viernes, 8 de diciembre de 2006

El Principio Federativo. Introducción.


Cuando hace algunos meses, a propósito de un artículo sobre Italia, en el que yo defendía la federación contra la unidad, los periódicos belgas me acusaron de predicar la anexión de su país a Francia, mi sorpresa no tuvo límites. En principio no supe qué pensar: ¡Se trataba acaso de una alucinación del público, o de una trampa de la policía! Mi primera reacción fue la de preguntar a mis denunciadores si, me habían leído; en este caso, si se me podía dirigir seriamente semejante reproche. Ya se sabe cómo terminó para mí este increíble incidente.

Yo no me había apresurado a sacar partido de la amnistía que me autorizaba a volver a Francia, después de un exilio de más de cuatro años, pero entonces levanté la casa bruscamente. Sin embargo, cuando al regresar a mi país, y con el mismo motivo, he visto la prensa democrática acusarme de abandonar la causa de la revolución, gritar contra mí, no ya como anexionista, sino como apóstata, confieso que mi estupefacción llegó al límite. Me pregunté si yo era un Epiménides surgido de su caverna tras un siglo de sueño, o si, por azar, no era la propia democracia francesa quien, siguiendo las huellas del liberalismo belga, había sufrido un movimiento de retrogradación. Me parecía que federación y contrarrevolución o anexión eran términos incompatibles, pero me repugnaba creer en la defección masiva del partido al que hasta entonces me había sentido vinculado, el cual, no contento con renegar de sus principios iba a llegar, en su fiebre unificadora, hasta traicionar a su país. ¿Me estaba volviendo loco, o es que, en lo que a mí respecta, el mundo se había puesto a girar en sentido contrario?

A la manera de la rata de Lafontaine, recelando por debajo de todo ello alguna maquinación, consideré que la decisión más sabia era la de demorar mi respuesta y observar por espacio de algún tiempo el estado de los espíritus. Comprendí que iba a verme obligado a tomar una resolución enérgica y tenía necesidad, antes de actuar, de orientarme sobre un terreno que, después de mi salida de Francia, parecía haber sido removido, y donde los hombres que yo había conocido se me representaban con figuras extrañas.

¿Dónde está hoy el pueblo francés?, me pregunté. ¿Qué está sucediendo en las diferentes clases de la sociedad? ¿Qué idea ha germinado en la opinión, y cuáles son los sueños de las masas? ¿Dónde va la nación? ¿Dónde está el porvenir? ¿A quién seguiremos y por quién nos juramentaremos?

Iba de este modo interrogando a hombres y cosas, buscando angustiadamente y no recogiendo sino respuestas desoladas. Que el lector me permita comunicarle mis observaciones: servirán de justificación a un trabajo en el que confieso que el objeto está muy por encima de mis fuerzas.

He empezado por considerar en primer lugar a la clase media, lo que era llamado en otro tiempo burguesía, y que ya no puede llevar ese nombre. La he hallado fiel a sus tradiciones, a sus tendencias, a sus máximas, aunque avanzando con paso acelerado hacia el proletariado. Que la clase media vuelva a ser dueña de ella misma y del poder; que sea llamada a rehacer una Constitución de acuerdo con sus ideas y una política de acuerdo con su corazón y se puede predecir con toda certeza lo que ocurrirá. Haciendo abstracción de toda preferencia dinástica, la clase media volverá al sistema de 1814 y 1830, salvo, acaso, con una leve modificación concerniente a la prerrogativa real, análoga a la rectificación hecha al artículo 14 de la Carta, después de la revolución de julio. La monarquía constitucional, en una palabra, he aquí lo que constituye todavía la fe política y el deseo secreto de la mayoría burguesa. He ahí la medida de la confianza que tiene en sí misma; ni su pensamiento ni su energía van más allá. Pero, precisamente a causa de esta predilección monárquica, la clase medía, aunque tenga numerosas y fuertes raíces en la actualidad, aunque por la inteligencia, la riqueza, el número, constituya la parte más considerable de la nación, no puede ser considerada como la expresión del porvenir; ella se revela como el partido por excelencia del statu quo es la personificación del statu quo.

Acto seguido he dirigido los ojos al gobierno, al partido de quien es órgano de una manera más especial y, debo decirlo, los he encontrado a ambos en el fondo iguales a sí mismos, fieles a la idea napoleónica, a pesar de las concesiones que les arrancan, por una parte, el espíritu del siglo, por otra, la influencia de esta clase medía, fuera de la cual y contra la cual ningún gobierno es posible. Que el imperio vuelva a todo el esplendor de su tradición, que su poder sea igual a su voluntad, y mañana tendremos con aquellos esplendores de 1804 y de 1809, las fronteras de 1812; volveremos a encontrarnos con el Tercer Imperio de Occidente, con sus tendencias a la universalidad y su autocracia inflexible. Ahora bien, precisamente a causa de esta fidelidad a su idea el Imperio, aun siendo la actualidad misma, no puede considerarse como expresión del porvenir, dado que, al afirmarse como conquistador y autocrático, negaría la libertad, pues él mismo, al prometer un coronamiento del edilicio, se ha presentado como un gobierno de transición. El Imperio, es la paz, ha dicho Napoleón III. Sea; pero entonces ¿cómo el Imperio no siendo ya la guerra, dejaría de ser el statu quo?

He observado a la Iglesia, y de buen grado le hago esta justicia: es inmutable. Fiel a su dogma, a su moral, a su disciplina tanto como a su Dios, no hace al siglo sino concesiones formales; no adopta su espíritu ni marcha con él al unísono: la Iglesia será la eternidad, si lo queréis así, la forma superior del statu quo: no es el progreso; no podría ser por consiguiente, la expresión del porvenir.

Igual que la clase media y los partidos dinásticos, igual que el Imperio y la Iglesia, también la democracia forma parte del presente, y lo será tanto tiempo como existan clases superiores a ella, una realeza y aspiraciones nobiliarias, una Iglesia y un sacerdocio; en tanto que la liberación política, económica y social no se haya realizado. Desde la Revolución francesa, la democracia ha tomado por divisa: Libertad, Igualdad. Como por su naturaleza y su función representa el movimiento, la vida, su consigna era: ¡Adelante! Así, la democracia podía presentarse, y acaso sólo ella podía hacerlo, como la expresión del porvenir; es efectivamente lo que el mundo ha querido tras la caída del primer Imperio y luego del advenimiento de la clase media. Pero para expresar el porvenir, para realizar las promesas, hacen falta principios, un derecho, una ciencia, una política, cosas todas ellas que la revolución parecía haber cimentado. Ahora bien, he aquí lo inaudito, la democracia se muestra infiel a sí misma; ha roto con sus orígenes, vuelve la espalda a sus destinos. Su conducta desde hace tres años ha sido una abdicación, un suicidio. Sin duda que no ha dejado de estar en el presente: pero como partido del porvenir ha dejado de existir. La conciencia democrática está vacía: se trata de un globo deshinchado que algunas sectas, algunos intrigantes políticos se arrojan unos a otros, pero que nadie puede devolver a su tersura prístina. Nada de ideas: en su lugar, fantasías novelescas, mitos, ídolos. El 89 está arrumbado, 1848 cubierto de infamias. Por lo demás no queda en ella ni sentido político, ni sentido moral ni sentido común; la ignorancia al máximo, la inspiración de los grandes días totalmente perdida. Lo que la posteridad no podrá creer es que, entre la multitud de lectores que paga á una prensa privilegiada, hay apenas uno por cada mil que sepa, ni siquiera por intuición, lo que significa la palabra federación. Sin duda que, en este caso, los anales de la revolución no podían instruirnos gran cosa; pero, de cualquier modo, no se es el partido del porvenir para inmovilizarse en las pasiones de siglos anteriores, y es deber de la democracia crear sus ideas, y modificar en consecuencia su consigna. La federación es el nombre nuevo bajo el que la libertad, la igualdad, la revolución con todas sus consecuencias han aparecido en 1859, a los ojos de la democracia. Y, sin embargo, ¡liberales y demócratas no han visto en él sino una conspiración reaccionaria! ...

Desde la institución del sufragio universal, la democracia, considerando llegado su reino y considerando que su gobierno había pasado las pruebas de aptitud, que por consiguiente lo único a discutir era la elección de los hombres, y que ella era la fórmula suprema del orden, la democracia, digo, ha querido constituirse a su vez en partido de statu quo. Apenas se adueña de la situación que empieza a adaptarse para el inmovilismo. Pero entonces ¿qué hacer cuando alguien se llama democracia, cuando representa a la revolución y cuando, sin embargo, se llega al inmovilismo? ¡La democracia ha pensado que su misión consistía en reparar las viejas injusticias, en resucitar las naciones afligidas, en una palabra, en rehacer su historia! Esto es lo que expresa por la palabra NACIONALIDAD, escrito en el frontispicio de su nuevo programa. No satisfecha de convertirse en el partido del statu quo, se ha convertido en partido retrógrado.

Y como la nacionalidad, tal como la comprende y la interpreta la democracia tiene como corolario la unidad, ha consagrado definitivamente su abjuración, declarándose definitivamente poder absoluto, indivisible e inmutable.

La nacionalidad y la unidad, he aquí pues la fe, la ley, la razón de Estado, he aquí los dioses actuales de la democracia. Pero para ella la nacionalidad es sólo una palabra, puesto que en el pensamiento de los demócratas sólo representa sombras chinescas. En cuanto a la unidad, veremos en el curso de este escrito lo que cabe pensar del régimen unitario. Pero mientras tanto, puedo afirmar, a propósito de Italia y de las manipulaciones de que ha sido objeto la Carta política de ese país, que esa unidad, por la que sienten tan vivo entusiasmo tantos supuestos amigos del pueblo y del progreso, no es otra cosa en el fuero interno de los hábiles, que un negocio, un gran negocio, mitad dinástico y mitad bancocrático, barnizado de liberalismo, salpicado de conspiración y a la que algunos honrados republicanos, mal informados o engañados, sirven de introductores.

A tal democracia, tal periodismo. Desde la época en que en el Manual del especulador de Bolsa fustigaba yo el papel mercenario de la prensa este papel no ha cambiado. No ha hecho sino ampliar la onda de sus operaciones. Todo lo que en otro tiempo poseía de razón, de espíritu, de crítica, de conocimientos, de elocuencia, ha queda do, resumido, salvo raras excepciones, en estos dos vocablos que tomo del vocablo profesional: difamación y reclamo. Habiendo sido confiada la cuestión italiana a los periódicos, esas estimables piezas de papel, ni más ni menos que si se hubiera tratado de sociedades en comandita, o como una claque obediente a la señal de un jefe, empezaron motejándome de mixtificador, malabarista, borbónico, papista, Erostrato, renegado, vendido, y resumo la letanía. Luego, adoptando un tono más sereno empezaron a recordar que yo era el enemigo irreconciliable del Imperio y de todo gobierno, de la Iglesia y de toda religión, así como de toda moral; un materialista, un anarquista, un ateo, una especie de Catilina literario capaz de sacrificar todo, tanto pudor como buen sentido, al deseo de hacer hablar de él, y cuya táctica esencial, en lo sucesivo, consistía en asociar astutamente la causa del emperador a la del Papa, y empujando a los dos contra la democracia, arruinar al mismo tiempo a todos los ,partidos y a todas las opiniones, para elevar finalmente un monumento a mi orgullo sobre los escombros del orden social. Tal ha sido el sentido profundo de las críticas de Le Siècle, L'Opínion natiónale, La Presse, L'Echo de la Presse, La Patrie, Le Pays, Les Débats: y aún omito algunos, pues no he leído todo sobre el tema. En esta ocasión se ha recordado que yo había sido la causa principal de la caída de la República, y ha habido demócrata de cerebro tan confuso como para murmurarme al oído que semejante escándalo no volvería a producirse, que la democracia había superado las locuras de 1848, y que era a mi a quien ella destinaba sus primeras balas conservadoras.

No quisiera dar la impresión de atribuir a estas ridículas violencias, dignas de los órganos que las inspiran, más importancia de la que merecen. Las cito como ejemplo de la influencia del periodismo contemporáneo y como testimonio del estado de los espíritus Pero si mi amor propio como individuo, si mi con ciencia como ciudadano está por encima de tales ataques, no ocurre lo mismo con mi dignidad de escritor intérprete de la revolución. Estoy cansado de los ultrajes de una democracia decrépita y de las afrentas de sus periódicos. Después del 10 de diciembre de 1848, viendo la masa del país y todo el poder del Estado vuelto contra lo que me parecía ser la revolución, intenté aproximarme a un partido que, si bien desprovisto de ideas, tenía aún la aureola del prestigio. Fue un error que he lamentado amargamente, pero que aún estoy a tiempo de rectificar. Seamos nosotros mismos si queremos ser algo; formamos, si hay lugar, con nuestros adversarios y nuestros rivales, federaciones, pero nunca fusiones. Lo que me está ocurriendo desde hace tres meses me ha hecho tomar esta decisión, sin posible retroceso. Entre un partido que en una filosofía del derecho ha sabido descubrir un sistema de tiranía y en las maniobras de la especulación un progreso; para el que los hábitos del absolutismo son virtud republicana y las prerrogativas de la libertad una rebelión; entre este partido, digo, y el hombre que busca la verdad de la revolución y su justicia, no puede haber nada común. La separación es necesaria y, sin resentimiento, pero sin temor, la llevo a cabo.

En el curso de la primera revolución, los jacobinos, experimentando de vez en cuando la necesidad de purificar su sociedad, llevaban a efecto en ellos mismos lo que entonces se llamaba una depuración. Invito a una manifestación de este género a cuantos amigos sinceros y esclarecidos de las ideas del 89 puedan quedar. Seguro del apoyo de una élite, contando con el buen sentido de las masas, en lo que a mí se refiere rompo con una facción que ya no representa nada. Aunque no llegásemos jamás a un centenar, es suficiente para lo que me atrevo a emprender. En todo tiempo la verdad ha servido a quienes le han sido fieles; aunque hubiese de sucumbir víctima de aquéllos a quienes me dispongo a combatir, tendré, al menos, el consuelo de pensar que, una vez mi voz silenciada, mi pensamiento obtendrá justicia y que, antes o después, mis propios enemigos serán mis émulos.

Pero, ¿qué estoy diciendo en realidad? No habrá ni batalla ni ejecución: el veredicto del público me ha dado de antemano la razón. ¿No ha corrido el rumor, repetido por diversos periódicos, de que la respuesta que publico en este instante tendría por título: ¿Los Iscariotes?... Pero esta justicia reside sólo en la opinión. Sería un error por mi parte encabezar mi trabajo con ese llamativo título, demasiado merecido para algunos. En el curso de los dos meses que me ocupo en pulsar el estado de las almas, he podido comprobar que si la democracia abunda en judas, hay en ella muchos más San Pedros todavía, y escribo tanto para éstos como para aquéllos. Por consiguiente, he renunciado al placer de una vendetta; me tendré por muy dichoso si, como el gallo de la Pasión, puedo contribuir a fortalecer en ellos tanto vacilante valor, restituyéndoles a la vez conciencia y entendimiento.

Dado que, en una publicación cuya forma era más bien literaria que didáctica, se ha simulado no comprender el pensamiento esencial, me veo obligado a volver a los procedimientos de la escuela y a argumentar de modo sistemático. Divido, pues, este trabajo, mucho más extenso de lo que hubiera deseado, en tres partes: la primera, la más importante para mis ex-correligionarios políticos, cuya razón veo gravemente afectada, tendrá como objeto establecer los principios de la materia de que se trata; en la segunda haré la aplicación de estos principios a la cuestión italiana y al estado general de cosas. Mostraré la insensatez y la inmoralidad de la política unitaria; en la tercera, responderé a las objeciones de aquellos señores periodistas, benevolentes u hostiles, que han considerado su deber ocuparse de mi último trabajo, y haré ver por medio de su ejemplo el peligro que corre la razón de las masas, bajo la influencia de una teoría destructora de toda individualidad.

Ruego a las personas, no importa la opinión que profesen, que, aun rechazando más o menos el fondo de mis ideas, han acogido mis primeras observaciones sobre Italia con alguna consideración, que sigan manifestándome su simpatía; por lo que a mí respecta, trabajaré por que, en medio del caos intelectual y moral en que estamos sumergidos, en esta hora en que los partidos solamente se distinguen como los caballeros combatientes de los torneos, por el color de sus penachos los hombres de buena voluntad, llegados desde todos los puntos del horizonte, hallen al fin una tierra sagrada en la que, cuando menos, puedan ofrecerse una mano leal y hablar un lenguaje común.

Esta tierra sagrada es la del derecho, la moral, la libertad, el respeto a la humanidad en todas sus manifestaciones, individuo, familia, asociación, ciudadanía; la tierra de la pura y franca justicia donde fraternizan, sin distinción de partido, escuela, cultos, remordimientos, esperanzas, todas las almas generosas. En cuanto a esta fracción degenerada de la democracia, que ha creído poder avergonzarme con lo que denomina los aplausos de la prensa legitimista, clerical e imperial, sólo les dirigiré por el momento unas palabras: que la vergüenza, si tal existe, debe caer plenamente sobre ella. Era a ella a quien le correspondía aplaudirme: y el mayor servicio que podré hacerle será el de demostrarlo de modo fehaciente.

Pierre Joseph Proudhon. El principio federativo (1864)

Constitución Progresiva


La historia y el análisis, la teoría y el empirismo, nos han conducido, a través de las agitaciones de la libertad y del poder, a la idea de un contrato político.

Aplicando luego esta idea y procurando darnos cuenta de ella, hemos reconocido que el contrato social por excelencia es un contrato de federación, que hemos definido en estos términos: Un contrato sinalagmático y conmutativo para uno o muchos objetos determinados, cuya condición esencial es que los contratantes se reserven siempre una parte de soberanía y de acción mayor de la que ceden.

Es justamente lo contrario de lo que ha sucedido en los antiguos sistemas monárquicos, democráticos y constitucionales, donde por la fuerza de las situaciones y el irresistible impulso de los principios, se supone que los individuos y grupos han abdicado en manos de una autoridad, ya impuesta, ya elegida, toda su soberanía, y obtenido menos derechos, y conservado menos garantías y menos iniciativa que cargas y deberes tienen.

Esta definición del contrato federativo es un paso inmenso que va a darnos la solución tan prolijamente buscada.

El problema político, hemos dicho en el capítulo I, reducido a si más sencilla expresión, consiste en hallar el equilibrio entre dos elementos contrarios, la autoridad y la libertad. Todo equilibrio falso produce inmediatamente para el Estado desorden y ruina, para los ciudadanos opresión y miseria. En otros términos: las anomalías o perturbaciones del orden social resultan del antagonismo de sus principios, y desaparecerán en cuanto los principios estén coordinados de suerte que no puedan hacerse daño.

Equilibrar dos fuerzas es sujetarlas a una ley que, teniéndolas a raya la una por la otra, las ponga de acuerdo. ¿Quién va a proporcionarnos ese nuevo elemento superior a la autoridad y a la libertad, convertido en el elemento dominante del Estado por voluntad de entramos? El contrato, cuyo tenor constituye DERECHO y se impone por igual a las dos fuerzas rivales.

Mas en una naturaleza concreta y viva, tal como la sociedad, no se puede reducir el Derecho a una noción puramente abstracta, a una aspiración indefinida de la conciencia, cosa que sería echarnos de nuevo en la ficciones y los mitos. Para fundar la sociedad es preciso no ya tan sólo sentar una idea, sino también verificar un acto jurídico, esto es, celebrar un verdadero contrato. Así lo sentían los hombres del 89 cuando acometieron la empresa de dar una Constitución a Francia, y así lo han sentido cuantos poderes han venido tras ellos. Desgraciadamente, si no les faltaba buena voluntad, carecían de luces suficientes: ha faltado hasta aquí notario para redactar el contrato. Sabemos ya cuál debe ser su espíritu; probemos ahora de hacer la minuta de su contenido.

Todos los artículos de una constitución pueden reducirse a uno solo, el que se refiere al papel y a la competencia de ese gran funcionario que se llama el Estado. Nuestras asambleas nacionales se han ocupado a más y mejor en distinguir y separar los poderes, es decir, en determinar la acción del Estado; de la competencia del Estado en sí misma, de su extensión, de su objeto, no se ha preocupado gran cosa nadie. Se ha pensado en la partición, como ha dicho cándidamente un ministro de 1848; en cuanto a la cosa a repartir, se ha creído generalmente que cuanto mayor fuese más grande sería el banquete. Y, sin embargo, deslindar el papel del Estado es una cuestión de vida o muerte para la libertad, tanto individual como colectiva.

Lo único que podía ponernos en el camino de la verdad era el contrato de federación, que por su esencia no puede menos de reservar siempre más a los individuos que al Estado, más a las autoridades municipales y provinciales que a la central.

En una sociedad libre, el papel del Estado o Gobierno está principalmente en legislar, instituir, crear, inaugurar, instalar, lo menos posible en ejecutar. En esto el nombre de poder ejecutivo, por el cual se designa uno de los aspectos del poder soberano, ha contribuido singularmente a falsear las ideas. El Estado no es un empresario de servicios públicos; esto sería asimilarle a los industriales que se encargan por un precio alzado de los trabajos del municipio. El Estado, bien ordene, bien obre o vigile, es el generador y el supremo director del movimiento; si algunas veces pone mano a la obra, es sólo para impulsar y dar ejemplo. Verificada la creación, hecha la instalación o la inauguración, el Estado se retira, dejando á las autoridades locales y a los ciudadanos la ejecución del nuevo servicio.

El Estado, por ejemplo, es el que fija los pesos y las medidas, el que da el modelo, el valor y las divisiones de la moneda. Proporcionados los tipos, hecha la primera emisión, la fabricación de las monedas de oro, plata y cobre deja de ser una función pública, un empleo del Estado, una atribución ministerial; es una industria que incumbe a las ciudades, y que nada obstaría que en caso necesario fuese del todo libre, del mismo modo que lo es la fabricación de las balanzas, de las básculas, de los toneles y de toda clase de medidas. La única ley es en esto la mayor baratura. ¿ Qué se exige en Francia para que sea reputada de ley la moneda de oro y plata? Que tenga nueve décimos de metal fino, uno sólo de liga. No me opongo, antes quiero que haya un inspector que siga y vigile la fabricación de la moneda; pero sí sostengo que no va más allá el deber ni el derecho del Estado.

Lo que digo de la moneda, lo repito de una multitud de servicios que se han dejado abusivamente en manos del Gobierno: caminos, canales, tabacos, correos, telégrafos, caminos de hierro, etc. Comprendo, admito, reclamo si es necesario, la intervención del Estado en todas esas grandes creaciones de utilidad pública; pero no veo la necesidad de dejarlas en sus manos después de entregadas al uso de los ciudadanos. Semejante centralización constituye a mis ojos un exceso de atribuciones. He pedido en 1848 la intervención del Estado para el establecimiento de bancos nacionales, instituciones de crédito, de previsión, de seguros, así como para los ferrocarriles; jamás he tenido la idea de que el Estado, una vez creados, debiese seguir para siempre jamás siendo banquero, asegurador, transportista, etc. No creo a la verdad que sea posible organizar la instrucción del pueblo sin un grande esfuerzo de la autoridad central; pero no por esto soy menos partidario de la libertad de enseñanza que de las demás libertades. Quiero que la escuela esté tan radicalmente separada del Estado como la misma Iglesia. Enhorabuena que haya un Tribunal de Cuentas, del mismo modo que buenas oficinas de estadística encargadas de reunir, verificar y generalizar todos los datos, así como todas las transacciones y operaciones de hacienda que se hagan en toda la superficie de la República; pero ¿a qué hacer pasar todos los gastos e ingresos por las manos de un tesorero, recaudador o pagador único, de un ministro de Estado, cuando el Estado por su naturaleza debe tener pocos o ningunos servicios a su cargo, y, por tanto, pocos o ningunos gastos? ¿Es también de verdadera necesidad que dependan de la autoridad central los tribunales? Administrar justicia fue en todos tiempos la más alta atribución del príncipe, no lo ignoro; pero esto, que es todavía un resto de derecho divino, no podría ser reivindicado por ningún rey constitucional, y mucho menos por el jefe de un imperio, establecido por el voto de todos los ciudadanos. Desde el momento en que la idea del Derecho, humanizada, obtiene, como tal, preponderancia en el sistema político, es de rigurosa consecuencia que la magistratura sea independiente. Repugna que la justicia sea considerada como un atributo de la autoridad central o federal; no puede ser sino una delegación hecha por los ciudadanos a la autoridad municipal, cuando más a la de la provincia. La justicia es una atribución del hombre, de la cual no se le puede despojar por ninguna razón de Estado. No exceptúo de esta regla ni aun el servicio militar: en las repúblicas federales las milicias, los almacenes las fortalezas, no pasan a manos de las autoridades centrales sino en los casos de guerra y para el objeto especial de la guerra; fuera de ahí, soldados y armamento quedan en poder de las autoridades locales.

En una sociedad regularmente organizada, todo debe ir en continuo aumento: ciencia, industria, trabajo, riqueza, salud pública; la libertad y la moralidad deben seguir el mismo paso. En ella el movimiento, la vida, no paran un solo instante. Organo principal de ese movimiento, el Estado está siempre en acción, porqué tiene que satisfacer incesantemente nuevas necesidades y resolver nuevas cuestiones. Si su función de primer motor y de supremo director es, sin embargo, continua, en cambio sus obras no se repiten nunca. Es la más alta expresión del progreso. Ahora bien: ¿qué sucede cuando, como lo vemos en todas partes y se ha visto casi siempre, llena los mismos servicios que ha creado y cede a la tentación de acapararlos? De fundador se convierte en obrero; no es ya el genio de la colectividad que la fecunda, la dirige y la enriquece sin atarla; es una vasta compañía anónima de seiscientos mil empleados y seiscientos mil soldados, organizada para hacerlo todo, la cual, en lugar de servir de ayuda a la nación, a los municipios y a los particulares, los desposee y los estruja. La corrupción, la malversación, la relajación, invaden pronto el sistema; el Poder, ocupado en sostenerse, en aumentar sus prerrogativas, en multiplicar sus servicios, en engrosar su presupuesto, pierde de vista su verdadero papel y cae en la autocracia y el inmovilismo; el cuerpo social sufre; la nación, contra su ley histórica, entra en un período de decadencia.

Hemos hecho observar en el capítulo VI que en la evolución de los Estados la autoridad y la libertad se suceden lógica y cronológicamente; que además la primera está en continuo descenso, y la segunda asciende; que el Gobierno, expresión de la autoridad, va quedando insensiblemente subalternizado por los representantes u órganos de la libertad: el Poder central, por los diputados de los departamentos o provincias; la autoridad provincial, por los delegados de los municipios; la autoridad municipal, por los habitantes; que así la libertad aspira a la preponderancia, la autoridad a ser la servidora de la libertad, y el principio consensual a reemplazar por todas partes el principio de autoridad en los negocios públicos.

Si estos hechos son ciertos, la consecuencia no puede ser dudosa. En conformidad a la naturaleza de las cosas y al juego de los principios, estando la autoridad constantemente en retirada y avanzando la libertad sobre ella, de manera que las dos se sigan sin jamás chocar, la constitución de la sociedad es esencialmente progresiva, es decir, de día en día más liberal, hecho que no puede verificarse sino en un sistema donde la jerarquía gubernamental, en lugar de estar sentada sobre su vértice, lo esté anchamente sobre su base, quiero decir, en el sistema federativo.

En eso está toda la ciencia constitucional que voy a resumir en tres proposiciones:



1.ª Conviene formar grupos, ni muy grandes ni muy pequeños, que sean respectivamente soberanos, y unirlos por medio de un pacto federal.

2.ª Conviene organizar en cada Estado federado el gobierno con arreglo a la ley de separación de órganos o de funciones; esto es, separar en el poder todo lo que sea separable, definir todo lo que sea definible, distribuir entre distintos funcionarios y órganos todo lo que haya sido definido y separado, no dejar nada indiviso, rodear por fin la administración pública de todas las condiciones de publicidad y vigilancia.

3.ª Conviene que en vez de refundir los Estados federados o las autoridades provinciales y municipales en una autoridad central, se reduzcan las atribuciones de ésta a un simple papel de iniciativa, garantía mutua y vigilancia, sin que sus decretos puedan ser ejecutados sino previo el visto bueno de los gobiernos confederados y por agentes puestos a sus órdenes, como sucede en la monarquía constitucional, donde toda orden que emana del rey no puede ser ejecutada sin el refrendo de un ministro.



La división de poderes, tal como era aplicada por la Constitución de 1830, es, a no dudarlo, una institución magnífica y de grandes alcances; pero es pueril restringirla a los miembros de un gabinete. No debe dividirse el gobierno de un país solamente entre siete u ocho hombres escogidos del seno de una mayoría parlamentaria, y que sufran la censura de una minoría de oposición; debe serio entre las provincias y los municipios, so pena de que la vida política abandone las extremidades y refluya al centro, y la nación, hidrocéfala, caiga en completo marasmo.

El sistema federativo es aplicable a todas las naciones y a todas las épocas, puesto que la humanidad es progresiva en todas sus generaciones y en todas sus razas; y la política de la federación, que es por excelencia la del progreso, consiste en tratar a cada pueblo, en todos y cualesquiera de sus períodos, por un régimen de autoridad y centralización decrecientes que corresponda al estado de los espíritus y de las costumbres.

Pierre Joseph Proudhon. Constitución Progresiva Cap.VII de El Principio Federativo (1864)