martes, 5 de febrero de 2008

Henry David Thoreau: "Desobediencia Civil"

Creo de todo corazón en el lema “El mejor gobierno es el que tiene que gobernar menos” , y me gustaría verlo hacerse efectivo más rápida y sistemáticamente. Bien llevado, finalmente resulta en algo en lo que también creo: “El mejor gobierno es el que no tiene que gobernar en absoluto”. Y cuando los pueblos estén preparados para ello, ése será el tipo de gobierno que tengan. En el mejor de los casos, el gobierno no es más que una conveniencia, pero en su mayoría los gobiernos son inconvenientes y todos han resultado serlo en algún momento. Las objeciones que se han hecho a la existencia de un ejército permanente, que son varias y de peso, y que merecen mantenerse, pueden también por fin esgrimirse en contra del gobierno.

El ejército permanente es sólo el brazo del gobierno establecido. El gobierno en sí, que es únicamente el modo escogido por el pueblo para ejecutar su voluntad, está igualmente sujeto al abuso y la corrupción antes de que el pueblo pueda actuar a través suyo. Somos testigos de la actual guerra con Méjico, obra de unos pocos individuos comparativamente, que utilizan como herramienta al gobierno actual; en principio, el pueblo no habría aprobado esta medida. El gobierno de los Estados Unidos ¿qué es sino una tradición, bien reciente por cierto, que lucha por proyectarse intacta hacia la posteridad, pero perdiendo a cada instante algo de su integridad? No tiene la vitalidad y fuerza de un solo hombre: porque un solo hombre puede doblegarlo a su antojo. Es una especie de fusil de madera para el mismo pueblo, pero no es por ello menos necesario para ese pueblo, que igualmente requiere de algún aparato complicado que satisfaga su propia idea de gobierno. Los gobiernos demuestran, entonces, cuán exitoso es imponérsele a los hombres y aún, hacerse ellos mismos sus propias imposiciones para su beneficio. Es excelente, tenemos que aceptarlo. Sin embargo, este gobierno nunca adelantó una empresa, excepto por la algarabía con la que sacó el cuerpo. No mantiene al país libre. No deja al Oeste establecido. No educa. El carácter inherente al pueblo americano es el responsable de todo lo que se ha logrado, y hubiera hecho mucho más si el gobierno no le hubiera puesto zancadilla, como ha ocurrido tantas veces. Porque el gobierno es una estratagema por la cual los hombres intentan dejarse en paz los unos a los otros y llega al máximo de conveniencia cuando los gobernados son dejados en paz.
Si el mercado y el comercio no estuvieran hechos de caucho, jamás lograrían salvar los obstáculos que los legisladores les atraviesan en forma sistemática. Y si uno fuera a juzgar a esos señores sólo por el efecto de sus acciones, y no en parte por sus intenciones, merecerían ser castigados como a los malhechores que atraviesan troncos sobre los rieles del ferrocarril.
Pero, para hablar en forma práctica y como ciudadano, a diferencia de aquellos que se llaman “antigobiernistas”, yo pido, no como “antigobiernista” sino como ciudadano, y de inmediato, un mejor gobierno. Permítasele a cada individuo dar a conocer el tipo de gobierno que lo impulsaría a respetarlo y eso ya sería un paso ganado para obtener ese respeto. Después de todo, la razón práctica por la cual, una vez que el poder está en manos del pueblo, se le permite a una mayoría, y por un período largo de tiempo, regir, no es porque esa mayoría esté tal vez en lo correcto, ni porque le parezca justo a la minoría, sino porque físicamente son los más fuertes. Pero un gobierno en el que la mayoría rige en todos los casos no se puede basar en la justicia, aún en cuanto ésta es entendida por los hombres. ¿No puede haber un gobierno en el que las mayorías no decidan de manera virtual lo correcto y lo incorrecto – sino a conciencia?, ¿en el que las mayorías decidan sólo los problemas para los cuales la regulación de la conveniencia sea aplicable? ¿Tiene el ciudadano en algún momento, o en últimas, que entregarle su conciencia al legislador? ¿Para qué entonces la conciencia individual? Creo que antes que súbditos tenemos que ser hombres. No es deseable cultivar respeto por la ley más de por lo que es correcto. La única obligación a la que tengo derecho de asumir es a la de hacer siempre lo que creo correcto. Se dice muchas veces, y es cierto, que una corporación no tiene conciencia; pero una corporación de personas conscientes es una corporación con conciencia. La ley nunca hizo al hombre un ápice más justo, y a causa del respeto por ella, aún el hombre bien dispuesto se convierte a diario en el agente de la injusticia. Resultado corriente y natural de un indebido respeto por la ley es el ver filas de soldados, coronel, capitán, sargento, polvoreros, etc., marchando en formación admirable sobre colinas y cañadas rumbo a la guerra, contra su voluntad, alás!, contra su sentido común y sus conciencias, lo que hace la marcha más ardua y produce un pálpito en el corazón. No les cabe duda de que la tarea por cumplir es infame; todos están inclinados hacia

la paz. Pero, qué son? Son hombres acaso? O pequeños fuertes y polvorines al servicio de algún inescrupuloso que detenta el poder? Visiten un patio de la Armada y observen un marino, el hombre que el gobierno americano puede hacer, o mejor en lo que lo puede convertir con sus artes nigrománticas – una mera sombra y reminiscencia de humanidad, un desarraigado puesto de lado y firmes, y, se diría, enterrado ya bajo las armas con acompañamiento fúnebre...aunque puede ser que

“No se oyó ni un tambor,
ni la salva de adiós escuchamos,
cuando el cuerpo del héroe y su honor
en la tumba en silencio enterramos”.

La masa de hombres sirve pues al Estado, no como hombres sino como máquinas, con sus cuerpos. Son el ejército erguido, la milicia, los carceleros, los alguaciles, posse comitatus, etc. En la mayoría de los casos no hay ningún ejercicio libre en su juicio o en su sentido moral; ellos mismos se ponen a voluntad al nivel de la madera, la tierra, las piedras; y los hombres de madera pueden tal vez ser diseñados para que sirvan bien a un propósito. Tales hombres no merecen más respeto que el hombre de paja o un bulto de tierra. Valen lo mismo que los caballos y los perros. Aunque aún en esta condición, por lo general son estimados como buenos ciudadanos. Otros – como la mayoría de los legisladores, los políticos, abogados, clérigos y oficinistas – sirven al Estado con la cabeza, y como rara vez hacen distinciones morales, están dispuestos, sin proponérselo, a ponerle una vela a Dios y otra al Diablo. Unos pocos, como héroes, patriotas, mártires, reformadores en el gran sentido, y hombres – sirven al Estado a conciencia, y en general le oponen resistencia. Casi siempre son tratados como enemigos. El hombre sabio será útil sólo como hombre, y no aceptará ser “arcilla” o “abrir un hueco para escapar del viento”, sino que dejará ese oficio a sus cenizas.

“Soy nacido muy alto para ser convertido en propiedad,
para ser segundo en el control
o útil servidor e instrumento
de ningún Estado soberano del mundo”.

Continúa

Traducción: Hernando Jiménez

Biografía

Jacques Derrida: "Adieu" (oración fúnebre por Enmanuel Lèvinas)


Oración fúnebre pronunciada durante el sepelio de Emmanuel Lèvinas el 28 de diciembre de 1995.


Desde hace mucho tiempo, he temido el instante del adiós a Emmanuel Levinas. Sabía que en el momento de decirlo me temblaría la voz; sobre todo, al decirlo en voz alta y pronunciar la palabra adieu aquí, ante él, tan cerca de él. Esa misma palabra, “à-Dieu”, que en cierto sentido me viene de él. Una palabra que él me enseñó a pronunciar de otra manera. Medito sobre lo que Levinas escribió acerca de la palabra francesa “adieu” —algo que evocaré más adelante— y espero encontrar la entereza para hablar aquí. Me gustaría hacerlo con las palabras de un niño, llanas, francas, palabras desarmadas como mi pena.
Sin embargo, ¿a quién está uno hablando en estos momentos? ¿En nombre de quién se permite uno hacerlo? Con frecuencia, aquellos que se atreven a hablar y hablan en público, a interrumpir con ello el murmullo animado, el secreto o el intercambio íntimo que nos une profundamente al amigo o al maestro muerto, aquellos que pueden ser escuchados en el cementerio terminan por dirigirse de manera directa, sin ambages, a la persona que ya no está más, que ya no vive, que ya no está aquí y que no podrá responder. Con la voz entrecortada, se dirigen de tú a tú [tutoientt] al otro que guarda silencio; lo invocan sin circunloquios, lo convocan, lo saludan e, incluso, se confían a él. Esta necesidad no emana tan sólo del respeto a las convenciones ni es simplemente una parte de la retórica de nuestra oración. Se trata, más bien, de atravesar con el lenguaje ese punto en el que nos quedamos sin palabras y —debido a que todo lenguaje que vuelve al yo, al nosotros, parece inapro-piado— de dirigirse hacia una reflexión que retorne a la co-munidad agobiada por la pena, para su consuelo o su duelo, y hacia lo que se llama en una expresión confusa y terrible “la labor del duelo”. Cuando se ocupa sólo de sí mismo, ese lenguaje corre el riesgo, en esta inflexión, de alejarse de lo que es aquí nuestro mandato –el mandato entendido como honestidad o rectitud [droituret]: hablar directamente, dirigirse al otro, hablar para el otro, hablar al que uno ama y admira antes de hablar de él–. Decir adieu a él, a Emmanuel, y no tan sólo recordar lo que nos enseñó acerca de un cierto Adieu.
La palabra droiture —“honestidad” o “rectitud”— es otra palabra que empecé a escuchar y aprender de manera distinta cuando la escuché en boca de Levinas. De todos los momentos en los que habla sobre la rectitud, el que primero me viene a la mente es una de sus Cuatro lecturas talmúdicas ; ahí la rectitud nombra lo que es, como él dice, “más fuerte que la muerte”. Y abstengámonos de buscar en lo que se dice que es “más fuerte que la muerte” un refugio o una coartada, un consuelo más. Para definir la rectitud, Levinas explica, en su comentario sobre el Tractate Shabbath, que la conciencia es la “urgencia de una destinación que lleva al Otro y no un eterno regreso al yo”,
una inocencia sin ingenuidad, una rectitud sin estupidez, una absoluta rectitud que es también una autocrítica absoluta, que se lee en los ojos del que es el objetivo de mi rectitud y cuya mirada me cuestiona. Es un movimiento hacia el otro que no regresa a su punto de origen en la forma en que regresa una desviación, incapaz como es de trascendencia: un movimiento más allá de la ansiedad y más fuerte que la propia muerte. Esta rectitud se llama Temimut, la esencia de Jacob. (QLT, p. 105.)
Meditaciones como ésta pusieron en marcha –como lo hicieron otras meditaciones, aunque cada una de ellas en forma muy particular– los grandes temas que el pensamiento de Levinas nos ha revelado: el de la responsabilidad, en primer lugar, pero la responsabilidad “ilimitada” que excede y precede a mi libertad, el de un “sí incondicional”, como lo dice en las Cuatro lecturas talmúdicas, un “sí más antiguo que el de la inocencia espontánea”, un sí apegado a esta rectitud que significa “fidelidad original a una alianza indisoluble”. (QLT, pp. 106-8; 49-50.) Las palabras finales de esta lección regresan, por supuesto, a la muerte; lo hacen precisamente para no dejar que la muerte diga la última palabra, o la primera. Nos recuerdan un tema recurrente en lo que fue una paciente meditación acerca de la muerte, que siguió el camino contrario a la tradición filosófica que va de Platón a Heidegger. Antes de decir lo que debe ser el à-Dieu, otros textos hablan de la “rectitud que permanece hasta el final en el rostro de mi prójimo” como la “rectitud de una exposición a la muerte, sin defensa alguna.”
No puedo encontrar, ni siquiera desearía tratar de encontrar las palabras precisas que den el justo valor a la obra de Emmanuel Levinas. Es tan vasta que sus orillas ya no se pueden ver, y habría que empezar por aprender de él y de Totalidad e infinito, por ejemplo, cómo pensar lo que es una “oeuvre” u “obra” —y lo que es la fecundidad—. Además, no cabe la menor duda, ésta sería una tarea de siglos de lectura. Hoy, más allá de Francia y Europa —observamos día a día incontables indicios de esto en un número creciente de publicaciones, traducciones, cursos, seminarios, conferencias— las repercusiones de su pensamiento han cambiado el curso de la reflexión filosófica de nuestro tiempo, así como de la reflexión sobre la filosofía: sobre qué es lo que la relaciona con la ética o, según otra idea de la ética, con la responsabilidad, la justicia, el Estado y, por lo demás, con otra idea del orden, una idea que sigue siendo más actual que cualquier innovación, porque precede absolutamente al rostro del Otro.
Sí. Ética antes y más allá de la ontología, del Estado o de la política, pero también ética más allá de la ética. Recuerdo que un día en la rue Michel Ange, durante una de esas conversaciones iluminadas por la claridad de su pensamiento, la generosidad de su sonrisa, el humor sutil de sus elipses, que recuerdo con tanto aprecio, me dijo: “Sabes, con frecuencia se habla de la ética para describir lo que yo hago, pero lo que finalmente me interesa no es la ética en sí, sino lo divino, la divinidad de lo divino”. Ahí pensé en una separación singular, la separación elemental del velo que está dado y ordenado por Dios [donné, ordonnét]; el velo confiado por Moisés al inventor o al artista, que no al tejedor; el velo que separa lo santo de lo santo en el santuario. También pensé en cómo otra de las Lecciones talmúdicas precisa la necesidad de distinguir entre el carácter sagrado y la santidad, es decir, la divinidad del otro, la santidad de la persona, que es, como Levinas lo dijo alguna vez a Shlomo Malka, “más santa que una tierra, incluso una tierra santa, pues al encarar una afrenta que se hace a una persona, esta tierra aparece en su desnudez revelándose tan sólo como piedra y madera”. (Les Nouveaux Cahiers 18, pp. 1-8.)
Esta meditación acerca de la ética y la trascendencia de lo santo con respecto a lo sagrado, es decir, con respecto al paganismo de las raíces y de la idolatría del lugar se volvió, por supuesto, indisociable de la reflexión incesante sobre el destino y la idea de Israel ayer, hoy y mañana. Dicha reflexión consistió en cuestionar y reafirmar el legado no sólo de la tradición bíblica y talmúdica, sino también de la aterradora memoria de nuestro tiempo. Esta memoria es la que aquí dicta cada una de mis oraciones, ya sea de cerca o de lejos, incluso sabiendo que Levinas protestaba de vez en cuando contra ciertos abusos autojustificatorios a los que esa memoria y la referencia del Holocausto han dado pie.
Más allá de las acotaciones y las preguntas, quisiera simplemente agradecer a alguien cuyo pensamiento, amistad, confianza y “bondad” (y doy a la palabra bondad todo el significado que se le da en las últimas páginas de Totalidad e infinito ) han sido para mí, como para tantos otros, una fuente viva; tan viva y constante que no puedo pensar lo que hoy le está pasando a él o me está pasando a mí. Me refiero a esta interrupción, a esta respuesta sin-respuesta que, para mí, nunca llegará a su fin mientras yo esté vivo.
La no-respuesta: sin duda recordarán que en el notable curso que impartió entre 1975 y 1976 (hace exactamente veinte años) sobre La muerte y el tiempo, allí donde define la muerte como la paciencia del tiempo y se entrega a un encuentro enorme, crítico y lleno de nobleza con Platón, Hegel y, particularmente, con Heidegger, Levinas define una y otra vez la muerte –la muerte que “encontramos” ... “en el rostro del Otro”– como la no respuesta; dice: “es la sin-respuesta”. Y más adelante: “Hay aquí un final que siempre tiene la ambigüedad de una partida sin retorno, de un llegar a su fin, pero también de la conmoción (¿es realmente posible que esté muerto?) de la no-respuesta y de mi responsabilidad.”
La muerte: en primer lugar, no la desaparición ni el no ser ni la nada, sino una cierta experiencia para el sobreviviente de la “sin-respuesta”. Tiempo atrás, Totalidad e infinito ya había cuestionado la interpretación tradicional “filosófica y religiosa” de la muerte como “el paso a la nada” o “el paso a otra existencia”. Identificar la muerte con la nada es lo que le gustaría al asesino, como Caín por ejemplo, que —piensa Levinas— debe haber tenido esa noción de la muerte. Sin embargo, incluso esta nada se presenta como una “suerte de imposibilidad” o, más precisamente, como una interdicción. El rostro del Otro me prohibe matar; me dice: “no matarás”, incluso si esta posibilidad es el supuesto de la prohibición que la hace imposible. Esta pregunta sin respuesta es irreductible, primordial, como la prohibición de matar, más antigua y decisiva que la alternativa de “ser o no ser”, que no es ni la primera ni la última pregunta. “Acaso ser o no ser no sea la pregunta par excellence”, dice otro de sus textos. (C, p. 151.)
De todo esto quiero deducir que nuestra tristeza infinita debería alejarse de lo que en el duelo la lleve hacia la nada, es decir, hacia eso que sigue vinculando –así sea de manera potencial– la culpa con el asesinato. Cierto, Levinas habla de la culpa del sobreviviente, pero se trata de una culpa que no tiene falta ni deuda; es, en realidad, una responsabilidad delegada, confiada en un momento de emoción sin paralelo, el momento en que la muerte se revela como la excepción absoluta. Para expresar esta emoción sin precedentes, la que siento aquí y comparto con ustedes, la que nuestro sentimiento de propiedad nos impide exhibir, y para poner en palabras, sin ánimo de confesión o exhibición personal, cómo esta emoción tan singular se relaciona con la responsabilidad que nos es delegada y confiada como un legado, permítanme, una vez más, que sea Levinas el que hable. Aquel cuya voz hoy me gustaría tanto escuchar cuando dice que la “muerte del otro” es la “primera muerte”, y que “yo soy responsable del otro en la medida en que es un mortal”. Escuchemos el curso de 1975 y 1976:
La muerte de alguien no es, a pesar de lo que parecería ser a primera vista, un hecho en sí (la muerte como un hecho empírico, cuya sola presencia sugeriría su universalidad); no se agota en esa forma. Alguien que se expresa en su desnudez –el rostro– es de hecho alguien en la medida en que me busca, en la medida en que se pone bajo mi responsabilidad: ahora debo contestar por él, ser responsable de él. Cada gesto del Otro es una señal dirigida hacia mí. Para regresar a la clasificación esbozada anteriormente: mostrarse, expresarse, asociarse, confiarse a mí. El otro que se expresa está confiado a mí (y no existe deuda con respecto al Otro —porque lo que se debe no puede pagarse: nunca estaremos a mano—) [es más, se trata de una “obligación más allá de toda deuda”, porque el yo que es lo que es, singular e identificable, sólo es a través de la imposibilidad de ser sustituido, aun cuando es precisamente ahí donde la “responsabilidad por el Otro”, la “responsabilidad del rehén” es una experiencia de sustitución y sacrificio]. El Otro me individualiza en esa responsabilidad que yo tengo de él. La muerte del Otro me afecta en mi identidad como un yo responsable... constituido por una responsabilidad imposible de describir. Es así como soy afectado por la muerte del Otro; ésta es mi relación con su muerte. Es desde ese momento, en mi relación, en mi deferencia hacia alguien que ya no responde más, una culpa del sobreviviente. (MT, pp. 14-15; cita entre paréntesis, p. 25.)
Y un poco más adelante:
La relación con la muerte en su excepción –y la muerte es, sin importar su significado en relación con el ser y la nada, una excepción– a la vez que confiere a la muerte su profundidad no es una visión, ni siquiera una aspiración (ni una visión del ser como en Platón, ni una aspiración hacia la nada como en Heidegger), una relación meramente emocional, que se mueve con una emoción que no está compuesta de las repercusiones de un conocimiento previo de nuestra sensibilidad y nuestro intelecto. Es una emoción, un movimiento, una inquietud hacia lo desconocido. (MT, pp. 18-19.)
Aquí el énfasis se halla en lo desconocido. Lo desconocido no es el límite negativo de alguna forma de conocimiento. Este no-conocimiento es el elemento de amistad u hospitalidad que permite la trascendencia del extraño, la distancia infinita del otro. “Desconocido” es la palabra escogida por Maurice Blanchot para el título de un ensayo, “Conocimiento de lo Desconocido”, que dedicó al que había sido, desde el momento de su encuentro en Estrasburgo en 1923, el amigo, la amistad misma del amigo. Sin duda, para muchos de nosotros, para mí ciertamente, la fidelidad absoluta, la amistad ejemplar de pensamiento, la amistad entre Maurice Blanchot y Emmanuel Levinas fue una gracia, un don; permanece como una bendición de nuestros tiempos y, por más de una razón, como una fortuna, es decir: una bendición para quien tuvo el enorme privilegio de ser amigo de cualquiera de los dos. Para escuchar hoy y aquí a Blanchot hablar para Levinas y con Levinas, como yo tuve la fortuna de hacerlo en su compañía un día de 1968, cito un par de líneas. Después de nombrar lo que nos “cautiva” en el otro y de hablar sobre un cierto “arrebato” (palabra utilizada con frecuencia por Levinas para hablar de la muerte), Blanchot nos dice (L’entretien infini, pp. 73-74):
No debemos perder la esperanza en la filosofía. En el libro de Emmanuel Levinas [Totalidad e infinito] —donde, me parece, la filosofía de nuestro tiempo ha alcanzado, como nunca antes, la elaboración más sobria y que cuestiona de nuevo, como cabría esperarlo, nuestras formas de pensamiento e incluso nuestras dóciles reverencias ante la ontología— se nos invita a hacernos responsables de lo que es, en esencia, la filosofía y aceptar, con toda la intensidad y el rigor infinito que le son posibles, la idea del Otro; es decir, la relación con el autrui. Es como si encontráramos una nueva vertiente en la filosofía y un salto que ella y nosotros mismos nos viéramos urgidos a realizar.
Si la relación con el otro presupone una separación infinita, una interrupción ahí donde aparece el rostro, ¿qué sucede en el momento en que esa interrupción surge de la muerte para hacer un vacío todavía más infinito que la separación anterior, una interrupción en el centro de la interrupción misma?, ¿dónde y a quién le sucede? No puedo hablar de esta agobiante interrupción sin recordar, como muchos de ustedes sin duda lo hacen, la ansiedad ante la interrupción que yo pude sentir en Emmanuel Levinas cuando, al teléfono por ejemplo, parecía temer en todo momento que se cortara la comunicación, temer el silencio o la desaparición, la sin-respuesta del otro a quien llamaba y a quien trataba de aferrarse con un “allo, allo” después de cada frase y, en ocasiones, a la mitad incluso de la frase.
¿Qué pasa cuando un gran pensador se sumerge en el silencio, uno a quien conocimos en vida, a quien leímos, releímos y también escuchamos, de quien todavía esperábamos una respuesta, como si dicha respuesta nos ayudara no sólo a pensar de otra manera, sino también a leer lo que pensábamos que ya habíamos leído de él, una respuesta que se reservaba todo y tantas cosas más que creíamos haber reconocido con su rúbrica? Esta experiencia con Emmanuel Levinas, así lo he aprendido, es interminable, al igual que todas las reflexiones que son fuente y origen; porque nunca dejaré de empezar o empezar de nuevo a pensar en ellas como el fundamento del comienzo renovado que me ofrecen, y volveré a descubrirlas una y otra vez en casi cualquier tema. Cada vez que leo o releo a Levinas me siento colmado de gratitud y admiración; colmado por esa necesidad, que no es una limitación sino una fuerza amable que obliga y nos obliga, por respeto al otro, a no deformar ni torcer el espacio de pensamiento, sino a ceder ante la curvatura heterónoma que nos relaciona con el otro en su completud (o sea, con la justicia, como Levinas lo afirma en una formidable y poderosa elipse: “la relación con el otro, es decir, la justicia”), que responde a la ley que de esa forma nos convoca a ceder ante la anterioridad infinita del otro en su completud. Así llegó, al igual que esta convocatoria, a alterar discreta pero irreversiblemente las ideas más poderosas del fin del milenio, empezando por las de Husserl y Heidegger a quienes, de hecho, Levinas introdujo en Francia hace ya sesenta y cinco años. Este país que tanto apreciaba por su hospitalidad (y Totalidad e infinito —p. 305— no sólo muestra que “la esencia del idioma es bondad”, sino que “es amistad y hospitalidad”), esta Francia le debe a él, entre otras cosas, entre tantas contribuciones significativas, al menos dos acontecimientos nodales del pensamiento, dos actos inaugurales que hoy son difíciles de aquilatar, porque han sido incorporados al cuerpo de nuestra cultura filosófica después de haber transformado su paisaje.
Uno fue, para decirlo brevemente, la primera introducción a la fenomenología de Husserl, iniciada en 1930 con traducciones y lecturas interpretativas, que irrigaría y fecundaría tantas corrientes filosóficas francesas. Después, o mejor dicho al mismo tiempo, concibió la introducción al pensamiento heideggeriano, que no fue menos importante para definir la genealogía de muchos filósofos, profesores y estudiantes franceses. Husserl y Heidegger a un mismo tiempo a partir de 1930. Anoche releí unas páginas de ese prodigioso libro que fue para mí, así como para tantos otros antes que yo, la primera y mejor guía. Escogí unas cuantas frases que han dejado su marca en el tiempo y que nos permiten medir la distancia que nos ayudó a cubrir. En 1930, un joven de veintitrés años dijo en el prefacio que releí anoche y releí sonriendo, sonriéndole: “El hecho de que en Francia la fenomenología no sea una doctrina conocida para todos ha sido un problema constante para escribir este libro”. O al hablar de la “poderosa y original filosofía” del “señor Martin Heidegger, cuya influencia se siente a menudo en este libro”, el mismo libro recuerda que “el problema ocasionado aquí por la fenomenología trascendental es un problema ontológico en el sentido preciso que Heidegger le da a este término”. (Théorie de l’intuition dans la phénoménologie de Husserl, p. 7.)
El segundo acontecimiento, el segundo cisma filosófico, diría yo el feliz traumatismo que le debemos (en el sentido de la palabra traumatismo que le gustaba recordar, el “traumatismo del otro” que viene del Otro), es que al leer con cuidado y reinterpretar a los pensadores que acabo de mencionar, pero también a tantos otros, filósofos como Descartes, Kant y Kierkegaard, escritores como Dostoyevski, Kafka, Proust, por mencionar algunos —y difundía sus palabras a través de publicaciones, cursos y lecturas (en l’École Normale Israélite Orientale, en el Collège Philosophique y en las universidades de Poitiers, Nanterre y La Sorbonne)—, Emmanuel Levinas desplazó paulatinamente el eje, la trayectoria e incluso el orden de la fenomenología u ontología, que él había introducido en Francia desde 1930, hasta lograr moldearlos con rigor y bajo una condición inflexible y simple. Una vez más, Levinas cambió por completo el paisaje sin paisaje del pensamiento, y lo hizo en una forma digna, sin polémica, desde su interior, con fidelidad y desde lo lejos, desde el acotamiento de un lugar completamente diferente. Creo que lo que ocurrió ahí, en esta segunda travesía, en esta segunda ocasión en que nos lleva más lejos aún que en la primera, es una mutación discreta pero irreversible, una de esas provocaciones singulares, poderosas y raras que se dan en la historia y que, durante más de dos mil años, han marcado de manera indeleble el espacio y el cuerpo de lo que acaso es, o es diferente, a un simple diálogo entre el pensamiento judío y las otras formas de pensamiento, las filosofías de origen griego o, en la tradición de un cierto “aquí estoy”, los otros monoteísmos abrahámicos. Esta mutación se dio a través de él, a través de Levinas que fue consciente de esa inmensa responsabilidad de una manera, creo yo, a la vez transparente, confiada, tranquila y modesta, como un profeta.
Uno de los indicios de las repercusiones de esta onda histórica de choque es la influencia de su pensamiento más allá de la filosofía y del pensamiento judío, en varios círculos de la teología cristiana, por ejemplo. No puedo olvidar el día en el que, durante una reunión del Congrès des Intellectuels Juifs, mientras los dos escuchábamos la ponencia de André Neher, Levinas volteó hacia mí y dijo con esa suave ironía que nos era tan familiar: “Ves, él es el judío protestante y yo soy el católico” –agudo comentario que invitaría a una larga y seria reflexión.
Todo lo que ha pasado aquí ha pasado a través de él, gracias a él, y hemos tenido la suerte no sólo de recibirlo en vida, de él en vida, como una responsabilidad delegada por los vivos a los vivos, sino también de debérselo mediante una deuda cándida y amable. Un día, hablando con Levinas sobre sus investigaciones acerca de la muerte y de lo que le debía a Heidegger en el mismo momento en que se estaba alejando de él, escribió: [La muerte y el tiempo] “Se distingue del pensamiento de Heidegger y lo hace a pesar de la deuda que todo pensador contemporáneo tiene con Heidegger —una deuda que con frecuencia nos pesa—” (MT, p. 8 ). La buena fortuna de nuestra deuda con Levinas es que nosotros podemos, gracias a él, asumirla y afirmarla sin pesar, en la entusiasta inocencia de la admiración. Se trata del orden de este sí incondicional del que hablé antes y frente al que se responde “sí”. Este pesar, mi pesar, es no habérselo dicho y no habérselo demostrado suficientemente en el curso de los treinta años durante los que, en la reserva del silencio, a través de conversaciones breves y discretas, de escritos que eran demasiado indirectos o cautos, nos dirigíamos con frecuencia entre nosotros lo que yo ni siquiera llamaría preguntas o respuestas, sino tal vez, para usar una más de sus palabras, una suerte de “pregunta, oración”, una pregunta-oración que, como él dijo, es anterior incluso al diálogo. Esta misma pregunta-oración que me encaminó hacia él, acaso compartida en la experiencia del à-Dieu, con la que empecé. El adiós del à-Dieu no marca el fin. “El à-Dieu no es una finalidad”, dice, desafiando la “alternativa entre el ser y la nada”, que “no es final”. El à-Dieu saluda al otro más allá del ser en “lo que significa más allá del ser la palabra gloria”. “El à-Dieu no es un proceso del ser; en el llamado soy de nuevo atraído al otro ser humano a través del cual este llamado tiene significado: al prójimo por el que debo temer” (C, p. 150).
Dije que no quería simplemente recordar lo que él nos confió del à-Dieu, sino en primer lugar decirle adiós, llamarlo por su nombre, decir su nombre, su primer nombre, de la manera en que se le llama en el momento en el que si ya no responde, es porque él responde en nosotros, desde el fondo de nuestros corazones, en nosotros y ante nosotros, en nosotros justo frente a nosotros, al llamarnos y recordarnos: “à-Dieu”.
Adieu, Emmanuel.


Traducido por José Manuel Saavedra e Isabel Correa