martes, 23 de enero de 2007

Multiculturalismo y emigración (I y II)

Las posturas defendidas por Mikel Azurmendi como presidente del Foro para la Integración de los Inmigrantes, expuestas en varias entrevistas y artículos recientes en distintos medios de comunicación, al igual que la xenófoba política de inmigración del Gobierno del PP a la que sirve, se basan en una monumental confusión entre los diversos significados de las palabras cultura y democracia que sólo cabe atribuir a la ignorancia o a la más demagógica mala fe.

Es realmente sorprendente que alguien que ha sido profesor de Antropología confunda sistemáticamente el sentido del término cultura en la tradición ilustrada (la cultura como un conjunto de ideas, valores, hábitos y habilidades superestructurales -literarios, artísticos, etcétera- que pueden o no adquirirse y que pueden poseerse en distinto grado) con el sentido nuevo que la Antropología, desde Tylor y Boas, dio al término cultura como un sistema de pautas de pensamiento y de conducta en todos los ámbitos de la vida humana, desde los modos de producción y de gobierno o control social hasta las prácticas artísticas pasando por las formas de organización familiar y los sistemas de parentesco. Azurmendi se desliza constantemente de uno a otro sentido cuando pontifica con arrogante simplismo sobre cultura democrática y multiculturalismo .

Por cultura democrática cabe entender en primer lugar -asignando a cultura su significado ilustrado- ideología democrática, es decir, la democracia entendida como modelo ideal con arreglo al cual se propone organizar el Estado y/o la sociedad. En este sentido, ha habido históricamente en la tradición moderna de pensamiento socio-político, que sólo muy tardíamente ha valorado de modo positivo la democracia de forma mayoritaria, dos modos principales muy distintos de entender ésta: 1. El modelo francés, rousseauniano, que entiende la democracia como modelo de sociedad, de la sociedad en todas sus esferas, incluyendo la económica; y 2. El modelo anglosajón, liberal, que concibe la democracia, exclusivamente, como forma de gobierno, como modelo de Estado, quedando la sociedad estructurada con arreglo a los principios del mercado, que no tienen en sí mismos absolutamente nada de democráticos.

La historia de los siglos XIX y XX ha deparado una doble paradoja: 1. La realización práctica del modelo francés de democracia como modelo de sociedad, intentada y conseguida en grado variable por socialdemócratas, socialistas y comunistas, ha producido sociedades socialistas con Estados totalitarios, lo que llevó muy pronto a algunos teóricos liberales a calificar ese modelo, que lleva de Rousseau a Lenin, como democracia totalitaria; 2. La realización práctica del modelo anglosajón de democracia, impuesto en Europa por EE UU después de la Segunda Guerra Mundial, ha limitado la aplicación de los principios y valores democráticos a la esfera política, a la estructuración del Estado, dejando intacta la sociedad de mercado y subordinando la forma democrática de gobierno a las leyes del mercado, de tal forma que al resultado -a lo que actualmente tenemos en Occidente- no cabe llamarlo, hablando con precisión, sociedades democráticas sino sólo, como mucho, sociedades de mercado con Estado democrático.

No obstante, así como es sociológicamente mixtificador calificar nuestras sociedades como sociedades democráticas, es totalmente legítimo calificarlas como sociedades liberales, pues la ideología liberal -claramente diferenciada de la ideología democrática hasta mediados del siglo XX, tanto en sus fundamentos teóricos como en su desarrollo histórico- tiene como núcleo central un modelo de sociedad basado en la conversión del trabajo, la tierra y el dinero en mercancías, al que supedita el modelo de Estado, que para un liberal en modo alguno tiene por qué ser democrático.

Si utilizamos el término cultura en su sentido antropológico -como hace Azurmendi al hablar de cultura democrática - es completamente engañoso decir que nuestra cultura (entiéndase por ello la cultura occidental moderna o la actual cultura española) es una cultura democrática. Como mostró magistralmente Karl Polanyi, el rasgo específico y diferencial de la cultura occidental moderna, lo que la distingue de todas las demás culturas que en el mundo son y han sido -lo que la distingue, por ejemplo, tanto de las culturas acéfalas sin escritura como de las culturas con Estado y modos de producción pre-industriales, basadas respectivamente en la reciprocidad y en la redistribución- es precisamente la transformación de la sociedad en un mercado supuestamente autorregulador como resultado de la imposición por el Estado moderno del modelo ideológico liberal que concibe y trata el trabajo y la tierra como mercancías. La ideología democrática y la democracia como forma de gobierno han sido siempre y siguen siendo, tanto en Occidente como en España, un rasgo secundario y subordinado de nuestra cultura .

Por eso miente y engaña Azurmendi cuando escribe por ejemplo -entendiendo el término cultura en su sentido antropológico- que «aquí, de momento y ojalá para siempre, sólo existe una cultura democrática» (El País, 23-2-02). Lo que Azurmendi expone como cultura antropológica realizada en España, como valores democráticos socialmente encarnados en la conducta social, económica y política de los españoles no es sino su particular versión de la ideología democrática, que dista mucho de ser una descripción adecuada de la cultura española real.

Por añadidura, Azurmendi confunde el reconocimiento de la multiculturalidad efectiva que subyace a los procesos migratorios y que la emigración inevitablemente desplaza a su lugar de destino con la promoción por el Estado de una política multi-comunitaria de apartheid con la coartada ideológica del multiculturalismo . Lo primero es simplemente un hecho, lo segundo una opción política xenófoba que Azurmendi y el PP rechazan de boquilla y promueven de facto.

Es muy cierto que el régimen racista sudafricano de apartheid , antes incluso de buscar justificación ideológica en el racialismo biologista, encontró legitimación en una política multiculturalista de desarrollo cultural separado diseñada y apoyada por algunos antropólogos. Pero no debiera olvidar Azurmendi que aquellos africanos cuya cultura se discriminaba y destruía bajo la coartada del respeto a la diferencia estaban plenamente integrados en los escalones más bajos y explotados de la economía sudafricana, pese a lo cual carecían de derechos cívicos y eran discriminados políticamente por una sociedad con un Estado democrático para los blancos, una sociedad que podía presumir de profesar desde sus orígenes una de las más arraigadas culturas democráticas del planeta, aunque se tratara de una democracia sólo para blancos.

Como también fue una democracia sólo para varones propietarios WASP (blancos, anglosajones y protestantes) la que, antes de promover una discriminatoria política multiculturalista en las reservas indias como Azurmendi denuncia, practicó algo que Azurmendi prefiere olvidar: una política genocida y etnocida con los nativos y sus culturas tribales , así como la esclavización primero y la privación de derechos cívicos después con la población de origen africano.

En Israel puede encontrar Azurmendi otro ejemplo chirriante de Estado democrático para judíos que practica una política multicultural discriminatoria para otras etnias y religiones, un Estado que se fundamenta en la Ley del Retorno a Israel de cuanto judío del mundo lo desee pero que rechaza radicalmente el derecho al regreso de los refugiados palestinos a los que expulsó de sus casas y sus tierras e impide inmigrar a quien no sea judío según el criterio étnico-religioso de los rabinos.

Quizá estos ejemplos debieran llevar a Azurmendi a intentar ir un poco más allá de la simplista apología de la cultura democrática y a reflexionar un poco sobre la envenenada complejidad de las relaciones entre democracia, liberalismo, nacionalismo, xenofobia, racismo y multiculturalismo. Azurmendi hace bien, por ejemplo, en rechazar como modelo multicultural el Toledo de las Tres Culturas, que no era sino una sociedad de castas religiosas jerarquizadas bajo la hegemonía política de la casta cristiana, pero no estaría de más que extendiera su rechazo al resultado de la desaparición de aquella multiculturalidad tras la expulsión de judíos y moriscos, es decir, al nacional-catolicismo español antisemita y anti-moro de la casta cristiano-vieja , del que deriva el nacionalismo vasco racista y anti-maketo de Sabino Arana que Azurmendi tan bien conoce y de cuya versión originaria, española, tanto le cuesta desprenderse.

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En su cruzada democrática contra sus propios fantasmas multiculturalistas, Mikel Azurmendi oculta y deforma varias cosas. En primer lugar, si utilizamos el término cultura en su sentido antropológico, se hace preciso reconocer que, como consecuencia de la globalización (que no es, diría Lévi-Strauss, sino la difusión universal del virus del mercado, que obliga a las sociedades en las que penetra a adaptar a sus leyes su programa genético de reproducción cultural), el mundo entero comparte hoy la misma infraestructura económica, de tal forma que las diferencias culturales se limitan a otras importantes dimensiones de la vida humana (políticas, familiares, religiosas, artísticas, etcétera), seriamente alteradas pero no completamente suprimidas por el mercado.

En este sentido, los inmigrantes ya estaban integrados en nuestra cultura en sus países de origen, pues ya estaban integrados, en mayor o menor medida, en el mercado global como fuerza de trabajo. Y cuando emigran a nuestro país se integran aún un poco más en nuestra cultura al integrarse en un eslabón nacional de ese mercado global y al integrarse además -de forma legal o ilegal- en nuestra sociedad liberal y en nuestro Estado democrático como súbditos sin derechos, sometidos sin protección jurídica alguna a los poderes coactivos del Estado.

El problema que los inmigrantes legales e ilegales plantean a nuestra sociedad y a nuestro Estado no es, por lo tanto, integrarlos o no, pues ya están integrados en sus estratos más explotados, oprimidos y marginados, sino integrarlos con derechos humanos y cívicos o integrarlos sin derechos. El derecho al multiculturalismo (es decir, el derecho a preservar algunos de los pocos rasgos culturales específicos que han logrado sobrevivir a su integración laboral en nuestra cultura ) es sólo una de las dimensiones secundarias de ese problema. Centrar la atención sobre él como hacen Azurmendi y el PP es una interesada operación de mixtificación política.

Si Mikel Azurmendi comprendiera y profesara los valores democráticos que predica en su artículo y que injustificadamente atribuye a nuestra cultura , tendría que defender que el primer derecho de los inmigrantes -tanto para la ideología liberal como para la ideología democrática- es el derecho a la libre inmigración, lo cual implica el derecho a permanecer en el país al que se ha inmigrado libremente y el derecho a no ser expulsado.

No deja de ser curioso que, durante la Guerra Fría, los países con cultura democrática de Occidente denunciaran con razón como una intolerable violación de los derechos humanos de la población en las sociedades cerradas comunistas que no les dejaran salir de ellas, y que ahora, tras la caída del muro de Berlín, sean esas mismas sociedades abiertas las que no les dejan entrar: ni a los europeos del Este ni a los africanos, americanos y asiáticos que, al parecer, se han visto tan beneficiados por la destrucción de sus culturas por la civilización occidental que, agradecidos, han decidido emigrar a la metrópoli.

Es la globalización la que ha producido un brutal incremento de los flujos migratorios, y no se adivina en virtud de qué principio ideológico podría un liberal que defiende el sacrosanto derecho a la libertad de circulación de mercancías anular o restringir el derecho a la circulación de una de ellas, la fuerza de trabajo. En caso de que invoque para hacerlo algo así como los intereses de la sociedad o la necesidad de evitar los problemas sociales que la libre emigración puede crear, tendrá que reconocer que ese mismo argumento es válido para cualquier intervención estatal en la libertad de mercado, como las que proponían en el pasado sus enemigos socialistas.

En cuanto a un demócrata consecuente a lo Azurmendi , que no se cansa de proclamar que todos los hombres son iguales, que sólo la voluntad es fundamento de la ciudadanía y que ni la cultura , ni la etnia, ni la nacionalidad deben ser fuente de derechos, no se ve cómo puede escapar a la conclusión de que un Estado democrático consecuente debe conceder la ciudadanía plena a cualquiera que lo solicite, sea cual sea su raza, etnia, cultura u origen, y debe reconocer los mismos derechos a todos cuantos vivan y quieran vivir en el territorio bajo su dominio. El principio del apartheid no es el respeto al multiculturalismo (que Azurmendi confunde con el multicomunitarismo), sino la discriminación legal entre ciudadanos de primera (los nacionales) y ciudadanos de segunda (los inmigrantes). Por esa brecha legal y política se han colado siempre en la historia las discriminaciones culturales, étnicas y raciales, tanto cuando la cultura dominante es una cultura democrática como cuando no lo es.

Si Azurmendi fuera consecuente con los valores democráticos que predica, debería dimitir como presidente del Foro para la Integración de los Inmigrantes, luchar para suprimir la Ley vigente al respecto y repasar un poco la disciplina que hasta hace poco enseñaba: quizá llegara a entender que el problema de los inmigrantes no es que les concedamos una integración en nuestra cultura democrática que ya padecen, sino lograr el reconocimiento pleno de su igualdad y de sus derechos humanos y cívicos.

EL CORREO, 3 de abril de 2002
Juan Aranzadi, antropólogo

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