillar nuestros ojos u oscurecerlos también, sino porque si no somos lenguaje, si no somos palabra personal, si no hemos aprendido a crear nuestro lenguaje interior, no podemos ver nada, sentir nada. Carlos Pérez Siquier nos ha enseñado esas imágenes que hablan, esa superficie de la mirada que es voz y diálogo.
Creo, también, que le sobran merecimientos a Elisa Pérez Vera, mi rectora en la UNED y una sabia amiga, y excepcional personalidad que reencuentro aquí, después de tantos años de distancia.
Sé de la obra ingente del Doctor Povedano, de su capacidad para percibir la medicina, la ginecología como una función social, como una de las tareas más cercana a ese camino de la vida que mencionaba. Una de las personas que más he admirado y querido en mi familia fue mi suegro, el Doctor José Macau, ginecólogo de la maternidad de Santa Cristina de Madrid, y no puedo por menos de evocar, en este instante, su memoria.
Por último Enriqueta Vila, historiadora como yo, aunque sean distintos los territorios que cultivamos. Pero en ellos hay algo que, estoy seguro, nos identifica. En los primeros textos en los que aparece la palabra "historia", "historiador" (histor) significa "el que ve", "el que es responsable de decir lo que ve" (martir, "testigo", dicen las glosas de la Ilíada), de comunicar lo que ha vivido, lo que ha interpretado en los textos desde la lucha por la utópica pero siempre posible objetividad.
Y ahora no tengo más remedio que decir unas palabras sobre mí mismo, aunque en el equipo de mis compañeros, a quienes siento ya como amigos, me encuentro protegido. Un viejo dicho de la sabiduría griega afirmaba que "son comunes las cosas de los amigos" y algo común nos ha enlazado a nosotros doce.
Pero, tal vez yo, el más viejo del grupo y, probablemente, el andaluz más alejado de Andalucía por esos andares de la vida, tenga que justificar ante Uds. ese mi inocente y aparente despego. Efectivamente soy de Sevilla, un poco por azar, porque mis padres eran de Salteras, no muy lejos del barrio de Triana, donde nací. Pero la profesión militar de mi padre le llevó, después de Sevilla, al Ferrol, a La Coruña y, poco antes de la guerra civil, al regimiento de Artillería de Vicálvaro, un pueblo que se está convirtiendo, en barriada dormitorio de Madrid, y que por la voracidad inmobiliaria ha perdido parte de su encanto.
Después de la guerra civil, viví en Madrid hasta concluir mi Licenciatura en la Universidad. Y más tarde he estudiado y trabajado en la Universidad de Heidelberg, y he sido catedrático de Instituto en Valladolid y Alcalá de Henares y catedrático de Universidad en La Laguna, en Barcelona y, finalmente, en Madrid.
Muchas veces me he preguntado de dónde soy, aunque mis raíces de diez o doce generaciones estén en Salteras. Pero nunca me ha inquietado ese aparente desarraigo porque, en ningún momento, me he sentido desarraigado. Después de la guerra civil, pasaba los veranos, para reponerme del hambre madrileña, en Salteras, en casa de mi madrina Fernanda, casada con un tío de mi padre, que murió muy joven. Yo fui, para ella, el hijo que no tuvo, y glosando, salvadas las diferencias, al paisano a quien tanto admiro y que tanto me acompaña, fue mi infancia y adolescencia el recuerdo del olor del jazmín, de un patio de Salteras.
¿Mi patria?: Mi lengua y el mundo real o literario que la cobija. Y un poco también el Neckar que fluye junto a Heidelberg, a cuya vera pasé diez años de mi juventud con Montse, y donde también se asienta mi memoria, porque nada hay más inmóvil que un río que fluye. Y el Pisuerga, y el Teide, a cuya sombra, en la Laguna, di mis primeros paso de catedrático universitario y donde nació mi hijo pequeño, Fernando ¿Y por qué no la suave curva del Mediterráneo, en las costas de Barcelona, en cuya Universidad trabajé once años?
¿Mi patria? ¿Y por qué no los años de Berlín, esa ciudad sorprendente, paradójicamente tan poco prusiana, en la que han vivido alguno de las personalidades más libres y creadoras de nuestro tiempo ( Bertold Brecht, Albert Einstein, Max Plank, Käthe Kolwitz, Clara Zetkin, Rosa Lusenburg, Otto Klemperer, George Grosz, Robert Koch, Hans Scharoun, Walter Benjamin, Rudolf Virchow, Lovis Corinth, Lise Meitner, Paul Hindemith, etc.) y donde pude presenciar toda las conmociones que provocó la caída del muro?
¿Mi patria?... Pero un día, en mi casa de Berlín, sentí, por la radio, un fandango de Antonio Núñez, y esa voz de mil resonancias y matices, me trajo el recuerdo de las manos de madrina Fernanda, y el olor del jazmín de su patio y el frescor del pozo. ¡Mi patria!, dije. Mi pueblo, mi gente, mi memoria.
Hijo predilecto me han hecho Uds. Nada más hondo que la palabra hijo, por donde discurrió, en sus orígenes el fluido de la sangre, hecha amistad. En los primeros textos que encontramos en la historia literaria de Occidente, los amigos eran los que vivían bajo el mismo techo del clan familiar, los amigos eran los padres, los hermanos, los parientes consanguíneos. Pero la amistad acabó por democratizarse, se secularizó, como justicia y solidaridad, como afecto y concordia, como diálogo e inteligencia. Este carácter filial es el que yo asumo y que yo agradezco a mi tierra y a quienes, como hijo pródigo pero memorioso, me han adoptado y convertido en hijo predilecto.
Pero déjenme que esa predilección, que aún no merezco, la transfiera a uno de los recuerdos más intensos de mi vida. Poco después de 1953, cuando vivía en Alemania, comenzaron a llegar a las grandes ciudades industriales próximas a Heidelberg, las primeras oleadas de trabajadores españoles, sobre todo andaluces. Jóvenes más o menos de mi edad, huidos de una tierra que no les daba cobijo y en la que habían nacido, la mayoría de ellos, con un No de plomo sobre sus cabezas. No a la educación, no a la cultura, no al trabajo, no a la esperanza. Con un entusiasmo, una energía, un talento, que habría merecido mejor patria, habían tomado su hatillo, su maleta de cartón y se había escapado a mas duros, pero más acogedores climas.
Traté a algunos de esto trabajadores, a los que di clase de gramática alemana; a ellos, a quienes nadie les había enseñado la española. Pero era tal su afán por aprender, su inteligencia y aplicación que me parecía y me sigue pareciendo un crimen que estos compatriotas no hubieran tenido patria. "Madrastra de tus hijos verdaderos", creo que escribió Lope sobre su país.
Y pienso que el "Nunca máis", que estos días, como el no a la violencia, atruena entre nosotros, se extendía hacia ese recuerdo: Que nadie tenga que emigrar de ningún país porque reine en él la más inhumana desigualdad, la más cruel e hipócrita de las injusticias.
Permítame, Señor Presidente, que transfiera a esos andaluces, la predilección con la que me habéis acogido, mientras evoco el rostro de mis padres, y aspiro el olor del jazmín del patio de madrina.
Emilio Lledó
1 comentario:
Gracias, Emilio Lledó, por este discurso tan lúcido. Usted tiene un pensamiento fino y certero. La expresión "La cólera de los imbéciles" me inquieta muchísimo y es muy elocuente.
Publicar un comentario