jueves, 27 de marzo de 2008

Giovanni Sartori: "Democracia"

El concepto democracia hace referencia tanto a un conjunto de ideales como a un sistema político, rasgo que comparte con los términos socialismo y comunismo. Su significado, sin embargo, es más difícil de precisar que el de socialismo o comunismo; en tanto que estos últimos tienen en el marxismo su matriz ideológica o, al menos, un punto de referencia, la democracia nunca se ha identificado con una fuente doctrinal específica, siendo más bien una secuela del total desarrollo de la civilización occidental. No es, pues, de extrañar que en la medida en que la democracia ha llegado a ser un término universalmente apreciado, su contenido se haya dilatado abusivamente hasta convertirse en el más ambiguo de todos estos términos. No todos los sistemas políticos se proclaman socialistas, pero hasta los sistemas comunistas se declaran democráticos. A partir de la segunda guerra mundial, la democracia se encuentra a la orden del día; según señalaba un informe de la UNESCO

por primera vez en la historia del mundo... los políticos profesionales y los pensadores políticos están de acuerdo en acentuar el elemento democrático en las instituciones que defienden o en las teorías que propugnan (United Nations, 1951, pág. 522).

Una reacción frente a este estado de cosas ha consistido en evitar el empleo del término. Se ha proclamado vigorosamente que

..las discusiones sobre la democracia...carecen de valor intelectual, ya que no sabemos de lo que estamos hablando (Jouvenel 1945, página 338, edición de 1948).

Cabe, por supuesto, la posibilidad de llevar a cabo una disección del término de modo tan analítico como sea posible.


Sentido y alcance

La legitimidad democrática.
La democracia es, para empezar, un principio de legitimidad. Concebida de esta forma, constituye el mínimo y el único común denominador de toda doctrina democrática. Desde el punto de vista democrático nadie niega, en efecto, que el poder solo es legítimo cuando procede de la autoriad del pueblo y está basado en su consentimiento.
Nadie pone en duda que la democracia es la negación de la autocracia. Pero el acuerdo no va más allá y se apoya sobre bases muy frágiles. En efecto, la democracia, como principio de legitimación, se presta a dos interpretaciones divergentes: (1) que el consentimiento del pueblo puede consistir en una mera presunción, en un supuesto no verificado; o (2) que no existe un consentimiento democrático si no es verificado mediante procedimientos ad hoc (que excluyen, sobre todo, el consentimiento por simple aclamación).

Por lo demás, estas concepciones contrapuestas tienen que ver con un desacuerdo más fundamental acerca del verdadero significado del concepto pueblo cuestión, desde luego, realmente espinosa.
El pueblo puede ser entendido como un término singular (de hecho Volk, people y popolo son nombres singulares en alemán, francés e italiano) o plural, es decir, como una entidad única o como todo el mundo. Está claro que es solo en este último sentido en que el pueblo requiere una legitimidad comprobada mediante una serie de procedimientos dignos de confianza, ya que, concebido como entidad o como unidad orgánica, es fácil presumir una legitimidad popular fundada exclusivamente en la aclamación o en las manifestaciones plebiscitarias. Así, pues, sobre la base de una concepción de la democracia como simple principio de legitimidad, cualquier gobierno puede pretender el título de democracia mediante el simple paso del consesus real al supuesto. En consecuencia, el consentimiento popular no es suficiente por sí solo para calificar a un sistema político concreto de democrático. Esta calificación solo puede venir de los procedimientos a través de los cuales se expresa el consentimiento, y estos son controvertibles.

La perspectiva normativa.
Desde un punto de vista normativo, la definición de la democracia deriva estrictamente del sentido literal del término, es decir, poder del pueblo. Podemos decir que el debe ser de la democracia está contenido en la propia etimología del término. No obstante, existen tres enfoques normativos diferentes: polémico, realista y perfeccionista o utópico. Como concepto contradictorio, la democracia señala lo que no debe ser; el realismo normativista apunta hacia lo que podría ser, mientras que las perspectiva normativa utópica presenta la imagen de la sociedad perfecta que debe ser. Además, en la medida en que esta actitud normativa está esencialmente orientada hacia el futuro, se convierte fácilmente en futurismo, en el sentido de que la democracia se identifica con una proyección a largo plazo sin relación con los hechos cotidianos. El empleo de medios no democráticos para alcanzar fines democráticos encuentra, precisamente, su justificación en esta actitud.

La perspectiva descriptiva.
Un punto de vista descriptivo conduce a definiciones que tienen muy poco que ver, si es que tienen algo, con las de carácter normativo. Una concepción basada en lo que la democracia es en la realidad raramente, o nunca, hace referencia a la noción de pueblo.
Las democracias actuales son, en realidad, como Dahl ha señalado, poliarquías (1956 pp. 63-89); las definiciones propuestas por la mayor parte de los autores describen a la democracia como un sistema basado en partidos en concurrencia, en el que la mayoría gobernante respeta los derechos de las minorías. El análisis se centra, en consecuencia. en los conceptos de representación, gobierno de la mayoría, oposición, concurrencia, turno de gobierno, control y otros semejantes, pero muy raramente en la noción de un pueblo que se gobierna a si mismo. Pero, incluso desde el punto de vista descriptivo, los enfoques pueden ser completamente diferentes: estructural, procedimental o behaviorista. No se trata, empero, de diferenciaciones muy precisas, ya que tanto las estructuras como los procedimientos de la democracia están destinados a inspirar y exigir una determinada conducta. Sin embargo, los procedimientos no están necesariamente determinados por las estructuras institucionales, y, además, la definición behaviorista puede ser incompatible con las otras dos, según veremos posteriormente.

La perspectiva tipológica.
La democracia es también un tipo posible de sistema político entre otros varios y, desde este punto de vista, el problema consiste en definir las propiedades que la distinguen de las comunidades no democráticas. Incluso desde este supuesto se suele caracterizar la democracia más en función de un debe ser que en función del ser, olvidando que la identidad de un sistema político nunca puede establecerse en un terreno normativo, sino sobre bases fácticas, es decir, con referencia a la posibilidad de verificación que ofrece una consideración descriptiva.
Otra fuente de confusión se encuentra en la interacción de tres modelos diferentes. En ocasiones, la democracia es tomada en un sentido tan amplio que puede incluir todos los sistemas políticos que no constituyan abiertamente una dictadura. Esta identificación es puramente negativa: el patrón o modelo utilizado es demasiado laxo, proporcionando un tipo no específico. Sin embargo, dado que ningún sistema político ofrece una configuración bien definida en sus etapas iniciales, este patrón mínimo de democracia puede ser apto para referirse a su tipo inicial. En otros casos, los patrones son más rigurosos, y la democracia se identifica positivamente por la existencia de instituciones representativas desarrolladas y por el es establecimiento de un gobierno constitucional. (Friedrich 1937) Puesto que este es el caso de más frecuente, y también el sentido en que el término democracia es utilizado con mayor frecuencia, podemos hablar de él como del tipo medio o normal. Finalmente, cuando empleamos un patrón riguroso y nos referimos a sus realizaciones más altas, estamos en presencia del sentido más estricto de democracia, según el cual el término alude a un tipo desarrollado.
Según el patrón mínimo, casi medio mundo puede ser incluido en el reino de la democracia; según el patrón medio, el ámbito se reduce considerablemente; y, si empleamos el patrón más exigente, solo una docena de países han alcanzado un grado satisfactorio de democracia. No es preciso gran esfuerzo para imaginar con qué facilidad el calificativo democrático puede convertirse en antidemocrático (y viceversa) por el simple hecho de pasar de un patrón a otro.

La perspectiva dimensional.
También puede hacerse una distinción entre actividades en pequeña escala y actividades en gran escala, entre microdimensiones y macrodimensiones. La microdemocracia se aplica las relaciones directas, es decir, a los grupos pequeños. La macrodemocracia se aplica cuando una colectividad es demasiado grande y/o especialmente demasiado diseminada para permitir un intercambio directo entre sus miembros o cualquier género de relación inmediata. Esta distinción supone que la macrodemocracia no es simplemente la extensión de un microprototipo. Sus propiedades respectivas tienen muy poco, o nada, en común, al menos en el sentido de que las asociaciones voluntarias o las pequeñas entidades políticas no proporcionan ninguna orientación para la comprensión de las democracias políticas modernas. Es posible que constituyan el ingrediente principal de un sistema político democrático, pero no pueden sustituirlo ni dar razón del mismo; en particular, no proporcionan ningún modelo a la macrodemocracia. Puede argüirse, sin duda, que no es posible trazar una línea definida entre lo pequeño y lo grande, conceptos evidentemente relativos, pero tampoco puede ignorarse el hecho de que microdemocracia y macrodemocracia son realidades entre las que se da una relación inversa: cuanto mayor es la extensión geográfica de la democracia menor es su intensidad como experiencia real de participación en la adopción de decisiones.

Significados secundarios

Desde el momento de su acuñación, en el siglo V a. de J., hasta hace aproximadamente un siglo, el término democracia fue utilizado como un concepto político. Tocqueville quedó sorprendido, sin embargo, por el aspecto social de la democracia norteamericana, y desde entonces hablamos de democracia social. El marxismo, por su parte, ha popularizado la expresión democracia económica, mientras que el socialismo corporativo, sobre todo a partir del libro de los Webb, Industrial Democracy (1897), ha popularizado la etiqueta democracia industrial. Estas son las más importantes acepciones secundarias del término democracia, pero solo nos ocuparemos de ellas brevemente ya que nos interesa sobre todo el uso político original.

Democracia Social.
La democracia social se concibe generalmente como la condición y el estilo propios de una sociedad determinada, por lo que hay que distinguirla de la democracia socialista, que es un programa impuesto por el Estado a la sociedad. La expresión alude normalmente a la democratización de la sociedad, de la que son expresión sus hábitos y costumbres, y, sobre todo, a la creencia en lo que Bryce llamó igualdad de estimación, es decir, igual trato e igual respeto para todos los hombres. La democracia social puede caracterizarse, pues, por un ethos y un estilo de vida definidos por una nivelación general de las diferencias de status. Puede también referirse, por derivación, a una sociedad multigrupal, en la cual una red vigorosa de microdemocracias sostiene y da realidad a la macrodemocracia política.

Democracia económica.
Mientras que la democracia política se preocupa fundamentalmente con la igualdad jurídica y política, y la democracia social con la igualdad de status, la expresión democracia económica se aplica a la nivelación de la riqueza. En este sentido obvio y genérico el término se refiere a una democracia cuyo fin político primordial consiste en la redistribución de la riqueza y la nivelación de las oportunidades económicas.
Concebida así, la democracia económica presupone la democracia política, siendo en verdad la razón de ser de una forma de gobierno democrática.
Sin embargo, en el sentido marxista, que es con mucho el predominante al respecto, la democracia económica no presupone la democracia política, sino que la sustituye; consecuencia lógica de una concepción materialista de la historia que niega la autonomía de la política. Desde la perspectiva marxista, la democracia política carece en sí misma de valor, ya que es solo una superestructura de la explotación capitalista y burguesa que reduce la democracia política a democracia capitalista. Ahora bien: si eliminamos de nuestra perspectiva la esfera política no queda mucho que decir sobre la democracia en términos constructivos.
Es posible estar en contra de las falsas democracias existentes, pero ¿qué puede proponerse para reconstruir una verdadera democracia? Por consiguiente, es claro que, en el sentido marxista, la democracia económica es solo un concepto polémico, por lo demás distorsionado, ya que no representa realmente la otra cara de la democracia capitalista, sino de la economía capitalista. En otros términos, democracia solo quiere decir, en este contexto, un sistema económico, fundado, por otra parte, en el supuesto de que la política puede ser desalojada de su propia realidad.

Democracia industrial.
Democracia industrial es un concepto más estricto, pero más constructivo, para captar los problemas planteados por la idea de democracia económica. En su esencia, la democracia industrial significa la democracia en la fábrica. En muchos aspectos, es una adaptación de la fórmula griega a una sociedad industrial: es una microdemocracia en que el miembro de la comunidad política, el polítes, es sustituido por el miembro de una comunidad económica: el obrero. En su forma última, la democracia industrial exige el autogobierno de los trabajadores de cada fábrica, un autogobierno directo que podría o debería ser coronado a nivel nacional por una democracia funcional, es decir, por un sistema político basado en la representación funcional. En la práctica el ideal de la democracia industrial se ha materializado únicamente en cierto número de esquemas relativos a la participación de los trabajadores en la gestión: cogestión en Alemania y Austria, consejos de trabajadores y autogestión en Yugoslavia, y una serie de prácticas institucionalizadas de consulta mixta entre la dirección y los sindicatos en otros países (examinadas, en Clegg 1960).
Para resumir, nadie negará la importancia de la democracia social como base vital de la democracia política, y se admite también generalmente que la nivelación económica y la democracia industrial constituyen fines valiosos por sí mismos. Sin embargo, todas estas conceptualizaciones son accesorios en la medida en que presuponen, explícita o implícitamente, la democracia política. En otras palabras, estas democracias no son soberanas. Si el sistema político global no es democrático, la igualdad económica tiene poca significación y la democracia industrial puede ser eliminada en cualquier momento. Esta es la razón de que la democracia sea, primero y sobre todo, democracia política, teniendo en cuenta que la importancia del método político democrático reside principalmente en sus resultados no políticos (Frankel 1962, p. 167).

Democracia popular.
Las denominaciones democracia popular, democracia progresista, democracia soviética, u otras semejantes, plantean un problema específico. La dificultad no consiste simplemente en que se refieran a un conjunto de diversos elementos, sino en que cada uno de estos es tan huidizo que desafía a cualquier intento de análisis. Una democracia comunista es una democracia político-económica, una democracia macro-micro y, también, una democracia supra-infra. Es casi imposible, por tanto, clasificar una democracia popular en función de la distinción entre el significado político y el significado extrapolítico de la democracia. No obstante, la noción es evidentemente derivada y, en este sentido, puede considerarse como un significado secundario más de la democracia.
La expresión democracia popular fue acuñada y propagada, después de la segunda guerra mundial, como respuesta sincera a la bondad del término democracia; su carácter derivado es puesto también de manifiesto por su fragilidad. Cualquier discusión sobre la democracia de tipo comunista está básicamente confinada en un contexto normativo y se apoya, sobre todo, en la democracia normativo-futurista. En todo caso, es refractaria a toda verificación empírica, ya que la teoría comunista elude tanto los argumentos estructurales como los de procedimiento, ateniéndose exclusivamente a una definición conductista que no puede ser refutada. A partir de estos supuestos, no es de extrañar que la teoría comunista de la democracia fracase en el empeño de mostrar la realidad de este tipo de democracia. En definitiva. no es posible diferenciar mediante criterio alguno los sistemas etiquetados como democracia popular, democracia soviética etc., de los sistemas políticos no democráticos.


La democracia como forma de gobierno

Democracia griega y democracia moderna.
La democracia griega tal como fue practicada en Atenas durante el siglo IV a. de J., ha constituido la máxima encarnación del significado literal del término. Puede sostenerse, en efecto, que el demos ateniense tenia más kratos poder que el que haya podido tener posteriormente cualquier otro pueblo; al mismo tiempo, una democracia griega representa la máxima extensión concebible de una microdemocracia. Cuando el demos se congregaba, el sistema ateniense funcionaba realmente como una democracia municipal en la que unos miles de ciudadanos manifestaban su conformidad o disconformidad.
Es cierto que, cuando el demos estaba reunido, la democracia se expresaba fundamentalmente a través de decisiones aprobadas por aclamación, pero es igualmente cierto que esta dimensión municipal constituía solo el elemento espectacular del sistema; su elemento más efectivo consistía en el mecanismo en virtud del cual todos mandaban en cada uno, y cada uno en todos, según la expresión de Aristóteles; el ejercicio del poder era efectivo y ampliamente compartido gracias a una rápida rotación en los cargos públicos, la mayoría de los cuales, por otra parte, se proveían mediante sorteo. En ambos aspectos —la autonomía colectiva y el gobierno por rotación individual—, la democracia griega fue una democracia directa basada en la participación real de los ciudadanos en su gobierno.
La democracia moderna es enteramente diferente: no se basa en la participación, sino en la representación; no supone el ejercicio directo del poder, sino la delegación del poder; no es, en resumen, un sistema de autogobierno, sino un sistema de limitación y control del gobierno. En tanto que la democracia griega puede ser definida literalmente como un gobierno del pueblo sobre el pueblo, en la democracia moderna no se produce esta identidad entre los que gobiernan y los que son gobernados. Debe, por tanto, evitarse el error de creer que la participación electoral de nuestros días puede asimilarse a la participación real de ciudadano griego; con mayor motivo, no debe creerse que los diversos mecanismos que integran lo que llamamos democracia directa (iniciativa popular, referendum, etc.) pueden colmar el abismo que separa la democracia griega de la actual.
Ambas formas de democracia son también completamente diferentes en lo referente a la libertad política; en realidad, solo la forma actual admite la denominación democracia liberal. La vaguedad del término liberalismo, junto a la multiplicidad de aspectos de la libertad, han dado lugar a una controversia en torno al tema en la que muchos autores niegan rotundamente la existencia de libertad en la Antigüedad (Fustel de Coulanges 1864), mientras que otros (Havelock 1957) afirman exactamente lo contrario. No obstante, hay al menos un aspecto, por lo demás muy real, en el que podemos contrastar, siguiendo a Benjamín Constant, las diferencias entre la libertad antigua y la moderna. La libertad del ciudadano de la polis consistía en su participación en la soberanía, y no en una libertad de carácter individualista derivada y protegida por derechos personales. El individuo como tal, cada uno, se hallaba absorbido por el colectivo, es decir, todo el mundo; el polites existía para la polis, mientras que en el mundo actual puede decirse probablemente lo contrario, o sea que el Estado existe para los ciudadanos. Aunque esto no signifique que los griegos llamaran libertad a lo que nosotros consideramos opresión, sí que tiene relación, con el hecho de que su libertad dependía por completo de la existencia de una comunidad política difusa y relativamente pequeña apenas comparable al Estado, en el sentido actual del término, en la cual la libertad individual podía todavía ser asegurada por la participación de todos en el ejercicio de la soberanía.
Es absolutamente obvio que el tipo griego de democracia es inaplicable a las circunstancias modernas. Las sociedades políticas modernas son sociedades grandes. y cuanto mayor es el número de sus componentes, menos significativa y eficaz puede ser su participación. Las características espaciales o territoriales del moderno Estado nacional lo hacen por otra parte imposible, ya que el autogobierno propiamente dicho no puede darse entre ausentes: requiere un demos físicamente presente en el ágora. Finalmente, no debe escapar a nuestra consideración que la inmediatez de la democracia está estrechamente relacionada con el primitivismo político: el gobierno de todos por rotación es, en efecto, consecuencia de un bajo nivel de distinción, diferenciación y especialización de las funciones políticas.
Aparentemente estamos ante una paradoja. Para los griegos, la democracia, literalmente entendida, era una forma posible de gobierno. Para nosotros, en cambio, la democracia en sentido literal es una forma imposible de gobierno. He aquí la cuestión: ¿Por qué nos empeñamos en restaurar, después de 2,000 años de olvido y descrédito, un término cuyo sentido originario y literal manifiesta su evidente imposibilidad?
No es suficiente responder que atribuimos al término griego un significado diferente. Las palabras son importantes en sí mismas, y, además, lo cierto es que, en todo el mundo, el hombre común del siglo XX atribuye a la palabra democracia un sentido muy parecido al que le otorgaban los ciudadanos de la antigua Atenas: su lenguaje evoca un comportamiento, unas expectativas y unas exigencias similares. Tampoco podemos eludir el problema afirmando simplemente que la elección del término fue desafortunada.
Si la palabra democracia ha ganado aceptación no ha sido a pesar de su carácter utópico, sino precisamente a causa del mismo. No es, desde luego, una coincidencia que, mientras los griegos acuñaron el término para describir una forma posible de gobierno, nosotros lo hayamos reactualizado para prescribir una forma imposible. No hay duda de que en el mundo moderno democracia es, ante todo y sobre todo, un término normativo: no describe algo, sino que prescribe un ideal.

El ideal.
Los occidentales han vivido bajo sistemas democráticos tiempo suficiente como para haber alcanzado la fase de la desilusion democrática. No es, pues, extraño que tiendan a subestimar el impacto de los ideales y, especialmente, la fuerza de la (ilusión democrática), por envuelta que se presente en ropajes apocalípticos en el resto del mundo. Esto equivale a ignorar el tono peculiar de la política moderna y, lo que no deja de ser una ironía. el cambio radical que el racionalismo occidental ha operado en la actitud del hombre ante la historia.
Hasta la Ilustración, las formas políticas no fueron concebidas como paradigmas orientados hacia el futuro, ya que el paradigma esta en el pasado, en un paraíso perdido o en el estado de naturaleza. Durante milenios los pensadores políticos se preocuparon por el problema de lo que podía ser. Pero, desde la Revolución francesa, nuestro interés se centra en lo que debe ser. El liberalismo clásico pertenecía todavía a aquella época en la que los hombres se sentían satisfechos con regular el flujo de los acontecimientos; la democracia, el socialismo y el comunismo han surgido, en cambio, de una actitud prometéica, de la ambición de nadar contra la corriente. La diferencia entre las palabras liberalismo y democracia es algo más que descriptiva: es normativa. La última ha absorbido a la primera porque, en gran medida, democracia tiene un potencial utópico del que carece liberalismo.
En rigor, si consideramos cualquier otro criterio, la palabra liberalismo habría supuesto una elección más ventajosa, ya que no está asociada con ningún fracaso memorable: un experimento que había degenerado rápidamente en el gobierno faccioso —el gobierno del pobre contra el rico, según explicó de modo realista Aristóteles— y en el gobierno sin ley de la multitud. Además, el término liberalismo apunta al fin del ideal, tan largo tiempo perseguido, de una forma mixta y equilibrada de gobierno. En consecuencia, el éxito de la palabra democracia parece residir en la misma razón que antes había justificado su abandono, es decir, que democracia apunta hacia un ideal radical (no menos radicar que ideal que comunismo, hasta tal punto que, en un contexto puramente normativo, ambos ideales pueden asociarse).
Lo anterior no quiere decir por supuesto que el vocablo haya sido deliberadamente restaurado porque el hombre moderno haya caído en un temple utópico. La adopción de la palabra democracia fue también respuesta a la entrada en la política de masas en permanente crecimiento. Las pequeñas élites cultivadas de otros tiempos podían muy bien prescindir de miranda y credenda, para utilizar los términos de Charles Merrian, pero cuanto más se abre la política a masas relativamente incultas, más se precisa de esos miranda y credenda, necesarios tanto para alimentarlas como para movilizarlas y manipularlas.
Desde una perspectiva histórica es, pues, el debe, la deontología de la democracia, lo que se sitúa en primer plano. Un enfoque histórico ayuda, también, a situar en perspectiva a las diversas formas de normativismo democrático.
Durante el siglo XIX, el término democracia fue utilizado principalmente en los círculos progresistas como un ideal de oposición. Louis Hartz ha señalado que la imagen de la democracia que trazaron sus primeros apologistas consistía fundamentalmente en la negación de aquello que querían destruir (Cagambers y Salisbury 1960-1962, p. 27). Así concebida, la democracia no es otra cosa que el reverso del absolutismo, una noción polémica cuyo papel es oponerse, no proponer. La profesión de democracia es una manera de decir no a la desigualdad, la injusticia y la coerción. Pero, una vez que el enemigo ha sido derrotado, surge el problema de determinar qué es lo que debe ser, es decir, de definir positivamente la igualdad, la libertad y la justicia. Enfrentando a este problema, el normativismo democrático se escinde, sea que se adapte al mundo real, sea que se consolide en un perfeccionismo proyectado hacia el futuro.
El normativismo realista surge del conocimiento de principio contrario (Herz 1951, pp.. 168-189) o del principio del peligro contrario (Sartori 1962-1965, pp. 63-67). Sus formuladores parten de la base de que cuando un ideal se convierte en realidad, debe ser continuamente revisado según se aproxima a su culminación. En consecuencia, a medida que una democracia real se maximiza, más debe minimizarse su deontología. Si, dentro de un sistema democrático establecido, el debe de la democracia se mantiene en su forma extrema, actúa contra el mismo sistema que ha creado, produciendo, en suma, resultados opuestos.
El normativismo utópico, por su parte, mantiene una actitud de oposición en el interior de una democracia dada. Se niega a admitir que los ideales tengan una función compensadora y no está dispuesto a permitir que languidezca en la victoria. La actitud normativa consiste en maximizar los ideales en toda su pureza, como anticipación de un futuro en el que el debe se convertirá finalmente en un es.
Teóricamente, es posible desechar con facilidad tanto el normativismo de oposición como al utópico. Pero lo cierto es que vivimos en un tiempo en el que mucha gente espera todo de la democracia y en el que la marea alta del perfeccionismo democrático está todavía por llegar a la mayor parte de Asia, Africa e Iberoamérica. Nos encontramos, pues situados ante un dilema aparentemente irresoluble. Si, con el fin de procurar el triunfo de la democracia en el mundo tal cual es, hemos aceptado un normativismo realista, no podemos ignorar, empero, que una imagen realista, y a menudo desesperanzada, de la democracia será muy poco lo que puede ofrecer al mundo frente al enorme atractivo de la Utopía. Un normativismo realista pierde la dimensión de futuro, lo que significa que las democracias occidentales pueden muy bien perder el control sobre las potencialidades explosivas del ideal democrático.

La realidad.
El debe y el es de la democracia están inextricablemente unidos. Una democracia existe solamente cuando es el resultado de sus valores e ideales; tratar separadamente de los hechos y las normas no es más que una estratagema analítica. Pero no deja por ello de ser necesaria, ya que mientras la palabra democracia resulta adecuada para fines normativos, puede ser, sin embargo, sumamente inadecuada en el plano de la descripción. Solo en el mundo griego coincidieron el nombre y la realidad. En nuestro mundo, el sentido descriptivo de la democracia no puede ser explicado e inferido a partir de su significado literal.
Cuando llegamos al como de la democracia, la comunidad democrática se identifica usualmente por la forma de selección de sus líderes y por el hecho, que es también un corolario, de que su poder esté sometido a frenos y restricciones. Como señaló Schumpeter, en una democracia el papel del pueblo consiste en crear un gobierno, y, en consecuencia, el método democrático es un dispositivo institucional para producir decisiones políticas, en virtud del cual los individuos adquieren el poder de decidir a través de una lucha competitiva por los votos del pueblo (1942-1962, p. 269). El acento se pone abiertamente, en este caso, en el procedimiento, como sucede también en todas las definiciones centradas en el gobierno de la mayoría o los derechos de la minoría. Cuando tratamos en cambio, de los dispositivos y órganos institucionales de la (democracia constitucional), el interés dominante tiende a ser estructural. Pero, en muchos casos, ambos aspectos están tan íntimamente relacionados que podemos muy bien hablar de una definición mixta estructural-procedimental.
Es preciso, no obstante, establecer una rotunda separación entre democracia estructural-procedimental, por una parte, y la definición behaviorista de la democracia, por otra. Desde esta última perspectiva la democracia se identifica por la actividad de sus líderes, más que por el método utilizado para su selección, de donde puede deducirse que existe democracia siempre que nos hallamos ante un gobierno para el pueblo.
Nadie niega, por supuesto, que gobernar para el pueblo constituye el objetivo propio de un gobierno democrático, puesto que nadie afirma que las estructuras y los procedimientos democráticos constituyan por si mismos un fin.
La cuestión radica en decidir si el altruismo político debe dejarse en manos de los dioses o si debe asegurarse precisamente por medio de estructuras y de procedimientos democráticos. Además, la forma de comportarse de los gobernantes no basta para calificar a un sistema político. Un despotismo benevolente sigue siendo un despotismo por mucha benevolencia que el déspota llegue a desplegar. Por la misma razón, gobernar para el pueblo es demofilia, no democracia. La democracia es definitiva, no es simplemente una manera o estilo de gobernar; es una forma de gobierno, un sistema político.
El rasgo distintivo de la democracia real, es decir, de la democracia en el mundo real, lo proporcionan, en consecuencia, los medios que permiten alcanzar el objetivo de un gobierno para el pueblo. El paso de la demofilia a la democracia es realmente largo. Tiene lugar después de innumerables decepciones y fracasos, y solo se produce cuando los líderes se ven obligados a corresponder al pueblo por medio de garantías estructurales y de procedimientos.

Los patrones.
Para definir la democracia como un tipo de sistema político, es preciso esclarecer lo que la democracia no es. Y esto presupone, a su vez, el esclarecimiento de los patrones democráticos. Un sistema político puede ser considerado o no como una democracia en virtud de su dependencia de determinados patrones, si bien estos no son siempre los mismos, ya que la democracia no es una entidad estática: la democracia decimonónica no puede ser juzgada con los mismos criterios que la actual, y lo mismo puede decirse de la diferencia entre una democracia desarrollada y una democracia en desarrollo. El problema reside, pues, en hacer un uso coherente del patrón adecuado.
Los patrones son exigentes cuando se aplican a las democracias desarrolladas y bien establecidas del tipo escandinavo o anglo-norteamericano.
En estos casos, democracia es algo más que una maquinaria política, quiere decir también una forma de vida, una democracia social. En particular, estas democracias han recorrido un largo trecho en el camino de la maximización de la igualdad de status y de oportunidades. Podemos así hablar de democracia plena o avanzada para referirnos al máximo logro presente de la democracia en el mundo real; En este sentido, la democracia es un tipo polar, de la misma forma que el totalitarismo es el polo extremo de la dictadura.
Allí donde la democracia no ha sido nunca estable o efectiva (supuesto en el que se encuentran ciertos países europeos), el patrón es considerablemente menos exigente. En este nivel, se caracteriza como democracia a una comunidad más por la existencia de la maquinaria que le es propia que por sus realizaciones prácticas, tratándose más de un dispositivo institucional que de una situación social.
Este carácter político más limitado se revela en el hecho de que ponga más énfasis en la libertad que en la igualdad, ya que aquella tienen una prioridad de procedimiento sobre la igualdad. La piedra de toque consiste en las elecciones libres, un sistema competitivo de partidos y un sistema representativo de gobierno. Seria injusto solicitar un patrón más riguroso, ya que solo la continuidad en el buen funcionamiento de la maquinaria política permite que la democracia arraigue en la sociedad.
Antes de 1914, ningún país, con excepción de Estados Unidos, podía considerarse como democracia plena, ni siquiera Gran Bretaña; aun hoy, la existencia de un gobierno constitucional, como opuesto a gobierno arbitrario, representa el máximo logro de la democracia en la mayor parte del mundo. Es correcto afirmar, en consecuencia, que el patrón ofrecido por un gobierno constitucional que asegura la libertad política, la seguridad personal y la justicia imparcial constituye el patrón medio, es decir, lo que significa normalmente la democracia.
Hasta aquí somos capaces de determinar lo que la democracia es: la frontera entre un sistema democrático y otro no democrático es todavía clara. Pero, en cuanto la palabra democracia empieza a aplicarse a la mayor parte del Tercer Mundo, y en particular a las llamadas naciones en vías de desarrollo, el patrón se reduce tanto que el lícito preguntarse si el término es ya apropiado. En este nivel, hablar de democracia quiere decir simplemente que un sistema político determinado no es una dictadura manifiesta, es decir, una dictadura que suprime la libertad, la oposición y la independencia de los tribunales. Algunos investigadores se muestran dispuestos, incluso, a ir más lejos. Así Shils habla de democracia tutelar (1959-60 1962 pp. 60-68), entendiendo por tal aquella en que el patrón queda reducido a la única condición de que la élite gobernante profese formalmente creencias democráticas y se proponga como objetivo el establecimiento futuro de alguna clase de estructura democrática.
Desde el punto de vista de la clasificación de los sistemas políticos, en la categoría de democracia inicial no encaja la democracia tutelar. En efecto, las promesas no son hechos; además, un método autoritario de realización de la democracia tendrá siempre que superar la dificultad adicional que supone la configuración del fin por los medios.
Una democracia tutelar puede ser incluso menos que una simple democracia conductista pues solo representa un futuro posible, una democracia futurista. No obstante, la noción de democracia tutelar no carece de méritos. Por una parte, el profesar unos ideales democráticos es mejor que nada; la noción tiene la ventaja de poner de relieve la importancia de un sistema de creencias, en contraste con la visión, en alguna medida determinista y mecanicista, de que la democracia es resultado automático de un conjunto de condiciones socioeconómicas. En segundo lugar, plantear el problema de la democracia en el marco de las sociedades en transición no institucionalizadas tiene la virtud de estimular nuestra imaginación.
Surge una pregunta obligada: ¿Cuando hablamos de experiencia occidental, el término clave, es experiencia u occidental? O, en otras palabras, ¿es posible una vía no occidental hacia la democracia? Seria prematuro aventurarse en estas especulaciones, sin discutir primero las condiciones de la democracia.

Las condiciones.

Las condiciones se dividen de ordinario en necesarias y/o suficientes. Ahora bien, realmente sabemos tan poco de las condiciones de la democracia que, en la mayor parte de los casos, lo mejor que podemos hacer es hablar de condiciones propicias.

Desarrollo económico. En nuestros días, se ha impuesto la tendencia a poner en relación las condiciones de la democracia con un determinado estadio de desarrollo socioeconómico. Por ejemplo, Lipset sostiene que cuanto más bienestar económico exista en una nación, mayores son las posibilidades de que en ella se afiance la democracia.
Si verificamos la hipótesis mediante los índices usuales de desarrollo económico, se llega a la conclusión de que la riqueza media, el grado de industrialización y urbanización, y el nivel de educación son muy superiores en los países más democráticos (Lipset 1960, pp. 45-76; Almond y Coleman 1960, pp. 538-44).
Se ha hecho notar, sin embargo, que si atendemos a los casos particulares más que a los promedios estadísticos, la correlación entre democracia y desarrollo económico es escasa, y que, entre los polos de la opulencia y de la miseria extrema, se encuentra una extensa tierra de nadie donde puede darse cualquier sistema político (Eckstein 1961, pp. 38-40). Además, una correlación no es una relación causal; incluso si se acepta que existe cierta relación causal entre democracia y bienestar económico, todavía debemos preguntarnos si un país se convierte en democrático a causa de su prosperidad, o es próspero a causa de la democracia.
Si operamos con el patrón inferior de la democracia inicial, hay que admitir que Inglaterra se convirtió en una democracia, es decir, en un gobierno constitucional antes de la llegada de la industrialización, la prosperidad y la educación generalizada. Si juzgamos, en cambio, según el tipo más desarrollado, es obvio que no se puede producir una nivelación de la riqueza antes de que un país haya alcanzado la prosperidad. Podría parecer entonces que el crecimiento económico es una condición para el crecimiento de la democracia, no para su implantación.
Caben aún dos objeciones de índole más específica. En primer lugar, muchas de las pruebas disponibles son estadísticamente sesgadas, en el sentido de que nuestros hallazgos están estrictamente confinados a aquellas variables que son susceptibles de cuantificación; ahora bien, la mensurabilidad no es un criterio decisivo. A este respecto, la objeción podría consistir en que los índices de desarrollo económico solo están significativamente correlacionados con la temperatura de la política. Admitido que la prosperidad tiende a moderar las tensiones de la lucha de clases y la intensidad de la ideología, una política fría contribuye a mantener cualquier régimen, debido a lo cual la prosperidad opera como factor de estabilidad tanto de una dictadura como de una democracia.
La segunda reserva es que la mayor parte de las pruebas estadísticas a nuestra disposición han sido recogidas partiendo de categorías que suponen irremediablemente una discriminación. Se ha encontrado, . ej., que existe una acentuada correlación positiva entre la estabilidad democrática y el grado de educación (con las excepciones sorprendentes de Francia y Alemania), y se ha sostenido a menudo que el nivel de educación es el factor más importante para el desarrollo de la democracia. Ahora bien: la educación, y más específicamente la alfabetización, considerada en sí misma, no representa otra cosa que una exposición a ciertos medios de comunicación social, lo que implica que puede conducir tanto a la manipulación de las masas como a la auto-realización individual. Sucede, pues, que nuestra fe en la educación reposa sobre la premisa oculta de que lo realmente queremos decir es educación liberal, o sea, un tipo de educación que incluía, entre otras cosas, los valores liberales y democráticos. El problema, entonces, consiste en averiguar si una alfabetización meramente tecnológica, o un tipo educativo que inculque valores antiliberales, no nos conducirá a la autocracia. Lo cierto es que las cifras estadísticas incluidas bajo la categoría de la alfabetización no tomas en cuenta la distinción que más nos importa.

Estructuras intermedias. Las reservas anteriores vienen a recordarnos la creencia de Tocqueville, seguida por Durkheim y renovada en la actualidad por Kornhauser, entre otros, según la cual la democracia presupone la existencia de una estructura intermedia constituida por grupos independientes y asociaciones voluntarias (1959, pp. 76-90). Sin duda, el soporte de una activa y vital infraestructura de organismos e instituciones que se autogobiernan constituye una gran ayuda. Puede decirse que la macrodemocracia política es más segura y más auténtica cuanto más firmemente refleje y se apoye en una infrademocracia. Una vez más, sin embargo, hay que mostrarse cauteloso a la hora de considerarla como una condición necesaria de toda la democracia. La condición necesaria, aunque en ningún caso suficiente, tendría que formularse en términos más amplios y menos rigurosos, señalando, p.ej., el hecho de que ninguna democracia moderna se ha realizado sin que el desarrollo de una clase media viniese a colmar el vacío entre el pueblo llano y el Estado.

Liderazgo. Por otra parte, el hecho de que hayamos prestado la máxima atención a las condiciones socioeconómicas de la democracia, no debe llevarnos a infravalorar las condiciones estrictamente políticas de democracia, como ha hecho notar Aron recientemente (Aron et. al. 1960). En la medida en que la atención que se presta actualmente a los requisitos prepolíticos de la democracia es debida en parte a la parcialidad de las investigaciones en curso debida a las facilidades otorgadas a tales investigaciones y a la mayor sencillez de las mismas, se hace aún más necesario insistir sobre la importancia del liderazgo, variable que introduce un factor de perplejidad en dos sentidos: perturba a los especialistas debido a su evanescencia subjetiva y opera un efecto perturbador sobre los datos objetivos; en virtud del primer hecho, el investigador debería eliminarla, pero se lo impide el segundo hecho. La dilatada vigencia otorga la legitimidad a un sistema político, en tanto que, en una sociedad en vías de modernización, ninguna legitimidad puede sustituir a una prolongada ineficacia (Lipset 1960, pp. 77-90). La efectividad de la democracia depende, primero y sobre todo, de la eficiencia y talento de su liderazgo. Esta afirmación es tanto más verdadera cuanto menos favorables sean las condiciones objetivas.
En cualquier caso, se sabe todavía muy poco de las condiciones de la democracia. Por una parte, cuando es posible verificar nuestras hipótesis empíricamente, como en el caso de los índices de crecimiento económico, caemos en un circulo vicioso, porque partimos de la base de que el tipo de terreno favorable para la democracia es el que ha sido cultivado mejor. Por otra parte, cuando examinamos los condicionamientos propiamente políticos de la democracia, el nivel de verificación de nuestras hipótesis es bajísimo.
Esta situación es, en gran medida, resultado de las dificultades intrínsecas a la esfera de la política, pero no es menos cierto que podríamos intentar algo mejor, formulando nuestras preguntas con mayor precisión.
Resulta claro que las condiciones de la democracia avanzada no son las mismas que las de la democracia inicial, y que el problema de perfeccionar una democracia política es diferente del problema de implantarla. Ni un sistema de clases abierto, ni un sistema de valores igualitario, ni una sociedad industrial son, p. ej., condiciones necesarias para el (despegue) de la democracia o para la democracia normal; en realidad, estas llamadas condiciones presuponen el buen funcionamiento de la democracia normal y pueden ser consideradas, por tanto, como consecuencias más que como antecedentes de esta. La pregunta sería entonces: ¿cuáles son las condiciones propias de cada patrón?, inversamente: ¿cuál es el nivel de democratización que no es posible alcanzar bajo determinadas condiciones?
El problema no consiste solo en que no existe ningún factor asociado al éxito de la democracia, sino también en que el conjunto de los factores tiene una dimensión histórica, en el sentido de que es preciso considerar a todos los factores principales en una secuencia, teniendo en cuenta su orden de sucesión y su tiempo. Así, resultaría que los factores objetivos son menos importantes en la iniciación de una democracia que: (1) la voluntad de un liderazgo eficiente y capaz; y (2) la canalización de la corriente de expectativas de tal forma que el sistema político pueda integrarlas sin verse desbordado.
Lo que en verdad desequilibra un sistema político, y particularmente la democracia, es el súbito desajuste entre una eclosión de expectativas y la capacidad para enfrentarse a las mismas.


Perspectivas y alternativas

Los caminos de la historia no son infinitos, pero son diversos. Las perspectivas de la democracia en la mayor parte del mundo dependen de la búsqueda de nuevas soluciones o, mejor dicho, de la búsqueda de ajustes y substitutivos. Si la pregunta consiste en averiguar si hay (formas alternativas de democracia), la respuesta solo puede ser que este nuevo género de solución no ha sido descubierto. Pero si la pregunta se refiere a las posibles vías para realizar con mayor rapidez la democracia, la cuestión es sin duda pertinente y decisiva. En efecto, el problema de los países en vías de desarrollo es salir del atolladero, una cuestión de velocidad y de acortamiento de los plazos. La mejor prueba de la posibilidad de economizar y de eliminar etapas nos la proporciona la propia experiencia occidental.
Es oportuno recordar que durante mucho tiempo los abogados del constitucionalismo creyeron que el bicameralismo era una garantía esencial y, sin embargo, hay sistemas unicamerales que funciona igualmente bien. Asimismo, proclamamos con frecuencia que la rotación en los cargos públicos es un rasgo característico de la democracia; pero existen sistemas políticos en que un partido gana y conserva, en la competencia electoral, una absoluta mayoría, sin que, en este caso, la ausencia de rotación implique anulación de la instancia democrática. De forma similar, tendemos a pensar que la interacción de la mayoría y la oposición es la piedra angular de un sistema democrático, y solo recientemente hemos empezado a comprobar que el argumento no es aplicable a todos los tipos de oposición; la institucionalización de la oposición puede no mejorar las cosas en absoluto, y la oposición irresponsable y puramente demagógica es probable que haga naufragar a una democracia. Esto no quiere decir que pueda existir una democracia en la que la disidencia y la crítica estén ausentes; lo que si quiere decir es que, cuando la transmisión de poderes al adversario suponga riesgos demasiado altos, debe explorarse la posibilidad de formas y de mecanismo subsidiarios de disidencia.
Finalmente, casi todo el mundo identifica democracia y sufragio universal; es sorprendente la escasa atención que se ha prestado al tiempo y la secuencia que hacen posible que un sistema político incorpore a la política a masas hasta entonces excluidas y remotas, es decir hacer frente a la llamada crisis de participación. Todo ello, a pesar de la evidencia de que una súbita y masiva incorporación es o bien una farsa, o bien un obstáculo para cualquier democracia en desarrollo. El sufragio universal parece ser uno de esos tabúes que no estamos preparados para romper, una confirmación más de la medida en que nos hallamos fascinados por las palabras a expensas de la realidad.
Por supuesto, pueblo quiere decir todo el pueblo y, en consecuencia, no existe democracia, en sentido literal, hasta que se otorgue a todos el derecho al voto. Pero en nuestras macrodemocracias el poder de cada uno se convierte en una fracción impotente del poder, y, por tanto, lo realmente importante no es que todos dispongan del mismo titulo al autogobierno en virtud de su derecho al voto sino que el mayor número posible de personas no estén mal gobernadas. En definitiva, mientras que haya elecciones, el tamaño de electorado importa mucho menos que la finalidad esencial, es decir, el establecimiento de un sistema político que haga que el gobierno sea responsable. Las consideraciones anteriores están destinadas únicamente a sugerir que necesitamos contrastar nuestros dogmas y enriquecer nuestras concepciones. En el plano de la construcción política, la auténtica imaginación es muy rara y lenta; las innovaciones que han triunfado han tenido casi un carácter fortuito. Antes de especular sobre (nuevas soluciones), deberíamos reducir a un mínimo los requisitos de las soluciones que ya han sido probadas. La democracia, como dijo Woodrow Wilson, es la forma de gobierno más difícil. No podemos esperar, por tanto, exportar el tipo occidental en su plenitud..
Por otra parte, es igualmente obvio que los nuevos Estados y las naciones en desarrollo no pueden pretender partir de un nivel histórico similar al alcanzado por las democracias occidentales.
En realidad, ninguna democracia se habría realizado jamás si hubiera pretendido para sí misma los elevados objetivos que cierto número de Estados en proceso de modernización declaran estar persiguiendo.
En una perspectiva mundial, el problema consiste en minimizar el gobierno arbitrario y tiránico y maximizar una pauta de civismo enraizada en el respeto y la justicia para cada hombre, en suma, en realizar una política humana. Una precipitación improcedente o unos objetivos excesivamente ambiciosos conducirán probablemente a los resultados opuestos.


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