lunes, 8 de octubre de 2007

Wilhelm Reich (1947): ¡Escucha, pequeño hombrecito!.

¡Escucha pequeño hombrecito!
Wilhelm Reich (1947)


Hacéis el buen apóstol y os
burláis de mi,
¿De qué está hecha vuestra política
desde que gobernáis el mundo? De
puñaladas y masacres.
CHARLES DE COSTER
Ulenspiegel

¡ESCUCHA, PEQUEÑO HOMBRECITO! no es un documento científico sino un documento
humano. Fue escrito en el verano de 1945 para los archivos del Instituto Orgonómico y no estaba destinado a publicarse. Es el resultado de las tempestades y luchas internas de un científico y médico natural que ha observado durante decenios -primero como ingenuo espectador, después con asombro y por fin con horror-, lo que el hombre de la calle se inflinge a sí mismo, cómo sufre y se rebela, cómo admira a sus enemigos y asesina a sus amigos; cómo en el mismo momento en que, asumiendo la función de representante del pueblo, accede al poder, lo ejerce con mayor
crueldad que la que él mismo sufrió anteriormente por el sadismo de las clases dominantes.

Estas «charlas» dirigidas al Pequeño Hombrecito fueron una réplica silenciosa al comadreo y la calumnia. Durante décadas, la plaga emocional ha intentado una y otra vez impedir las investigaciones sobre el orgón (y digo bien, impedirlas con calumnias y no probar que fueran desatinadas). Ahora bien, de la investigación sobre el orgón dependen en gran parte la vida y la salud del hombre. Esto es lo que justifica la publicación de estas «charlas» a título de documento histórico. Es necesario que el hombre de la calle aprenda lo que pasa en un laboratorio de investigación, que sepa cómo lo ven los ojos de un siquiatra experimentado. Debe tomar contacto con la realidad, pues ésta es la única capaz de contrarrestar su pernicioso anhelo de autoridad. Debe darse cuenta de la responsabilidad que asume cuando trabaja, ama, odia o se entrega al cotilleo. Debe saber cómo se puede convertir en fascista, ya sea de la variedad roja o negra. Es imprescindible que quien luche por la salvaguardia de la vida y por la protección de nuestros hijos (que son nuestra única esperanza) debe ser tan adversario del fascista rojo como del negro. No porque el fascismo rojo, como anteriormente el fascismo negro, tenga una ideología asesina, sino porque de niños sanos y llenos de vida hace lisiados, robots, idiotas morales; porque para él, el Estado está antes que el derecho, la mentira antes que la verdad, la guerra antes que la vida. Existe algo a lo que tanto el educador como el médico deben estricta lealtad: el impulso vital en el niño y en el enfermo. Si se atienen a esta lealtad, los grandes problemas de «política exterior» encontrarían también una fácil solución.

Estas «charlas» no tienen la pretensión de servir de esquema existencial a nadie. Relatan las tempestades de la vida emocional de un individuo productivo y feliz. No se proponen convencer o convertir. Describen una experiencia, lo mismo que el pintor describe una tempestad. El lector no está obligado a demostrar entusiasmo. Puede leerlas o dejarlas. ,No contienen intenciones proselitistas ni programa alguno. Simplemente reclaman para el investigador y pensador el derecho a tener reacciones personales (derecho que no se niega ni al poeta ni al filósofo). Es una protesta contra la oculta y no reconocida pretensión de la plaga emocional de disparar
flechas envenenadas al investigador inclinado sobre su trabajo, desde un lugar bien emboscado y. protegido. Revelan la naturaleza de la plaga emocional, sus formas de actuar y frenar todo progreso. Proclaman la confianza en los inmensos tesoros inexplorados que se esconden en el fondo de la «naturaleza humana» y que están prestos para colmar las esperanzas de los hombres.

Lo vital, en sus relaciones sociales y humanas, es ingenuo y amable, y precisamente por eso está amenazado en las actuales condiciones. Parte de la idea de que el compañero observa las leyes de la vida, es amable, servicial y generoso. El individuo amable se imagina que todo el mundo es amable y actúa en consecuencia. El apestado cree que todos los hombres mienten, engañan, traicionan y codician el poder. Por lo tanto, mientras exista la plaga emocional, la actitud fundamentalmente natural del niño sano o la del hombre primitivo, constituye el mayor peligro para la lucha por un orden de vida verdaderamente racional, ya que el individuo apestado
también atribuye a sus semejantes rasgos de su propia manera de pensar y actuar. No hace falta decir que en estas condiciones lo vital queda en desventaja y amenazado.

Cuando el individuo se muestra generoso con el apestado, éste lo exprime y luego lo desprecia y traiciona; cuando actúa confiadamente, es engañado.

Siempre fue así. Ya es hora de que la vida se endurezca allí donde la dureza es
indispensable en la lucha por su propia defensa y desarrollo; obrando así, no perderá su bondad, a condición de tener el coraje de permanecer veraz. Lo que alimenta nuestra esperanza es el hecho de encontrar entre millones de individuos activos y honestos, solamente un puñado de apestados que provocan desgracias sin nombre apelando a los impulsos oscuros y peligrosos del individuo acorazado, encuadrado en la masa y al que empujan al asesinato político organizado. Sólo existe un remedio contra los gérmenes de la plaga emocional en el individuo encuadrado en la masa: su propia percepción de la vida misma. Lo vital no pide poder, sino la posibilidad de jugar su propio papel en la vida humana. Esta se fundamenta en
tres pilares que se llaman: amor, trabajo y conocimiento.

Aquel que tiene que proteger a lo vital contra los atentados de la plaga emocional, debe aprender a servirse, para el bien, del derecho a la libertad de expresión que gozamos en los Estados Unidos, así como la plaga emocional lo utiliza para el mal. Cuando la libertad de expresión esté asegurada para todos, el orden racional acabará por imponerse. Y esta esperanza no es despreciable.(*)

(*) Recordemos que en 1945 (fecha en que W. R. escribió este libro) EE.UU. para los
europeos era la panacea de la libertad. Y Reich, expulsado de varios países de Europa, al poder residir en los EE.UU., al poder publicar sus libros, y dar clase en la Universidad, se dejó también contagiar por este espejismo. Pero practicamente vivirá él mismo su equivocación.

¡ESCUCHA, PEQUEÑO HOMBRECITO!


Te llaman «Pequeño Hombrecito», «Hombre Común»; dicen que ha empezado una nueva
era, «la era del Hombre Común». No eres tú quien lo dice, Pequeño Hombrecito, sino ellos: los vicepresidentes de las grandes naciones, los líderes obreros que han hecho carrera, los hijos arrepentidos de los burgueses, los hombres de Estado y los filósofos. Te dan tu futuro pero no tienen en cuenta tu pasado.
Eres un heredero de un pasado horrible. Tu herencia es un diamante incandescente entre tus manos. Esto es lo que yo te digo.
Cada médico, zapatero, técnico o educador debe conocer sus debilidades si quiere trabajar y ganarse la vida. Desde hace algunos años, has comenzado a asumir el gobierno de la tierra. El futuro de la humanidad depende pues de tus pensamientos y de tus actos. Pero tus profesores y maestros no te dicen lo que eres y piensas realmente; nadie se atreve a formularte la única crítica que te haría capaz de tomar en tus manos tu propio destino. Sólo eres «libre» en un sentido: libre de toda preparación para gobernar tu propia vida, libre de toda autocrítica.

Jamás he escuchado de tu boca este reproche: «pretendéis convertirme en mi propio maestro y el maestro del mundo, pero no me reveláis cómo se llega a ser maestre de sí mismo ni me decís cuáles son los errores en mi manera de ser, de pensar y de actuar».

Permites que los hombres en el poder asuman la autoridad sobre el «Pequeño Hombrecito». Pero no dices nada. Confías a los poderosos o a los impotentes -animados de las peores intenciones-, el poder hablar en tu-nombre. Te darás cuenta demasiado tarde que una y otra vez te estás equivocando.

Te comprendo. Innumerables veces te he visto desnudo, física y síquicamente, sin máscara, sin carnet de miembro de un partido político, sin tu «popularidad». Desnudo como un recién nacido, como un mariscal en calzoncillos. Te has lamentado ante mí, has llorado, me has hablado de tus aspiraciones, de tu amor y de tu tristeza.

Te conozco y te comprendo. Te voy a decir cómo eres, Pequeño Hombrecito, ya que creo
honestamente en tu gran futuro. ¡No hay duda de que te pertenece! En primer lugar mírate a tí mismo. Mírate tal como eres realmente. Escucha lo que ninguno de tus führers y tus representantes se atreve a contarte.
Eres un «pequeño hombrecito medio». Reflexiona bien el doble sentido de estas dos palabras «pequeño» y «medio»...

¡No huyas! ¡Ten el coraje de mirarte a tí mismo!
«Qué derecho tienes para darme lecciones?»

Puedo ver esta pregunta en tu mirada temerosa. La oigo de tu arrogante boca, Pequeño Hombrecito. Tienes miedo de mirarte, tienes miedo de la crítica, Pequeño Hombrecito, lo mismo que tienes miedo de la potencia que se te promete. No sabrías utilizarla. No puedes imaginarte que un día podrías sentirte de distinta forma: libre y no acobardado, sincero y no traicionero; que puedes amar en pleno día y no
clandestinamente como un ladrón en la noche. Tú mismo te desprecias, Pequeño Hombrecito.
Dices: «¿Quién soy yo para tener una opinión personal, para decidir mi vida, para decir que el
mundo me pertenece? Tienes razón: ¿Quién eres tú para reclamar tu propia vida? Te voy a decir
lo que eres:
Te distingues de los hombres realmente grandes, sólo por un rasgo. El gran hombre ha sido
como tú un pequeño hombrecito, pero ha desarrollado una cualidad importante: ha aprendido a
ver dónde era pequeño en su pensamiento y en sus acciones. En la realización de una tarea
escogida por él mismo ha aprendido a darse cuenta de la amenaza que representaba su
pequeñez y su mezquindad. Entonces el gran hombre sabe cuándo y en qué es pequeño. El
Pequeño Hombrecito no sabe que es pequeño y tiene miedo de saberlo. Cubre su pequeñez y
debilidad con fantasías de fuerza y grandeza -la fuerza y la grandeza de otros hombres-. Está
orgulloso de sus grandes generales, pero no de sí mismo. Admira las ideas que no tuvo y no las
que sí pensó. Cree mucho más en las cosas que no comprende, y no cree en la veracidad de las
ideas que entiende más fácilmente.
Empezaré por el pequeño hombrecito en mí mismo:
Durante veinticinco años, he sido defensor, con mi palabra y con mis libros, de tu derecho a la
felicidad en este mundo; te acusé de tu falta de habilidad para adueñarte de lo que te pertenece,
para consolidar lo que habías conquistado luchando duramente en las barricadas de París y
Viena, en la emancipación de los Estados Unidos, en la Revolución Rusa. Tu París ha
desembocado en Petain y Laval, Viena en Hitler, Rusia en Stalin, y la independencia americana
podría acabar en el régimen de los K.K.K. Sabías mejor cómo conquistar tu libertad que cómo
conservarla para tí y para los demás. Esto lo sé desde hace mucho tiempo. Lo que no podía
comprender era por qué cada vez que, tras ardua lucha, habías conseguido salir de. la ciénaga,
te metías en otra peor. Pero poco a poco y tanteando, descubrí lo que hacía de ti un esclavo:
ERES TU PROPIO POLICIA. Nadie, nadie excepto tú mismo es responsable de tu esclavitud.
¡Sólo tú, y nadie más!
Te sorprende ¿Verdad? Tus liberadores te cuentan que tus represores son Guillaume,
Nicolás, el Papa Gregorio, Morgan, Krupp o Ford. Y que tus liberadores se llaman Mussolini,
Napoleón, Hitler, Stalin.
Yo te digo: ¡Sólo tú puedes ser tu liberador!
Esta frase me hace dudar... Pretendo ser un luchador de la pureza y la verdad. Y he aquí que
titubeo en el mismo instante en que me dispongo a decirte la verdad sobre ti, porque tengo
miedo de ti y de tu actitud frente a la verdad.
Decir la verdad sobre ti es peligroso para la vida. La verdad es salvadora de la vida, pero se
convierte en objeto de pillaje de todas las mafias. Si esto no fuera así, no serías lo que eres ni
estarías donde estás.
Mi intelecto me dice: «Di la verdad cueste lo que cueste». El Pequeño Hombrecito que hay en
mí dice: «es estúpido exponerse, ponerse a merced del Pequeño Hombrecito. El Pequeño
Hombrecito no quiere oír la verdad sobre sí mismo. No quiere asumir la responsabilidad que le
corresponde. Quiere seguir siendo un Pequeño Hombrecito o llegar a ser un pequeño gran
hombre. Quiere enriquecerse o llegar a ser un líder político, o comandante de la legión o
secretario de la sociedad' para la abolición de¡ vicio. Pero no quiere asumir la responsabilidad de
su trabajo, del abastecimiento, de la construcción de viviendas, de los transportes, de la
educación, de la investigación, de la administración... o de cualquier otra cosa.»
El Pequeño Hombrecito que hay en mí dice:
«Te has convertido en un gran hombre, conocido en Alemania, Austria, Escandinavia, Gran
Bretaña, Estados Unidos, Palestina, etc... Los comunistas te combaten. Los «guardianes de los
valores culturales» te odian. Tus estudiantes te aman. Tus antiguos enfermos te admiran. Los
afectados por la plaga emocional te siguen. Has escrito doce libros y cincuenta artículos sobre la
miseria de la vida, la miseria del Pequeño Hombrecito. Tus descubrimientos y teorías se
enseñan en las universidades; otros hombres, que comparten tu grandeza y soledad, dicen que
eres un hombre muy grande. Eres comparado a los gigantes intelectuales de la historia de la
ciencia. Has hecho el mayor descubrimiento de estos últimos siglos, porque has descubierto la
energía vital cósmica y las leyes de funcionamiento de la vida. Has explicado el cáncer. Te han
echado de un país a otro porque continuamente has proclamado la verdad. ¡Ahora relájate! ¡Ya
no te preocupes más!. Disfruta los resultados de tus esfuerzos, goza de tu celebridad.
Dentro de poco tu nombre será reconocido en todas partes. ¡Ya has trabajado bastante!
Quédate tranquilo y sigue buscando la ley funcional de la naturaleza.
Así habla el Pequeño Hombrecito que hay en mi y que tiene miedo de ti Pequeño Hombrecito.
Durante mucho tiempo estuve en estrecho contacto contigo porque conocía tu vida por. mi
propia experiencia y quería ayudarte. Mantuve este contacto porque me daba cuenta que te
ayudaba efectivamente y que tú reclamabas mi ayuda, a menudo derramando lágrimas. Poco a
poco entendí que aceptabas mi ayuda, pero que eras incapaz de defenderla. Te defendí y llevé a
cabo duros combates en tu lugar. Luego llegaron tus führers que destruyeron mi obra. No decías
una palabra y los seguías. Ahora mantengo el contacto contigo para ver como podría ayudarte
sin perecer convirtiéndome, ya en tu Führer, ya en tu víctima. El Pequeño Hombrecito que hay
en mí, querría persuadirte, «salvarte» y querría ser mirado por ti con esa misma veneración que
sientes por las «matemáticas superiores», porque no tienes la menor idea sobre lo que tratan.
Cuanto menos comprendes más dispuesto estás a venerar. Conoces mejor a Hitler que a
Nietzsche, a Napoleón que a Pestalozzi. Un rey tiene más importancia para ti que Sigmund
Freud. Al Pequeño Hombrecito que hay en mí le gustaría conquistarte con los mismos métodos
que emplean tus führers. Te tengo miedo cuando es el Pequeño Hombrecito que hay en mí
quien quiere «conducirte hacia la libertad». Podrías identificarte conmigo y yo contigo. Asustarte
y matarte en mi. Por eso no estoy dispuesto a morir por tu libertad de ser esclavo de no importa
quién.
Sé que no puedes entender lo que acabo de decir: «Libertad de ser esclavo de no importa
quién»; admito que no es una cuestión sencilla.
Para no seguir siendo esclavo de un único amo y convertirse en. el de no importa quién
primero es necesario eliminar a este opresor individual, digamos el zar. Sin embargo, no se
podía ejecutar este asesinato político sin grandes ideales de libertad, sin móviles revolucionarios.
Se funda entonces un partido revolucionario de liberación bajo la dirección de un hombre
realmente grande, digamos Jesús, Marx, Lincoln o Lenin. El verdadero gran hombre se toma
muy en serio tu libertad. Para instaurarla en la práctica necesita rodearse de muchos pequeños
hombres, de ayudantes y aventureros ya que él no puede acometer solo esta obra gigantesca.
Por otra parte, no le comprenderías y lo dejarías caer si no se hubiera rodeado de pequeños
grandes hombres. Rodeado de éstos, conquista el poder para ti, o un trozo de verdad, o una fe
nueva y mejor. Escribe evangelios, manifiestos de libertad, etc., y cuenta con tu ayuda y
seriedad. Te arranca de tu ciénaga social. Para mantener juntos a tantos pequeños grandes
hombres, para no perder tu confianza, el verdadero gran hombre debe sacrificar poco a poco su
grandeza que sólo era capaz de salvaguardar en la más absoluta soledad espiritual, lejos de ti y
de tu ruidosa existencia -y sin embargo en estrecho contacto con tu vida-. Para poder conducirte
debe aceptar que lo transformes en un Dios inaccesible. No le tendrías confianza si continuara
siendo el hombre sencillo que era, el hombre que puede amar a una mujer sin necesidad de un
certificado de matrimonio. En este sentido únicamente tú eres el que creas a tú nuevo amo.
Promovido al papel de «nuevo amo», el gran hombre pierde su grandeza, pues su grandeza se
basaba en su honradez, sencillez, valor, y en un contacto real con la vida. Estos pequeños
grandes hombres cuya grandeza se deriva del gran hombre, acaparan altos cargos de las
finanzas, la diplomacia, el gobierno, las ciencias y las artes, y tú permaneces donde estabas: en
la ciénaga. Continúas vestido andrajosamente por un «futuro socialista» o un «Tercer Reich».
Sigues viviendo en casas sucias con techos de paja y paredes de estiércol. Pero estás orgulloso
de tu palacio de cultura. Te conformas con la ilusión de gobernar hasta la próxima guerra y la
caída de los nuevos amos.
En naciones distantes, pequeños hombres han estudiado concienzudamente tu
desesperación por ser el esclavo de no importa quién y así han aprendido cómo se puede llegar
a ser un pequeño gran hombrecito con muy poco esfuerzo intelectual. Estos pequeños grandes
hombrecitos provienen de tu medio ambiente, y no de palacios y mansiones. Han padecido
hambre y sufrido como tú. Acortaron el proceso de cambiar de amos. Han aprendido que cien
años de duro trabajo intelectual por tu libertad, de sacrificio personal por tu felicidad, e incluso el
dar la propia vida, era un precio demasiado alto para tu nueva esclavitud. Lo que los grandes
pensadores de la libertad habían elaborado y sufrido en un siglo podía ser destruido en menos
de cinco años. Entonces estos pequeños hombrecitos de tu medio ambiente -acortan el proceso:
lo hacen más abierta y brutalmente. Incluso te explican de diversas formas que tú y tu vida, tu
familia y tus hijos, no valéis nada, que eres estúpido y servicial que se puede hacer contigo lo
que uno quiera. No te prometen libertad personal, sino libertad nacional. No te aseguran una
autoconfianza humana sino respeto por el Estado; no una grandeza personal, sino una grandeza
nacional. Y los aclamas calurosamente porque para ti la «libertad personal» y la «grandeza
humana» no son sino conceptos vagos, mientras que la «libertad nacional» y los «intereses del
Estado» te hacen la boca agua como un hueso para un perro. Ninguno de estos hombres paga
el precio de la libertad genuina como hicieron Jesús, Giordano Bruno, Carlos Marx o Lincoln. No
te aman, te desprecian porque tú mismo te desprecias, Pequeño Hombrecito. Te conocen muy
bien, mucho mejor que lo que te puedan conocer los Rockefeller o los Tóries. Conocen tus
peores debilidades de una forma en que sólo tú deberías conocerlas. Te han sacrificado a un
símbolo y los conduces al poder sobre ti mismo. Tus amos han sido elevados por ti y sólo por ti,
y son alimentados por ti, a pesar del hecho -o mejor, debido al hecho- de que han dejado caer
todas las máscaras. Por supuesto, te dicen de muchas maneras: «tú eres un ser inferior sin
responsabilidad, y tienes que recordarlo». Y los llamas «salvadores», «Nuevos Liberadores», y
los aclamas «Heil, Heil» y «Viva, Viva»!
Es por todo esto que te tengo miedo, Pequeño Hombrecito, un miedo mortal. Porque de tí
depende el destino de la humanidad. Te tengo miedo porque no hay nada de lo que huyas más
que de tí mismo. Estás enfermo, ¡muy enfermo!, Pequeño Hombrecito. No es culpa tuya. Pero es
tuya la responsabilidad de curarte. Desde hace tiempo te habrías liberado de tus opresores si no
hubieras tolerado la opresión y no la hubieras apoyado tan activamente. Ninguna fuerza policial
del mundo sería suficientemente poderosa para suprimirte si tuvieras sólo un ápice de
autorespeto en la práctica diaria de vivir, si supieras profundamente, que sin ti la vida no duraría
ni una hora. ¿Te contó esto tu «liberador»? No. Te llamó «Proletariado del mundo», pero no te
contó que tú, y solamente tú, eres responsable de tu vida (en lugar de ser responsable del
«honor de la madre patria»).
Debes comprender que hiciste de tus pequeños hombres tus propios opresores, y que hiciste
mártires de tus hombres auténticamente grandes; que los crucificaste y asesinaste y les dejaste
morir de hambre; que ni siquiera tuviste un pensamiento para ellos y su trabajo por tí; que no
tienes idea de a quién debes las plenitudes, cualesquiera que sean, que existen en tu vida.
Dices, «Antes de creerte quiero conocer tu filosofía de la vida.» Cuando oigas mi filosofía de
la vida, te irás corriendo a tu juez municipal, o al «Comité contra las actividades-antiamericanas»,
o al FBI, al GPU, o a la «Prensa Amarilla», o al Ku-Klux-Klan o a los «Líderes de los Proletarios
del Mundo», o, por último, sencillamente echarás a correr.
No soy Rojo ni Negro ni Blanco ni Amarillo.
No soy Cristiano ni Judío ni Mahometano, ni Mormón, ni Poligamio, ni Homosexual, ni
Anarquista ni Boxer.
Abrazo a mi mujer porque la amo y la deseo y no porque tenga un certificado de matrimonio o
porque esté sexualmente hambriento
No pego a los niños, no pesco ni cazo ciervos o conejos. Pero soy un buen tirador y me gusta
dar en el blanco.
No juego al bridge ni organizo fiestas para extender mis teorías. Si mis enseñanzas son
correctas se extenderán por sí mismas.
No someto mi trabajo a ningún oficial sanitario a menos que lo haya profundizado mejor de lo
que yo lo he hecho. Y Yo determino quién ha profundizado el conocimiento y los vericuetos de mi
descubrimiento.
Respeto estrictamente toda ley razonable, pero la combato cuando es obsoleta o sin sentido.
(No corras al juez municipal, Pequeño Hombrecito, ya que él hace lo mismo si es un individuo
decente).
Quiero que los niños y los adolescentes experimenten su felicidad corporal en el amor y que
la disfruten sin ningún peligro.
No creo que para ser religioso en el auténtico sentido de la palabra, uno tenga que arruinar su
vida amorosa,, rigidizarse y reprimirse en cuerpo y alma.
Sé que lo que tú llamas «Dios» existe realmente, pero de manera diferente a lo que tú
piensas: como la primordial energía cósmica en el universo, como el amor en tu cuerpo, como tu
honestidad y tu sentimiento de la naturaleza en tí mismo y a tu alrededor.
Echaría a cualquiera que, bajo cualquier baladí pretexto viniera a intentar interferir en mi
trabajo médico y educativo con los pacientes ,y los niños. En cualquier juicio a puerta abierta, le
preguntaría algunas cosas muy simples y claras que no podría responder sin sentirse
avergonzado para siempre. Ya que soy un hombre trabajador que conoce los mecanismos
internos del hombre, que sabe que tiene algún valor, y que quiere que el trabajo gobierne el
mundo y no las opiniones sobre el trabajo. Yo tengo mi propia opinión, y puedo distinguir una
mentira de la verdad
la cual utilizo, cada hora del día, como una herramienta que, después de usarla, guardo
limpia.
Tengo miedo de tí, Pequeño Hombrecito. No siempre fue así. Yo mismo fui un Pequeño
Hombrecito, entre millones de Pequeños Hombrecitos. Entonces llegué a ser un científico
natural y un psiquiatra, y aprendí a ver cuán enfermo estás y cuán peligroso te hace tu
enfermedad. Aprendí a ver el hecho de que es tu propia enfermedad emocional, y no una fuerza
exterior, la que, cada hora y cada minuto, te anula, incluso aunque no exista ninguna presión
externa. Habrías vencido a los tiranos hace tiempo, si interiormente hubieras estado vivo y
sano. Tus opresores provienen de tus propios medios, así como en el pasado provenían de los
estratos superiores de la sociedad. Incluso son más pequeños de lo que tú eres, 'Pequeño
Hombrecito. Ya que se necesita una buena dosis de mezquindad para saber de tus miserias a
través de la experiencia y entonces utilizar este conocimiento para anularte todavía mejor, aún
más duramente.
No posees el órgano sensorial para captar al hombre verdaderamente grande. Su modo de
ser, su sufrimiento, su anhelo, su trayecto, su lucha por tí te es desconocida.
No puedes comprender que existen hombres y mujeres que son incapaces de suprimirte o
explotarte, que son los que realmente desean que seas libre, real y honesto. No 'te gustan estos
hombres y mujeres porque son extraños para tu ser. Son sencillos y rectos; para ellos, la verdad
es lo que para tí son las tácticas. Miran a través tuyo, no con mofa sino dolidos ante el destino
de los humanos; pero te sientes traspasado por su mirada y en peligro.
Sólo los aclamas, Pequeño Hombrecito, cuando muchos otros Pequeños Hombrecitos te
dicen que estos grandes hombres son grandes. Tienes miedo de los grandes hombres, de su
proximidad a la vida y de su amor por la vida. El gran hombre te ama simplemente como a un
animal viviente, como a un ser vivo. No quiere verte sufrir como has sufrido durante miles de
años. No desea oír tu parloteo como has parloteado durante miles de años. No quiere verte
como una bestia de carga, ya que él ama la vida y quisiera verla libre de sufrimiento e
ignominia.
Empujas a los hombres realmente grandes al punto de despreciarte, cuando dañados por tí y
tu pequeñez se retiran, te evitan y, -lo peor de todo-, empiezan a compadecerte. Si acontece que
tú, Pequeño Hombrecito, eres un psiquiatra, dígase un Lombroso, juzgan al gran hombre como a
una especie de criminal, o un criminal que ha fracasado en serlo..., o un psicópata. Ya que el
gran hombre, a diferencia tuya, no ve el interés de la vida en amontonar dinero, ni en la boda
socialmente adecuada de sus hijas, ni en una carrera política, ni en un título académico, ni en el
Premio Nobel. Por esta razón, porque no es como tú, le llamas «genio» o «excéntrico».
El, por su parte, trata de afirmar que no es un genio, sino simplemente un ser humano. Lo
llamas «asocial» porque prefiere el estudio, con sus pensamientos, o el laboratorio, con su
trabajo, al chismorreo, tus vacías «fiestas» de sociedad. Lo llamas loco porque gasta su dinero
en la investigación científica en lugar de comprar acciones y mercancías como haces tú.
Te atreves, Pequeño Hombrecito, en tu inconmensurable degeneración, a llamar «anormal»
al hombre simple y honrado, si se lo compara contigo, el prototipo de la «normalidad», el «homo
normalis». Lo mides con tu miserable criterio y te parece que no alcanza las aspiraciones de tu
normalidad. No puedes ver, Pequeño Hombrecito, que eres tú quien lo arrojas, -a él que está
lleno de amor por tí y presto a ayudarte fuera de la vida social ya que la has hecho insufrible,
tanto en la taberna como en el palacio. ¿Quién lo ha convertido en lo que parece ser, después
de muchas décadas de romperse el corazón a base de sufrimientos? ¡Eres tú! con tu
irresponsabilidad, con tu mojigatería, tu falso razonamiento, tus «inamovibles axiomas» que no
pueden sobrevivir diez años de desarrollo social. Piensa simplemente en todas las cosas que
jurabas eran correctas durante tan pocos años como el lapso entre la Primera y la Segunda
Guerra Mundial. ¿Cuántas de ellas has reconocido honestamente que eran erróneas, de cuántas
te. has retractado? Absolutamente de ninguna, Pequeño Hombrecito. El hombre verdaderamente
grande piensa cautamente, pero una vez que ha llegado a sustentar una idea importante, piensa
en términos de largo alcance. Eres tú, Pequeño Hombrecito, quien trata de paria al gran hombre
cuando su pensamiento es correcto y duradero y tu pensamiento es insignificante y efímero.
Convirtiéndolo en un paria siembras en él la terrible semilla de la soledad. No la semilla de la
soledad, que produce hazañas, sino la semilla del miedo a ser malentendido y maltratado por tí.
Ya que tú eres «la gente», «la opinión pública» y «la conciencia social». ¿Jamás has pensado
honestamente, Pequeño Hombrecito, en la gigantesca responsabilidad que esto implica?
¿Alguna vez -y honestamente- te has preguntado a tí mismo si tu razonamiento es correcto,
desde el punto de vista de los acontecimientos sociales de largo alcance, de la naturaleza, de las
grandes empresas humanas, por ejemplo la de un Jesús? No, no te preguntaste jamás si tu
pensamiento era erróneo. Por el contrario, te preguntabas qué es lo que tu vecino iba a decir
sobre ello, o si tu honestidad podría costarte dinero. Esto, y nada más, Pequeño Hombrecito, es
lo que te preguntaste a tí mismo.
Después de haber conducido así al gran hombre a la soledad, te olvidaste de lo que le habías
hecho. Todo lo que hiciste fue proferir otras tonterías, cometer otras pequeñas vilezas, causarle
otra profunda herida... y olvidarte.
Pero es de la naturaleza de los grandes hombres no olvidar, pero también no vengarse, sino
por el contrario, intentar ENTENDER PORQUE ACTUAS TAN MEZQUINAMENTE.
Ya sé que esto también es ajeno a tu pensar y sentir. Pero créeme: si un centenar de veces, mil,
un millón, inflinjes heridas que no puedes curar -incluso aunque al poco tiempo te olvides de lo
que hiciste- el gran hombre sufre por tus delitos en tu lugar, no debido a que éstos sean grandes
delitos, sino porque son mezquinos. Le gustaría saber qué es lo que te mueve para hacer cosas
como estas: insultar a tu compañero marital porque él o ella te ha contrariado; torturar a tu hijo
porque no le gusta un vecino vicioso; mirar con sorna a una persona amable y explotarla; coger
donde se te da y dar donde se te exige, pero nunca dar donde se te da con amor,« dar otra
patada al compañero que está hundido o a punto de hundirse; mentir cuando se pide la verdad, y
siempre acorralar a la verdad en lugar de la mentira. Siempre estás del lado de los
perseguidores, Pequeño Hombrecito.
Para ganarse tu favor, Pequeño Hombrecito, para ganarse tu inútil amistad, el gran hombre
tendría que ajustarse a tí, tendría que hablar en la forma que tú lo haces, tendría que adornarse
con tus virtudes. Pero si tuviera tus virtudes, tu lenguaje y tu amistad, ya no seguiría siendo
grande, sincero y sencillo. La prueba de ello: los amigos que hablaron de la forma en que tú
querías que hablaran, nunca han sido grandes hombres.
No crees que tu amigo pudiera conseguir algo grande. Secretamente te desprecias, incluso
cuando -o especialmente cuando- haces la mayor ostentación de tu dignidad; y desde el
momento en que te desprecias a tí mismo, no puedes respetarle a él que es tu amigo. No
puedes creer que alguien que se sienta en la misma mesa contigo o vive en la misma casa
pudiera alcanzar algo grande. Estando cerca tuyo, Pequeño Hombrecito, es difícil pensar. Uno
sólo puede pensar sobre tí, no contigo. Ya que tu estrangulas cualquier pensamiento grande y
arrebatador. Como madre le dices a tu hijo que explora su mundo: «Esto no es cosa de niños».
Como profesor de biología dices: «Esto no es para estudiantes decentes. ¿Acaso dudan sobre la
teoría de los gérmenes del aire?» Como maestro de escuela dices: «Los niños son para ser
vistos y no para ser oídos.» Como esposa dices: «¡Ja! ¿Un descubrimiento? ¡Tú y tus
descubrimientos! ¿Por qué no vas a la oficina como todo el mundo y haces una vida decente?»
Pero tú crees lo que se dice en los periódicos, tanto si lo entiendes como si no.
Y te diré Pequeño Hombrecito: Has perdido la sensibilidad de lo mejor que hay en tí. Lo has
estrangulado, y lo has asesinado siempre que lo has detectado en los otros, en tus hijos, tu
esposa, tu marido, tu padre o tu madre. Eres pequeño y quieres seguir siendo pequeño.
¿Preguntas cómo puedo saber todo esto? Te contare:
Te he experimentado, he experimentado contigo, me he experimentado a mí mismo dentro
tuyo. Como terapista te he liberado de tu pequeñez, como educador frecuentemente te he
llevado hacia la integridad y la franqueza. Sé como te autodefiendes contra la honradez, conozco
el terror que te conmociona cuando se te pide que sigas a tu ser verdadero y genuino.
No eres solamente pequeño, Pequeño Hombrecito.
Sé que tienes «grandes momentos» en la vida, momentos de «rapto» y de «elación», de
«ascensión». Pero no tienes energía suficiente para ascender más y más alto, permitir a tu
elación 'conducirte arriba, arriba. Tienes miedo de elevarte, tienes miedo de la altura y de la
profundidad. Nietzsche te explicó esto muchísimo mejor hace ya mucho tiempo. Pero no te
explicó por qué eres así. Intentó convertirte en un Superhombre, un «Ubermensch» para
engrandecer lo humano en ti. Su Ubermensch llegó a ser tu «Führer Hitler». Y tu seguiste siendo
el «Untermensch».
Quiero que dejes de ser un Untermensch y quiero que llegues a ser tú mismo. Tú mismo, en
vez de ser el periódico que lees o la pobre opinión de tu vicioso vecino. Sé que ignoras lo que
eres y cómo eres en el fondo de tu ser. En lo profundo eres lo que es un ciervo, o tu Dios, tu
poeta o tu hombre sabio. Pero tú crees que eres un miembro de la Legión, del club de bolos o
del Ku-Klux-Klan. Y desde el momento en que crees esto, actúas tal como lo haces. Esto,
también te lo han dicho otros; Heinrich Mann en Alemania hace ya veinticinco años, y en
América, Upton Sinclair, Dos Passos y otros. Pero no conoces a Mann o Sinclair. Sólo conoces
al campeón de boxeo y a Al Capone. Teniendo que escoger entre una librería y un baile, sin
ninguna duda escogerías el baile.
Mendigas por un poco de felicidad en la vida, pero la seguridad es más importante para tí,
incluso si te cuesta tu espinazo o tu vida. Como nunca aprendiste a crear felicidad, a disfrutarla y
a protegerla, no comprendes el coraje del individuo honrado. ¿Quieres saber, Pequeño
Hombrecito, cómo eres? Escuchas en la radio los anuncios de laxantes, pastas dentífricas y
desodorantes. Pero no llegas a escuchar la música de la propaganda. No llegas a percibir la
estupidez y el irritante mal gusto de esas cosas que están destinadas a ¡¡amar tu atención. ¿En
algún momento has prestado atención a los chistes, que hace sobre tí el animador en un night
club? Chistes sobre tí, sobre sí mismo, sobre la totalidad de tu miserable pequeño mundo.
Escucha tu propaganda, la de laxantes, y aprenderás quién y cómo eres.
Escucha, Pequeño Hombrecito: La miseria de la existencia humana se esclarece a la luz de
cada una de estas insignificantes fechorías. Cada una de tus pequeñeces hace que la esperanza
de un mejoramiento sea cada vez menor. Esta es la causa para estar triste, Pequeño
Hombrecito, una tristeza profunda que rompe el corazón. Para no sentir esta tristeza, haces
pequeños chistes malos, y los llamas «humor-folk». Escuchas el chiste sobre tí mismo, y te ríes
sinceramente, con los otros. No te ríes porque te burles de ti. Te ríes del Pequeño Hombrecito,
pero no sabes que te ríes de tí mismo, que se ríen de ti. Millones de Pequeños hombrecitos no
saben que se ríen de ellos. ¿Porqué se ríen de tí, Pequeño Hombrecito, tan abiertamente, tan
sinceramente, con una alegría tan maliciosa, durante tantos siglos? ¿Nunca te ha hecho sentir
incómodo la ridícula forma en que «la gente» es presentada en las películas? Te diré porque se
ríen de tí, porque yo te tomo muy, muy en serio:
Con la mayor perseverancia tu pensamiento pasa siempre al lado de la verdad, del mismo
modo como un juguetón tirador certero es capaz de dar continuamente fuera del blanco. ¿No te
parece? Te lo voy a mostrar. Hace ya tiempo que hubieras llegado a ser dueño de tu existencia,
si tu pensamiento fuese en dirección a la verdad. Pero razona de esta forma:
«La culpa de todo es de los Judíos.» «¿Qué es un judío» pregunto. «Gente con sangre
Judía,» es tu respuesta. «¿Cuál es la diferencia entre la sangre Judía y otra sangre?» Esta
pregunta te deja perplejo; dudas, te sientes confundido, y respondes: «Quiero decir la raza
Judía.» «¿Qué es una raza?» Pregunto» ¿Raza? Pero si es muy simple: así como existe una
raza alemana, existe una raza Judía. «¿Qué caracteriza a la raza Judía?» «Bueno, un Judío
tiene el pelo oscuro, tiene el hueso de la nariz largo y ganchudo y ojos penetrantes. Los Judíos
son avariciosos y capitalistas.» «¿Has visto alguna vez a un Francés o Italia, no mediterráneo al
lado de un judío? ¿Puedes distinguirlos?» «Bueno, realmente no.» «Entonces, ¿Qué es un
Judío? El color de la sangre no muestra ninguna diferencia; no parece muy diferente de un
francés o un italiano. Y, ¿Has visto alguna vez Judíos Alemanes?» «Seguro, parecen
Alemanes». «Y, ¿Qué es un Alemán?» «Un Alemán pertenece a la raza Nórdica Aria.» ¿Los
Hindúes son Arios?» «Seguro.» «¿Son Nórdicos?» «No» «¿Son Rubios?» «No.» «Entonces
date cuenta, no sabes lo que es un Alemán ni lo que es un Judío.» «Pero existen Judíos». «Por
supuesto existen Judíos, as¡ como existen Cristianos y Mahometanos.» «Quiero decir la religión
Judía.»«Era Germano Roosevelt?!» «No». «¿Por qué llamas Judío a un descendiente de David y
no llamas Germano a Roosevelt?» «Con los Judíos es diferente» «¿Cuál es la diferencia?» «No
lo sé».
Esta es la forma en que chocheas, Pequeño Hombrecito. A partir de este chocheo creas
ejércitos armados y éstos encarcelan a diez millones de personas por «Judíos», aunque tú ni
siquiera puedes decir qué es un Judío. Esto es por lo que se ríen de tí, la razón por la que se te
evita cuando uno tiene un trabajo serio que realizar, ésta es la razón por la cual permaneces en
la ciénaga. Cuando dices «Judío» te sientes superior. Tienes que hacer esto porque realmente te
sientes miserable. Y te sientes miserable porque precisamente eres aquello que tú asesinas en
el supuesto Judío. Esto es sólo una minúscula parte de la verdad sobre tí, Pequeño Hombrecito.
Sientes menos tu pequeñez cuando dices «Judío», con tono de arrogancia o menosprecio.
He hecho este descubrimiento recientemente. Llamas a alguien un «Judío» si te inspira un
respeto demasiado pequeño o demasiado grande. Enjuicias arbitrariamente para determinar
quién es un «Judío». Pero yo no te concedo este derecho, ya seas un pequeño Ario o un
pequeño Judío. Sólo yo, y nadie más en este mundo, tiene el derecho de determinar quién soy
yo. Soy, biológica y culturalmente, un mestizo, y estoy orgulloso de ser el resultado intelectual y
físico de toda clase de razas y naciones, orgulloso de no pertenecer, como tú, a una «clase
pura», de no ser chauvinista como tú, Pequeño Fascista de todas las naciones, razas y clases.
Oí que en Palestina no quisiste a un técnico Judío porque no estaba circunciso. No tengo más
en-común con los Fascistas Judíos que con otros cualesquiera. ¿Por qué, Pequeño Judío,
solamente retrocedes hasta Sem..., y no hasta el protoplasma? Para mí, la vida comienza en la
contracción plasmática, y no en la oficina de un rabbi.
Fueron necesarios muchos millones de años para desarrollarte desde un pez-gelatinoso
hasta un terrestre bípedo. Tu aberración biológica, en la forma de rigidez, ha durado solamente
seis mil años., Serán necesarios cien o quinientos o puede que cinco mil años antes que
redescubras tu propia naturaleza, antes de que encuentres de nuevo al pez-gelatinoso que hay
en tí mismo. Yo descubrí el pez de gelatina en tí y te lo describí con un lenguaje claro. Cuando
oíste hablar de ello por primera vez, me llamaste un nuevo genio. Te acordarás, fue en
Escandinavia, en aquel tiempo en que estabas buscando un nuevo Lenin. Pero tenía cosas más
importantes que hacer y rechacé ese papel. También me proclamaste como a un nuevo Darwin,
o Marx, o Pasteur, o Freud. Hace ya mucho tiempo que te dije que también tú serías capaz de
hablar y escribir como yo, tan solo con que no aclamaras siempre, ¡Ha¡, Ha¡, Mesías! Ya que
este clamor victorioso atonta tu mente y paraliza" tu naturaleza creativa.
¿No persigues a la «madre ilegítima» como a un ser inmoral, Pequeño Hombrecito? ¿No
haces una estricta distinción entre los niños «nacidos dentro del matrimonio» que son
«legítimos» y los hijos «nacidos fuera del matrimonio»que son «ilegítimos»? ¡OH, tú, pobre
criatura! No entiendes ni tus propias palabras: Veneras al niño Jesús. El niño Jesús nació de una
madre que no tenía certificado matrimonial. Así, sin tener la más mínima idea de ello, veneras en
el niño Jesús tu anhelo de libertad sexual, tú, Pequeño Hombrecito Calzonazos. Hiciste. del niño
Jesús, nacido «ilegítimamente», el hijo de Dios, quien no hacía distinciones con los hijos
ilegítimos. Pero entonces, como el Apóstol Pablo, empezaste a perseguir a los hijos de¡
verdadero amor y a dar la protección de tus leyes religiosas a los hijos de¡ verdadero
aborrecimiento. ¡Eres un miserable, Pequeño Hombrecito!
Tus automóviles y trenes pasan sobre los puentes inventados por el gran Galileo. ¿Sabías,
Pequeño Hombrecito, que el gran Galileo tenía tres hijos sin licencia matrimonial? Eso no se lo
cuentas a tus niños en la escuela. ¿Y no es cierto también que torturaste a Galileo por esta
misma razón?
¿Y sabes, Pequeño Hombrecito de la «madre patria de los pueblos Eslavos», que tu gran
Lenin, el padre más grande de todos los proletarios del mundo, abolió tus casamientos
compulsivos cuando alcanzó el poder? ¿Y sabes que él mismo había vivido con su mujer sin
licencia matrimonial? Y, a través de vuestro Führer de todos los Eslavos, ¿no os fueron
restablecidas las viejas leyes de casamiento compulsivo, porque no supisteis que debíais
proteger esta gran conquista de Lenin?
De todo esto no sabes nada de nada, porque, ¿Qué es la verdad para ti, o la historia, o la
lucha por tu libertad, y quién eres tú, en cualquier caso, para tener una opinión propia?
No tienes la menor idea de¡ hecho de que es tu mente pornográfica y tu irresponsabilidad
sexual las que ponen las cadenas de tus leyes matrimoniales.
Te sientes miserable y pequeño, mal oliente, impotente, rígido, sin vida y vacío. No tienes
mujer, o si tienes una solamente quieres «tirártela» para así demostrar que eres un «macho». No
sabes lo que es el amor. Estás estreñido y tomas laxantes. Hueles mal, tu piel es viscosa; no
sientes a tu hijo en tus brazos y por eso lo tratas como a un muñeco que puede ser golpeado.
Durante toda la vida has sido molestado por tu impotencia. Invade cada uno de tus
pensamientos. Interfiere con tu trabajo. Tu mujer te abandona porque eres incapaz de darle
amor. Sufres fobias, nerviosismo y palpitaciones.
Tus pensamientos se revuelven alrededor de la sexualidad. Alguien te explica algo sobre
economía-sexual, alguien que te entiende y le gustaría ayudarte. De forma que durante el día
estarías libre de pensamientos sexuales y serías capaz de hacer tu trabajo. Le gustaría ver a tu
esposa feliz y no desesperada entre tus brazos. Le gustaría ver a tus hijos rosados, en lugar de
pálidos, amorosos y no crueles. Pero tú, oyendo hablar de economía sexual, dices: «El sexo no
lo es todo. Existen otras cosas importantes en la vida».Así eres Pequeño Hombrecito.
0 eres «marxista», un «revolucionario profesional», y serías «Führer de los proletarios del
mundo». Deseas liberar al mundo de sus sufrimientos. Las masas defraudadas huyen de tí, y tú
corres detrás de ellas, chillando: «Deteneos, deteneos, vosotras masas proletarias!
¡Simplemente no podéis ver todavía que soy vuestro liberador! ¡Abajo el capitalismo! Yo hablo a
tus masas, Pequeño Revolucionario, les muestro la miseria de sus pequeñas vidas. Escuchan
llenos de entusiasmo y esperanza. Se amontonan en tus organizaciones porque allí esperan
encontrarme a mí.
Pero, ¿qué haces tú? Dices: «la sexualidad es un invento pequeño-burgués. Son los factores
económicos los que cuentan.» Y lees el libro de Van de Velde sobre técnicas sexuales.
Cuando un gran hombre lucha por dar una base científica a tu emancipación económica, lo
dejas morirse de hambre. Mataste la primera irrupción de la verdad contra tu desviación de las
leyes de la vida. Cuando este primer intento tuvo éxito, te hiciste cargo de su administración y de
esta forma lo mataste por segunda vez. La primera vez, el gran hombre disolvió tu organización.
La segunda vez, ya había muerto para ese entonces y no pudo hacer nada más contra tí. No
entendiste que había encontrado, en tu trabajo, la fuerza viva que crea riquezas. No entendiste
que su sociología quería proteger tu sociedad contra tu estado. No entiendes nada de nada!
E incluso con tus «factores económicos» no vas a ninguna parte. Un hombre grande y sabio
trabajó por sí mismo hasta la muerte para mostrarte que tenías "que mejorar las condiciones
económicas si querías disfrutar de la vida; que los individuos hambrientos son incapaces de
ampliar su cultura; que todas las condiciones de vida, sin excepción, pertenecen a este mundo;
que tienes que emanciparte a tí mismo y a tu sociedad de toda tiraría. Este hombre
verdaderamente grande sólo cometió un error cuando trataba de concienciarte: creyó en tu
capacidad para la emancipación. Creyó que eras capaz de proteger tu libertad una, vez la
hubieras conquistado. Y cometió otro error: permitirte a tí, el proletario, ser un «dictador».
¿Y qué es lo que tú, Pequeño Hombrecito, hiciste con la riqueza de conocimiento e ideas
provenientes de este gran hombre? De todo el legado de un gran espíritu y un gran corazón
retuviste una palabra: dictadura. Todo lo demás lo tiraste por la borda, la libertad, claridad y
verdad, la solución a los problemas de la esclavitud económica, el método de análisis; todo,
absolutamente todo, se fue por la borda. Solamente una palabra, que había sido
desgraciadamente escogida entre todo lo razonable, permaneció en tu memoria: dictadura!
A partir de esta pequeña negligencia de un gran hombre has construido un sistema gigante
de mentiras, persecución, tortura, exterminadores, verdugos, policía secreta, espionaje y
denuncias, uniformes, generales y medallas.-pero todo lo demás lo tiraste por la borda.
¿Empiezas a comprender un poquito mejor cómo eres, Pequeño Hombrecito? ¿Todavía no?
¡Bueno, intentémoslo de nuevo!: Las «condiciones económicas» para tu felicidad en la vida y el
amor las confundes con «la burocracia; la emancipación de los seres humanos con la «grandeza
del Estado» el levantamiento de millones con el desfile de cañones; la liberalización del amor con
la violación de cada mujer sobre la cual podías echar mano cuando viniste a Alemania; la
eliminación de la pobreza con la erradicación del pobre, débil y sin ayuda; el cuidado de los niños
con la «crianza de patriotas»; el control de natalidad con medallas para las «madres con diez
hijos». ¿No has sufrido, tú mismo, esa idea de la madre con diez hijos?
En otros países, también, la desgraciada pequeña palabra, «dictadura», suena en tus 'oídos.
Allí, la pusiste dentro de resplandecientes uniformes y creaste, desde tu medio social, al oficial
pequeño, impotente, místico y sádico que te condujo al Tercer Reich y llevó a sesenta millones
de tu clase a la tumba. Y sigues gritando ¡Heil, Heil!
Así es como eres, Pequeño Hombrecito. Pero nadie se atreve a decírtelo. Porque se te tiene
miedo y se quiere que sigas siendo pequeño, Pequeño Hombrecito.
Devoras tu felicidad
Devoras tu felicidad. Nunca has disfrutado la felicidad en plena libertad. Esta es la razón por
la que devoras tu felicidad con avaricia, sin tomar la responsabilidad de protegerla. Se te impide
que aprendas a preocuparte de tu felicidad, de cuidarla como un jardinero cuida sus flores y un
granjero sus cosechas. Los grandes buscadores, poetas y sabios huyeron de tí porque querían
preocuparse de su felicidad. En tu proximidad, Pequeño Hombrecito, es muy fácil devorar la
felicidad pero muy difícil protegerla.
¿No sabes de qué estoy hablando Pequeño Hombrecito? Te lo explicaré: El investigador
trabaja duramente, durante diez, veinte o treinta años sin descanso en su ciencia, su máquina o
su idea social. Tiene que soportar solo la pesada carga de lo que es completamente nuevo.
Sufrir tus estupideces, tus pequeños ideales e ideas erróneas, tiene que comprenderlas y
analizarlas, y finalmente, reemplazarlas por sus esfuerzos. No le ayudas en todo esto Pequeño
Hombrecito. Ni en lo más mínimo. Por el contrario no te acercas y dices: «Escucha, compañero,
he visto cuán duramente trabajas. También me he dado cuenta de que tu trabajo tiene por objeto
mejorar las cosas, mi máquina, mi hijo, mi mujer, mi amigo, mi casa, mis campos. Durante años
he sufrido por esto y lo otro, pero no podía ayudarme a mí mismo. Ahora, ¿puedo ayudarte a que
me ayudes? No, Pequeño Hombrecito, nunca acudes para ayudar al que te ayuda. Juegas a las
cartas, chillas en una subasta hasta perder la voz, o te esclavizas obtusamente en una oficina,
en una mina. Pero jamás das una mano al que te ayuda. ¿Sabes por qué? Porque el
investigador, para empezar; no tiene nada que ofrecer sino pensamientos. Ningún provecho,
ningún salario más alto, ningún contrato sindical, ningún bono navideño ni ninguna forma fácil de
vida. Todo lo que tiene para dar son consejos, y tú no quieres ningún consejo, ya tienes más que
suficientes.
Pero ¡si tan sólo permanecieras alejado, sin ofrecer ni dar ninguna ayuda, el investigador no
se sentiría infeliz! Después de todo, él no piensa, se preocupa y descubre «para tí». Lo hace
todo porque su forma de vida le empuja a hacerlo. El cuidarte y apiadarse de tí lo deja para los
líderes del partido y los curas. Lo que le gustaría ver es que finalmente, llegaras a ser capaz de
cuidarte a ti mismo.
Así, no sólo no ayudas, sino que destrozas maliciosamente el trabajo que está hecho para tí o
para ayudarte. ¿Entiendes ahora porque la felicidad huye de tí? Porque quiere que se luche por
ella y quiere ser conquistada. Pero tú sólo quieres devorar la felicidad; es por esto que te escapa;
no quiere que la devores.
Poco a poco el investigador consigue convencer a mucha gente de que su descubrimiento
tiene un valor práctico, es decir, que tiene la posibilidad de tratar ciertas enfermedades, o
levantar un gran peso, o explosionar rocas, o penetrar la materia con rayos de forma que el
interior se hace visible. No lo crees hasta que lo lees en los periódicos, ya que no crees a tus
propios sentidos. Respetas a aquel que te desprecia, y te desprecias a tí mismo; por eso no
tienes confianza en tus propios sentidos. Pero cuando la noticia del descubrimiento sale en los
periódicos, entonces te acercas, no andando, sino corriendo. Declaras que el descubridor es un
«genio», el mismo hombre al que ayer llamabas un embustero, un cerdo sexual, un charlatán o
un hombre peligroso que minaba la moral pública. Ahora le llamas un «genio». ¿No sabes lo que
es un genio, así como no sabes lo que es un «Judío», «verdad» o «felicidad»? Te explicaré,
Pequeño Hombrecito, como Jack London te ha explicado en su MARTIN EDEN. Ya sé que lo
has leído miles de veces, pero no lo has comprendido: «Genio» es la marca comercial que das a
tus productos cuando lo pones en venta. Si el descubridor (que apenas ayer era un «cerdo»
sexual o un «loco») es un «genio», entonces es más fácil para tí devorar la felicidad que él ha
puesto en el mundo. Ahora vienen muchísimos pequeños hombres y gritan al unísono contigo,
«Genio, genio». Y la gente viene en manadas y comen tus productos de tu mano. Si eres un
médico, tendrás muchos más pacientes; puedes ayudarles mucho mejor que anteriormente y
puedes hacer mucho dinero. «Bueno» dices, Pequeño Hombrecito, «¿qué hay de malo en
ello?». No, nada, ciertamente no hay nada malo en ganar dinero con trabajo honesto y bueno.
Pero es malo no devolver nada al descubrimiento, no cuidarlo, sino solamente explotarlo. Y esto
es precisamente lo que estás haciendo. No aportar nada para llevar más lejos el desarrollo del
descubrimiento. Lo asimilas mecánicamente, avariciosamente, estúpidamente. No ves sus
posibilidades o sus limitaciones. En lo que hace a las posibilidades no ves las perspectivas, y en
cuanto a las limitaciones no las reconoces y vas más allá de ellas. Como médico o
bacteriologista sabes que el tifus o el cólera son enfermedades infecciosas, buscas un
microorganismo en la enfermedad de¡ cáncer y de ese modo entorpeces décadas de
investigación. Una vez un gran hombre te enseñó que las máquinas obedecen a ciertas leyes,
entonces construiste máquinas para matar, y concibes al ser vivo como si también fuera una
máquina. En esto cometiste un grave error, que pesará no sobre tres décadas, sino sobre TRES
siglos; conceptos erróneos quedaron grabados en la mente de miles de trabajadores científicos;
aún más, la vida misma fue severamente perjudicada; a partir de este punto -debido a tu
dignidad, a tu academicismo,,tu religión, tu cuenta bancaria o carácter cerrado perseguiste,
difamaste y por otra parte dañaste a cualquiera que realmente estaba en el camino de la función
vital.
Es bien cierto que quieres tener «genios» y estás ansioso por rendirles homenaje. Pero
quieres un genio bueno, uno con moderación y decoro, sin extravagancias, en resumen, un
genio decoroso, medido y ajustado, no un genio ingobernable, indomable, que rompe con todas
tus barreras y limitaciones. Quieres un, genio limitado, con las alas cortadas y bien vestido, al
cual puedas hacer desfilar triunfalmente por las calles de tus ciudades sin avergonzarte.
Así es cómo eres, Pequeño Hombrecito. Sabes plagiar muy bien pero no puedes crear. Y
por eso eres lo que eres, toda tu vida es una aburrida oficina, sobre la mesa de dibujo, en la
ajustada chaqueta conyugal o un profesor que odia a los niños. No tienes desarrollo ni
oportunidad para un nuevo pensamiento, porque siempre has tomado, recogiendo sólo lo que
otros te han presentado en bandeja de plata.
¿No comprendes por qué esto es así, por qué no puedes ser de otra manera? Te lo
explicaré, Pequeño Hombrecito, ya que llegué a conocerte como un animal que se vuelve
rígido cuando viniste con tu vacío interior, tu impotencia o tu desorden mental. Sólo puedes
copiar y tomar, no puedes crear ni dar, porque tu actitud básica es reprimirse y escupir; porque
el pánico te conmociona cuando el más primordial movimiento de AMAR y de DAR aparece en
tí. Por eso tienes miedo de dar. Tú tomar -básicamente tiene sólo un significado: eres forzado
continuamente a atracarte con dinero, con felicidad, con erudición, ya que te sientes vacío,
hambriento, infeliz, sin conocimiento genuino o deseos de él. Por la misma razón, permaneces
huyendo de la verdad, Pequeño Hombrecito: porque ella podría liberar el instinto de amor que
hay en tí. Inevitablemente te mostraría lo que yo, inadecuadamente, estoy tratando de hacer
aquí. Y eso es lo que tú no quieres, Pequeño Hombrecito. Sólo quieres ser un consumidor y un
patriota.
«Escuchen esto ¡Reniega del patriotismo, baluarte de la nación y de su germen, la familia!
¡Se tiene que hacer algo al respecto!»
Así es cómo chillas, Pequeño Hombrecito, cuando alguien te recuerda tu diarrea física. No
quiero oírlo ni saberlo. Quieres gritar ¡Hurra! De acuerdo, pero ¿por qué no me dejas contarte
tranquilamente la razón por la que eres incapaz de ser feliz? Veo el miedo en tus ojos; esta
pregunta parece interesarte profundamente. Estás a favor de la «tolerancia religiosa». Quieres
ser libre para gustar o no de tu propia religión.. Esto es correcto. Pero quieres más que eso:
quieres que tu religión sea la única. Eres tolerante en lo que respecta a tu religión, pero no eres
tolerante en cuanto a la de los otros. Te pones rabioso cuando alguien, en lugar de un Dios
personal, adora a la naturaleza y trata de entenderla. Deseas que un compañero matrimonial
ponga un pleito al otro, que acuse a él o a ella de inmoralidad o brutalidad' cuando ellos no
pueden vivir juntos por más tiempo. No aceptas el divorcio en base a un mutuo acuerdo, tú,
pequeño descendiente de grandes rebeldes. Ya que estás aterrorizado por tu propia lascivia.
Quieres la verdad en un espejo, donde no puedas cogerla. Tu chauvinismo proviene de tu rigidez
corporal, de tu diarrea física, Pequeño Hombrecito. No digo esto burlonamente, sino porque soy
tu amigo, aunque asesinas a tus amigos cuando te cuentan la verdad. Echa una mirada a tus
patriotas: no andan, marchan. No odian al enemigo, por el contrario, tienen «enemigos
hereditarios», los cuales intercambian cada diez años aproximadamente, haciéndolos amigos
hereditarios, y otra vez enemigos hereditarios. No cantan canciones; aúllan aires marciales. No
abrazan a sus mujeres; se las «tiran» y «hacen» tales y tantos «numeritos» por noche. No hay
argumentos que puedas hacer servir en contra de mi verdad, Pequeño Hombrecito. Todo lo que
puedes hacer es asesinarme, como lo has hecho con tantos otros de tus verdaderos amigos:
Jesús, Rathenau, Karl Liebknecht, Lincoln, y muchos otros. En Alemania, acostumbrabas a -
llamarlo «sofocar». A largo plazo eso te ha sofocado a ti, y por millones. Pero sigues siendo un
patriota.
Suplicas vehementemente un poco de amor, amas tu trabajo y haces de él un medio de vida.
Tengo siempre presente tu trabajo y el de los otros. Amor, trabajo y conocimiento no conocen
patrias, ni barreras de costumbres, ni uniformes. Son internacionales y abarcan a toda la
humanidad. Pero quieres ser un pequeño patriota porque tienes miedo del amor genuino, miedo
de la responsabilidad por tu propio trabajo, miedo del conocimiento. Por eso sólo puedes
explotar el amor, el trabajo y el conocimiento de los demás, pero jamás puedes crear por tí
mismo. Por eso robas tu felicidad como un ladrón en la noche; por eso no puedes ver la felicidad
de los otros sin ponerte verde de envidia.
«¡Detente ladrón! Es un extranjero, un inmigrante. Pero yo soy un Alemán, un Americano, un
Danés, un Noruego!.»
¡Ah, basta ya, Pequeño Hombrecito! Eres y seguirás siendo el eterno inmigrante y emigrante.
Has entrado en este mundo por accidente y lo dejarás otra vez en silencio.
Gritas porque tienes miedo. Sientes miedo y llamas a tu policía. Pero tu policía tampoco tiene
ninguna fuerza sobre mi verdad. Incluso tu policía viene a mí, quejándose de su mujer y de sus
hijos enfermos. Cuando viste su uniforme esconde al hombre en sí mismo; pero no puede
esconderse de mí; también a él le he visto desnudo.
«; Está registrado en la comisaría? ¿Están sus papeles en orden? ¿ Ha pagado sus
impuestos? Investigarle. ¡Es un peligro para el Estado y el honor de la nación!»
Sí, Pequeño hombrecito, siempre he estado adecuadamente registrando, mis papeles están
en regla y siempre he pagado mis impuestos. De lo que tú te preocupas no es del Estado o del
honor de la nación. Tiemblas por miedo a que descubra tu naturaleza en público tal como la he
visto en mi consulta médica. Por eso buscas formas de acusarme de un crimen político que
llevaría a prisión por varios años. Te conozco, Pequeño Hombrecito. Si resulta que eres un
asistente del Juez Municipal no estás interesado en proteger la ley o al ciudadano; lo que
necesitas es un «caso» enorme para poder ascender más rápidamente al cargo de Juez. Esto es
lo que quieren los pequeños asistentes. Hicieron lo mismo con Sócrates. Pero nunca aprendes la
historia. Asesinaste a Sócrates y debido a que todavía no sabes qué es lo que hiciste,
continuas hundido en la ciénaga. Lo acusaste de estar minando tus buenas costumbres. Y sigue
minándolas, pobre Pequeño Hombrecito.
Asesinaste su cuerpo, pero no pudiste asesinar su espíritu. Continuas asesinando en interés
del «orden»; pero asesinas de forma cobarde y ratera. No pudiste mirarme a los ojos cuando me
acusabas públicamente de inmoralidad, ya que sabes perfectamente cuál de nosotros dos es el
inmoral, lascivo y pornográfico. Una vez alguien dijo que entre sus numerosos conocidos había
sólo uno al cual nunca había oído contar un chiste verde; Yo era ese uno. Pequeño Hombrecito,
ya seas un Juez Municipal, un jefe de policía, conozco tus pequeños chistes sucios, y conozco la
fuente de la cual brotan. Por lo tanto, mejor te callas. Bien, puedes tener éxito en demostrar que
mi declaración de renta fue de cien dólares de menos; o que crucé en coche la frontera entre dos
Estados con una mujer; o que estuve hablando agradablemente con un niño en la calle. Pero es
en tu boca que cada una de estas tres frases asume un timbre especial, el de lo lúbrico,
equívoco, el mezquino sonido de una vil acción. Y puesto que no conoces nada más, piensas
que yo soy como tú. No, Pequeño Hombrecito, no soy como tú y nunca lo fui en estos temas.' No
importa si lo crees o no. Ciertamente, tienes un revólver y yo tengo conocimientos. Los papeles
están divididos.
Arruinas tu propia existencia, Pequeño Hombrecito, de la siguiente manera:
En 1924 sugerí un estudio científico del carácter humano. Estabas entusiasmado.
En 1928 nuestro trabajo alcanzó sus primeros resultados tangibles. Estabas entusiasmado y
me Ilamaste un «espíritu rector.
En 1933 iba a publicar estos resultados en forma de libro en tu empresa editorial Hitler
acababa de llegar al poder. Yo había comprendido el hecho que Hitler llegó al poder debido a tu
carácter acorazado. Te negaste a publicar el libro en tu empresa editorial, el libro' que te
mostraba como creabas un Hitler.
Aún así el libro apareció y seguías entusiasmado. Pero intentaste asesinarlo con el silencio,
ya que tu «presidente» se había manifestado contra él. También había aconsejado a las
madres suprimirla excitación genital de los niños conteniendo la respiración.
Entonces durante doce años mantuviste un silencio total sobre el libro que había arrebatado
tu entusiasmo. En 1946 fue reeditado. Lo aclamaste como a un «clásico». Todavía estás
entusiasmado con mi libro.
Han transcurrido veintidós largos años, ansiosos y repletos de acontecimientos desde que
empecé a enseñarte que lo importante no es el tratamiento individual, sino la prevención de los
desórdenes mentales. Durante veintidós largos años te enseñé que la gente se mete en este o
aquel frenesí, o permanece encasillado en esta o aquella lamentación porque sus mentes y
cuerpos se han vuelto rígidos y porque no pueden dar amor ni disfrutarlo. Esto se debe a que
sus cuerpos, a diferencia de otros animales, no pueden contraerse y expandirse en el acto del
amor.
Ahora, veintidós años después de que por primera vez dijera esto, tu explicas a tus amigos
que lo importante no es el tratamiento individual sino la prevención de los desórdenes mentales.
Y actúas otra vez como has actuado durante miles de años: mencionas el gran objetivo sin decir
cómo podría ser alcanzado. Te olvidas de mencionar la vida amorosa de la masa, del pueblo.
Quieres «prevenir los desórdenes mentales.» Se puede decir que eso es inofensivo y digno.
Pero quieres hacerlo sin combatir la actual miseria sexual. Ni siquiera la mencionas, no está
permitido. Y como médico, sigues hundido en la ciénaga.
¿Qué pensarías de un técnico que revelara la técnica de volar pero se olvidara de descubrir
los secretos del motor y de la hélice? Así es como actúas, técnico de la psicoterapia. Eres un
cobarde. Quieres obtener las cerezas de mi tarta, pero no quieres las espinas de mis rosas.
¿No es cierto que cuentas burlonamente chistes sucios sobre mí, «el profeta del mejor
orgasmo»? ¿No es verdad, pequeño psiquiatra? ¿Nunca has oído los lamentos de las jóvenes
novias cuyos cuerpos han sido violados por alaridos impotentes? ¿0 la angustia de los
adolescentes que arden en un amor no satisfecho? ¿Todavía es para tí más importante tu
seguridad que tu paciente? ¿Por cuánto tiempo continuarás poniendo tu dignidad donde debería
estar tu tarea médica? ¿Por cuánto tiempo vas a pasar por encima el hecho de que tus tácticas
cuestan la vida a millones de personas?
Antepones la seguridad ,a la verdad. Cuando oyes hablar de mi descubrimiento del orgón no
preguntas «¿Para qué sirve? ¿Cómo puede curar a los enfermos?» No, preguntas: «¿Tiene
licencia para practicar la medicina en el estado de Maine?» No te das cuentas que tus pequeños
licenciados sólo pueden entorpecer un poquito mi trabajo; no pueden impedirlo. ¿No sabes que
en cualquier parte de esta tierra tengo valor como el descubridor de tu plaga emocional y de tu
energía vital; ni que nadie que conozca menos que yo puede examinarme?
Ahora, respecto a tu atolondrada libertad, nadie, Pequeño Hombrecito, te ha preguntado
jamás por qué no has sido capaz de conseguir la libertad por tí mismo, o por qué, si lo hiciste,
inmediatamente la rendiste a nuevo amo.
«¡Escuchen eso! Se atreve a dudar del alzamiento revolucionario del proletariado del mundo,
se atreve a dudar de la democracia! ¡Abajo con el contrarrevolucionario!
¡Abajo!»
No te excites, pequeño Führer de todos los demócratas y de todos los proletarios del mundo.
Creo que tu verdadera libertad futura depende de la respuesta a esta pregunta concreta, más
que de los miles de resoluciones de los Congresos de tu Partido.
¡Abajo con él! ¡Mancha el honor de la nación y el de la vanguardia del proletariado
revolucionario! ¡Abajo! ¡Al paredón!
Tu griterío «¡Viva!» y «¡Abajo!» no te llevará ni un paso más cerca de tu objetivo, Pequeño
Hombrecito. Has estado creyendo que tu libertad está asegurada cuando
«pones a alguien contra el paredón». De una vez por todas ¡ponte a tí mismo frente a un
espejo!
«¡Abajo, abajo!»
Para un poco, Pequeño Hombrecito. No quiero empequeñecerte, sólo quiero mostrarte por
qué hasta este momento no has sido capaz de conseguir la libertad ni de conservarla. ¿No te
interesa esto en lo más mínimo?
«¡Abajo, abajo, abajo!»
Está bien, seré breve: te explicaré como se comporta en tí el Pequeño Hombrecito, si
acontece que te encuentras en una situación de libertad. Supongamos que eres estudiante en un
Instituto que está a favor de la salud sexual de los niños y adolescentes. Estás entusiasmado
con la «espléndida idea» y quieres participar en la lucha. Esto es lo que ocurrió en mi casa:
Mis estudiantes estaban sentados frente a sus microscopios, observando biones terrestres.
Tú estabas sentado en el acumulador de orgón, desnudo. Te llamé para que tomaras parte en
las observaciones. Entonces saltaste del acumulador desnudo, entre las chicas y las mujeres
exhibiéndote. Te respondí inmediatamente, pero no veías por qué tenía que hacerlo. Yo, por mi
parte, no comprendía porque no lo veías. Más tarde, en una extensa discusión admitiste que ese
era precisamente tu concepto de libertad en un Instituto que defiende la salud sexual. Enseguida
te distes cuenta que tenías el más profundo desprecio por el Instituto y su idea básica, y esa fue
la razón por la que te comportaste indecentemente.
Otro ejemplo -para mostrarte una y otra vez tu continuo derroche de libertad-. Sabes como yo
y todo el mundo sabe, que deambulas en un continuo estado de hambre sexual; que miras
vorazmente a todos los miembros del otro sexo; que hablas con tus amigos del amor a base de
chistes sucios; en resumen, que tienes una fantasía sucia y pornográfica. Una noche, paseabas
por la calle con tus amigos y gritábais al unísono: «¡Queremos mujeres! ¡Queremos mujeres!»
Preocupado por tu futuro, construí organizaciones en las que pudieras entender mejor la
miseria de tu vida y hacer algo al respecto. Tú y tus amigos vinisteis a estas reuniones en
manada. ¿A qué se debía esto, Pequeño Hombrecito? En un principio pensé que se trataba de
un interés honesto y ardiente por mejorar tu vida. Sólo mucho más tarde reconocí qué era lo que
realmente te motivaba. Pensaste que esto era una nueva especie de burdel donde uno podía
conseguir fácilmente una chica y sin desembolsar dinero. Dándome cuenta de esto, destruí estas
organizaciones que habían sido designadas para ayudarte en tu vida. No porque me parezca mal
que encuentres una chica en la reunión de una organización semejante, sino porque te acercaste
con una mente corrompida. Por eso fueron destruidas estas organizaciones, y, de nuevo,
permaneciste hundido en la ciénaga... ¿Querías decir algo?
«El proletariado ha sido expoliado por la burguesía. Los Führers del proletariado lo ayudarán.
Van a limpiar la porquería con un puño enguantado. Aparte de eso, el problema sexual del
proletariado se va a resolver por sí mismo.»
Sé lo que quieres decir, Pequeño Hombrecito. Es exactamente lo que hicieron en tu patria de
los proletarios: dejar que el problema sexual se resolviera por sí mismo. Los resultados se vieron
en Berlín, cuando los soldados proletarios violaron mujeres durante toda una noche. Sabes que
esto es cierto. Tus campeones del «honor revolucionario», «los soldados del proletariado del
mundo» te han empeñado por los siglos que vendrán. ¿Qué dices? ¿Que tales cosas suceden
«sólo en la guerra»? Entonces voy a contarte otra historia verdadera:
Un aspirante a Führer, lleno de entusiasmo por la dictadura del proletariado, estaba también
entusiasmado en economía-sexual. Vino y me dijo: «Eres maravilloso. Carlos Marx ha mostrado
a la gente cómo podían ser libres económicamente. Tu les has mostrado cómo pueden ser libres
sexualmente: les has dicho: «Salir y joder tanto como queráis.» En tu mente todo se convierte en
perversión. Lo que yo llamo abrazo amoroso se convierte, en tu vida, en acto pornográfico.
Ni siquiera sabes de qué estoy hablando, Pequeño Hombrecito. Esta es la razón por la cual
una y otra vez te vuelves a hundir en la ciénaga.
Si tú, Pequeña Mujercita has llegado a ser profesora, por mera casualidad, sin ninguna
cualificación especial, simplemente porque no tenías hijos propios, entonces produces un daño
incalculable. Tu trabajo es encauzar y educar a los niños. La educación, si uno se la toma en
serio, significa dirigir correctamente la sexualidad de los niños.
Para llegar a encauzar correctamente la sexualidad de los niños, uno mismo debe haber
experimentado qué es el amor. Pero tú eres gorda, torpe y fea. Sólo esto es suficiente para
hacerte odiar, con aborrecimiento amargo y profundo, cualquier cuerpo agradable y vivo. Lo que
te reprocho no es que seas gorda y fea; ni que jamás hayas disfrutado del amor (ningún hombre
sano te lo daría); ni que no entiendas el amor en los niños. Lo que te reprocho es que haces una
virtud de tu falta de atractivo y de tu incapacidad para amar, y que, 'con tu amargo
aborrecimiento, estrangulas el amor en los niños, incluso si trabajas en una «escuela
progresista». Esto es un crimen, Pequeña Mujercita fea. La perniciosidad de tu existencia
consiste en alienar el afecto que los niños sanos reciben de sus padres sanos; en que
consideras el saludable amor de los niños como un síntoma patológico. Consiste en que tienes
forma de tonel, giras como un tonel; piensas como un tonel, educas como un tonel; en que no te
retiras a un pequeño rincón de la vida, sino, por el contrario, tratas de imponer sobre esta vida tu
forma de tonel, tu falsedad, tu amargo, aborrecimiento (escondido tras tu falsa sonrisa).
Pero entonces declaras que te «he violado». Llegaste a ser un libertino creyéndote libre. Pero
confundir lo impúdico con la libertad siempre ha sido el signo del esclavo. Apuntando a tu
libertad, rehusaste enviar informes sobre tu trabajo. Te sientes libre -libre de cooperar y de
reponsabilizarte-. Y ésa es la razón por la que, Pequeño Hombrecito, eres como eres, y el
mundo es como es.
¿Sabes, Pequeño Hombrecito, cómo se sentiría un águila si estuviera incubando huevos de
gallina? En un principio piensa que incubará pequeñas águilas, a las que va a criar para que
sean grandes. Pero lo que siempre sale de los huevos no es nada más que pequeños pollitos.
Valerosamente el águila sigue con la esperanza de que los pollitos, después de todo, se
convertirán en águilas. Pero no, al final no son sino gallinas cacareantes. Cuando el águila
descubre esto, pasa un mal rato reprimiendo su deseo de tragarse a todos los pollitos y a las
cacareantes gallinas. Lo que la persuade de hacer tal cosa es una pequeña esperanza. La
esperanza, a saber, de que entre los muchos pollitos cacareantes pudiera haber, un día, un
pequeño aguilucho capaz de convertirse en una gran águila, capaz como ella misma, de mirar
desde su majestuosa cima a grandes distancias, para detectar nuevos mundos, pensamientos y
formas de vida. Es solamente esta pequeña esperanza lo que persuade al águila, triste y
solitaria, de comerse a todos los pollitos cacareantes y a las gallinas. Ellos no comprenden que
han sido incubados por un águila. No se dan cuenta que vivían en una alta y escarpada roca, a
mucha más altura que los húmedos y oscuros valles. No ven a grandes distancias como el águila
solitaria. Solamente engullen y engullen y engullen cualquier cosa que el águila les trae al nido.
Sé calientan bajo sus poderosas alas cuando llueve y hay tormenta en el exterior, mientras ella
la resiste sin la menor protección. 0, si las cosas se ponen más difíciles, le tiran pequeñas
piedras afiladas desde una emboscada, para pegarle y lastimarla. Cuando se da cuenta de esta
maldad, su primer impulso es reducirlos a pedacitos. Pero lo piensa mejor y empieza a sentir
piedad por ellos. No pierde la esperanza, de que, entre los muchos pollitos cacareantes,
engullidores y cortos de vista, habrá, tendrá que haber, un pequeño aguilucho capaz de llegar a
ser como ella misma.
El águila solitaria, hasta hoy día, no ha desesperado. Y así, continúa incubando pequeños
pollitos.
Rehúsas ser un águila, Pequeño Hombrecito, y por eso eres la presa de los buitres. Tienes
miedo dé las águilas, vives amontonado en grandes rebaños y eres devorado en ellos. Ya que
algunas de tus gallinas han incubado huevos de buitres. Y los buitres se han convertido en tus
Führers contra las águilas, las águilas que querían llevarte a distancias más lejanas y mejores.
Los buitres te enseñaron a comer carroña y a contentarte con unos pocos granos de trigo. Y
además, te enseñaron a gritar: «Heil, Heil, Gran Buitre!» Ahora pasas hambre y te mueres, en
grandes masas, y todavía tienes miedo de las águilas que incuban tus pollitos.
Tu casa, tu vida, tu cultura y civilización, tu ciencia y técnica, tu amor y la educación de tus
niños, todas estas cosas, Pequeño Hombrecito, las has construido sobre la arena. ¡No lo sabes,
no quieres saberlo, y torturas al gran hombre que te lo cuenta. Te acercas, con gran angustia,
haciendo, una y otra vez, las mismas preguntas:
«Mi hijo es un caprichoso, destroza todo, llora en pesadillas, no puede concentrarse en su
trabajo escolar, padece estreñimiento, está pálido, es óruel. ¿Qué debo hacer? !Ayúdame!»
O: «Mi mujer es frígida, no me da nada de amor. Me atormenta, tiene antojos histéricos,
flirtea con una docena de hombres. ¿Qué debo hacer? ¡Explícame!
O: «Una nueva e incluso más terrorífica guerra ha estallado, y en la última habíamos luchado
para acabar con todas las guerras. ¿Qué debemos hacer?
O: «La civilización, de la que estoy tan orgulloso, , está al borde de¡ colapso, a causa de la
inflación. Millones de personas no tienen nada que comer, mueren de hambre, asesinan, roban,
destruyen y desechan toda esperanza. ¿Qué debemos hacer?»
«¿Qué debo hacer?» «¿Qué se debe hacer?» Es tu eterna pregunta a través de los siglos.
El destino de la gran conquista, nacido de una forma de vida que antepone la verdad a la
seguridad, es éste ser engullido vorazmente y enmerdado, una y otra vez, por tí.
Muchos grandes hombres, valientes y solitarios, te han explicado continuamente qué es lo
que deberías hacer. Una y otra vez has retorcido sus enseñanzas, las has despedazado y
destruido. Las has interpretado por el lado erróneo, has hecho del pequeño error la meta de tu
vida, en lugar de aprender la gran verdad, en el Cristianismo, en la enseñanza del socialismo,
en la enseñanza de la soberanía de¡ pueblo, absolutamente en todo aquello que has tocado,
Pequeño Hombrecito. Me preguntas: «¿por qué hago eso?» No creo que hagas esta pregunta
seriamente. Te sentirías un asesino cuando oyeras la verdad:
Construiste tu casa sobre arena y actuaste así porque eres incapaz de sentir la vida en tí
mismo, porque mataste el amor en tu hijo, incluso antes de que naciera; porque no puedes
tolerar ninguna expresión vital, ningún movimiento natural y libre. Porque no lo puedes tolerar, te
asustas y preguntas: «¿Qué van a decir el señor Jones y el juez Smith?»
Eres un cobarde en tu pensamiento, Pequeño Hombrecito, porque el pensamiento real está
acompañado de sentimientos corporales, y tienes miedo de tu cuerpo. Muchos grandes hombres
te han dicho: «Vuelve a tus orígenes, escucha tu voz interna: sigue tus verdaderos sentimientos,
ser amado.» Pero estabas sordo a lo que te decían, ya que has perdido tus oídos piara tales
palabras. Se perdieron en vastos desiertos, y los pregoneros solitarios perecen en tu horrible y
desierto vacío, Pequeño Hombrecito.
Podías escoger entre la elevación de Nietzche al Übermensch y la degradación de Hitler en el
Untermensch. iGritáste Heil! y escogiste el Untermensch.
Podías escoger entre la constitución genuinamente democrática de Lenin y la dictadura de
Stalin. Escogiste la dictadura de Stalin.
Podías escoger entre la explicación de Freud sobre el núcleo sexual de tu enfermedad
emocional y su teoría de la adaptación cultural. Escogiste su filosofía cultural la cual no te daba
ningún punto de apoyo para sostenerte y olvidaste la teoría del sexo.
Podías escoger entre la majestuosa simplicidad de Jesús, el celibato de Pablo para sus
sacerdotes y el matrimonio compulsivo para tí. Escogiste el celibato y el matrimonio compulsivo,
olvidándote de la sencilla madre de Jesús, que crió a su hijo sólo con amor.
Podías escoger entre las teorías de Marx sobre la productividad de tu fuerza de trabajo vital, -
que es la única que produce el valor de las mercancías-, por un lado, y la idea del Estado por el
otro. Olvidaste lo vital en tu trabajo, y escogiste la idea del Estado.
Durante la Revolución Francesa, podías escoger entre el cruel Robespierre y el gran Danton.
Escogiste la crueldad y enviaste al patíbulo a la grandeza y la bondad.
En Alemania, podías escoger entre Goering y Himmler por un lado y Liebknecht, Landau y
Mühsam por el otro. Hiciste de Himmler tu jefe de policía, y asesinaste a tus verdaderos amigos.
Pudiste escoger entre Julius Streicher y Walter Rathenau. Asesinaste a Rathenau.
Podías escoger entre Lodge y Wilson. Asesinaste a Wilson.
Podías elegir entre la cruel Inquisición y la verdad de Galileo. Torturaste hasta la muerte al
gran Galileo, -cuyos descubrimientos sigues aprovechando-, al someterle a una excesiva
humillación. En este siglo veinte, nuevamente has hecho florecer los métodos de la Inquisición.
Pudiste escoger entre la comprensión sobre la enfermedad mental y el electroshock.
Escogiste el electroshock para así no ser consciente de las gigantescas dimensiones de tu
propia miseria, para poder seguir ciego donde únicamente los ojos claros y abiertos pueden
ayudar.
Podías escoger entre la ignorancia de la célula cancerígena y lo que yo desentrañé de sus
secretos, que podría salvar y salvará a millones de vidas humanas. Sigues diciendo las mismas
estupideces sobre el cáncer en las revistas y periódicos y guardas silencio sobre un
conocimiento que puede salvar a tu hijo, á tu mujer o a tu madre.
Pasáis hambre y morís por millones, Pequeño Hombrecito Hindú, pero discutís con los
Mahometanos acerca de 'la santidad de las vacas. Vistes harapos, Pequeño Italiano y Pequeño
Eslavo de Trieste, pero no tienes otra preocupación que si Trieste es «Italiana» o «Eslava». Yo
creía que Trieste era un puerto para barcos de todas partes de¡ mundo.
Colgaste a los hitlerianos después de que habían asesinado a millones de personas. ¿En qué
estabas pensando antes de que las hubieran matado? ¿Docenas de cadáveres no eran
suficientes para hacerte pensar? ¿Se necesita millones para despertar tu humanidad?
Cada una de estas pequeñeces revela la gigantesca miseria de¡ animal humano. Dices:
«¿Por qué te tomas todo esto tan seriamente? ¿Te sientes responsable por todas y cada una de
las maldades? Diciendo esto, te condenas a tí mismo. Si tú, Pequeño Hombrecito entre millones,
te hicieras cargo simplemente de una pizquita de tu responsabilidad, el mundo parecería
diferente y tus grandes amigos no morirían debido a tu pequeñez.
La razón de que tu casa esté construida sobre la arena es que no te responsabilizas de nada.
El techo cae sobre tí, pero tienes un honor «proletario» o «nacional». El suelo cede bajo tus pies,
pero te hundes gritando todavía ¡He¡¡, gran Führer,,viva el honor Alemán, Ruso, Judío!»
Las cañerías se han roto, tu hijo se está ahogando; pero continúas pidiendo «disciplina y
orden, la que enseñaste a tu hijo a base de golpes. Tu mujer está en la cama con neumonía,
pero tú, Pequeño Hombrecito, ves en los síntomas de congelación, el producto de una «fantasía
judía».
Vienes corriendo y me preguntas: «¡Dios mío, querido, gran doctor! ¿Qué debo hacer? Mi casa
se está hundiendo, el viento sopla a través de ella, mi hijo y mi mujer están enfermos, y yo
también. ¿Qué debo hacer?»
La respuesta es: Construye tu casa sobre la roca. La roca es tu propia naturaleza que matas en
tí mismo, el amor corporal de tu hijo, el sueño de amor de tu mujer, tu propio sueño vital a los
dieciséis años. Cambia tus ilusiones por un poco de verdad. Deshazte de tus políticos y
diplomáticos. Olvídate de tu vecino y escucha lo que está en tí; tu vecino también estará
agradecido. Cuéntale a tus compañeros de trabajo en todo el mundo que estás tratando de
trabajar solamente por la vida, y ya no más por la muerte. En lugar de ir corriendo a las
ejecuciones de tus verdugos y reos, crea una ley para la protección de la vida humana y de los
bienes. Tal ley será parte de la roca que basamente tu casa. Protege el amor de tus pequeños
hijos contra los ataques de los hombres y mujeres lascivos e insatisfechos. Acusa a la chismosa
solterona; exponla públicamente o métela en un reformatorio en lugar de meter a los
adolescentes que piden amor vehementemente. Renuncia a superar a tu explotador en la
explotación cuando estés en situación de dirigir un trabajo. Tira tu traje de etiqueta y tu sombrero
de copa y no pidas permiso para abrazar a tu mujer. Crea contactos con gentes de otros países,
ya que ellos son como tú, en sus malas y buenas cualidades. Deja que tu hijo crezca como la
naturaleza (o «Dios») lo ha hecho. No trates de mejorar la naturaleza. Trata, por el contrario, de
entenderla y protegerla. Vete a una librería y no a una subasta, a un país extranjero en lugar de
Coney Island. Y, lo más importante, PIENSA CORRECTAMENTE, escucha a tu voz interna que
gentilmente te guía. Tienes tu vida en tu propia mano. No te fíes de nadie más, mucho menos de
los Führers que elegiste. ¡SE TU MISMO! Muchos grandes hombres te han dicho lo mismo.
«Oíd a este individualista reaccionario pequeño burgués! No conoce el inexorable curso de la
historia. -Conócete a tí mismo-, dice. ¡Qué tontería burguesa! El proletariado revolucionario del
mundo, conducido por el amado Führer, el padre de todos los pueblos, de todos los Rusos, de
todos los Eslavos, liberará al pueblo! ¡Abajo los individualistas y los anarquistas!»
¡Y vivan los Padres de todos los pueblos y de todos los Eslavos, Pequeño Hombrecito!
Escucha, Pequeño Hombrecito, tengo algunas predicciones muy serias que hacer:
Estás apoderándote de la dirección del mundo, y eso te hace temblar de miedo. En los siglos
venideros, asesinarás a tus amigos y aclamarás a tus dueños, los Führers de todos los pueblos,
de los proletarios y de todos los Rusos. . Día tras día, semana tras semana, siglo tras siglo,
adorarás a un amo después del otro; y al mismo tiempo, no oirás los llantos de tus bebes, la
miseria de tus adolescentes, las súplicas de tus hombres y mujeres, o, si las oyes, las llamarás
individualismo burgués. Durante siglos, verterás sangre cuando la vida debería ser protegida, y
creerás que podrás obtener la libertad con ayuda del verdugo; por lo tanto, te encontrarás una y
otra vez en la misma ciénaga. Durante siglos seguirás a los bravucones y serás sordo y ciego
cuando la VIDA, TU VIDA, te llame.
Porque tienes miedo de la vida, Pequeño Hombrecito, tienes un miedo mortal. La asesinarás,
en la creencia de hacerlo por el bien del «socialismo», o «del estado», o «del honor nacional», o
«de la gloria de Dios». Hay una cosa que no sabes ni quieres saber:
Que tú y sólo tú creas toda la miseria, hora tras hora, día tras día; que no entiendes a tus
hijos, que rompes sus espaldas antes de que hayan tenido una verdadera oportunidad de
desarrollarlas; que robas el amor; que sientes avaricia y locura por el poder; que cuidas a un
perro para poder ser también un «amo».
A través de los siglos, perderás tu camino, hasta que tú y tus semejantes moriréis la muerte
masiva de la miseria social general; hasta que la fealdad de tu existencia encenderá en tí un
primer y débil resplandor de conciencia dentro tuyo. Entonces, gradualmente y a tientas,
aprenderás a buscar a tu amigo, el hombre del amor, del trabajo y del conocimiento, aprenderás
a entenderle y a respetarle. Entonces, empezarás a entender que la biblioteca es más importante
para tu vida que las subastas; un paseo meditativo por los bosques mejor que un desfilé; curar
mejor que matar; una autoconfianza sana mejor que una conciencia nacional, y la modestia
mejor que el patriotismo y otros aullidos.
Crees que el fin justifica los medios, incluso los medios viles. Estás equivocado: El fin está en
el sendero por el cual llegas a él. Cada paso de hoy es tu vida de mañana. Ningún gran fin
puede ser alcanzado por medios viles. Esto lo has demostrado en todas las revoluciones
sociales. La vileza o la inhumanidad del camino hacia el objetivo te hace vil e inhumano y hace
del objetivo algo inalcanzable.
«¿Pero, cómo, entonces, alcanzaré mi objetivo de un amor Cristiano, del socialismo, de la
Constitución Americana?» Tu amor Cristiano, tu socialismo, tu Constitución Americana reside en
aquello que haces todos los días, en lo que piensas cada hora, en cómo abrazas a tu compañero
y en cómo experimentas a tu hijo, en, la forma en que miras a tu trabajo como TU
RESPONSABILIDAD SOCIAL, en cómo evitas parecerte al represor de tu vida.
Pero tú, Pequeño Hombrecito, abusas de las libertades que te concede la constitución para
poder echarla a perder, en lugar de conseguir que tomara raíces en la vida cotidiana.
Te vi como refugiado Alemán abusando de la hospitalidad Suiza. En aquel entonces eras un
candidato a Führer de todos los oprimidos de la tierra. ¿Te acuerdas de la costumbre Suiza del
smorgasbord? Muchas comidas y golosinas están servidas, y se le deja coger al invitado lo que
quiera y cuanto quiera. Para tí, esta costumbre era nueva y extraña; no entendías cómo uno se
podía fiar de la decencia humana. Me contaste, con placer malicioso, cómo tú no comías en todo
el día para así hartarte en la comida gratuita de la tarde.
«Cuando era niño me moría de hambre» dices. Ya lo sé, Pequeño Hombrecito, porqué te he
visto morir de hambre, y sé lo que es el hambre. Pero no sabes que perpetúas el hambre de tus
hijos un millón de veces cuando tú' robas al smorgasbord, tú, candidato a salvador de todos los
hambrientos. Existen ciertas cosas que uno simplemente no hace: tales como robar cucharas de
plata, o a la mujer, o smorgasbord, en una casa hospitalaria. Después de la catástrofe alemana
te encontré medio muerto de hambre en un parque. Me explicaste que la «Ayuda Roja» de tu
partido había rehusado ayudarte porque no podías demostrar tu afiliación al partido por haber
perdido tu carnet de militante. Tus Führers de todos los hambrientos distinguen entre la gente
hambrienta roja, blanca o negra. Pero sólo conocemos un tipo de organismo hambriento. Así es
cómo eres en los pequeños asuntos.
Y así es cómo eres en los grandes asuntos:
Luchaste por abolir la explotación de la era capitalista, y el desdén por la vida humana, y por
conseguir el reconocimiento de tus derechos. Hace cien años, ya existía la explotación y el
desprecio por la vida humana, y el desagradecimiento. Pero también existía el respeto por los
grandes descubrimientos, y lealtad para el donante de grandes cosas, y gratitud por los regalos.
Y qué has hecho, Pequeño Hombrecito?
En cualquier lugar en el que entronaste a tus propios pequeños Führers, la explotación de
tus fuerzas es más aguda que hace cien años, el desdén por la vida humana es más brutal, y no
existe ningún tipo de reconocimiento de tus derechos. Y. en los lugares en los que todavía estás
intentando entronar a tus propios Führers, todo respeto por los logros ha desaparecido siendo
reemplazado por el robo de los frutos de un duro trabajo de tus grandes amigos. No sabes lo
que quiere decir agradecimiento por un regalo, ya que piensas que no seguirías siendo un
Americano, Ruso o Chino libre, si tuvieras que respetar y reconocer las cosas. Lo que tú
señalaste para ser destruido florece más vigorosamente que nunca; y lo que
deberías salvaguardar y proteger como a tu propia vida, lo has destruido. Consideras la
lealtad «un sentimentalismo» o un «hábito pequeño-burgués», el respeto por los
descubrimientos una actitud servil. No te das cuenta de que eres un lameculos donde deberías
ser irreverente y que eres un desagradecido cuando deberías ser leal.
Te mantienes de rodillas y te crees estar bailando en el reino de la libertad. Despertarás de tu
pesadilla, Pequeño Hombrecito, encontrándote tendido en el suelo y desamparado. Porque tú
robas donde te es dado, y das donde estás siendo robado. Confundes el derecho de libre
expresión y de crítica con el hablar irresponsable y los chistes malos. Quieres criticar pero no
quieres ser criticado, y por esta razón se te aparta. Siempre quieres atacar sin exponerte al
ataque. Es por eso que siempre disparas desde una emboscada.
¡Policía! ¡Policía¡ ¿Tiene su pasaporte en orden? ¿De verdad es un Doctor en Medicina? ¿Su
nombre no aparece en QUIEN ES QUIEN, y la Asociación Médica lo combate. »
Aquí la policía no te servirá de ayuda, Pequeño Hombrecito. Ellos pueden coger a los
ladrones y pueden regular el tráfico, pero no pueden conseguirte la libertad. Tú y sólo tú has
destruido tu propia libertad, y sigues destruyéndola, con una perseverancia inexorable. Antes de
la primera «Guerra Mundial», no existían pasaportes para viajar internacionalmente; uno podía
hacerlo a cualquier parte que deseara. La guerra por «la paz y la libertad» trajo los controles de
pasaporte, y éstos se te prendieron como piojos. Cuando querías viajar unos 300 kilómetros en
Europa, primero tenías que pedir permiso en los consulados de unas 10 naciones diferentes. Y
todavía sigue igual, años después del fin de la segunda guerra mundial para acabar con todas
las guerras. Y así seguirá siendo después de la tercera y la enésima guerra-para-acabar-contodas-
las-guerras.
«!Escuchen! Ofende mi patriotismo, honor y gloria de la nación!»
Oh, cállate, Pequeño Hombrecito. Existen dos clases de tonos: el rugido de una tormenta
entre los picos de las montañas, y el del pedo. Eres un pedo, y crees que hueles a violetas. Curo
tu miseria neurótica y preguntas si he aparecido en ¿QUIEN ES QUIEN? Entiendo tu cáncer y tu
pequeño inspector de Sanidad prohíbe mis experimentos con ratones. Enseñé a tus médicos a
entenderte médicamente, y tu Asociación Médica me denuncia a la policía. Estás mentalmente
enfermo, y ellos te administran shocks eléctricos, del mismo modo que en la Edad Media usaban
las cadenas y los látigos.
Cállate, Querido Pequeño Hombrecito. Toda tu vida es demasiado miserable. No quiero
salvarte, pero debo acabar lo que te estoy contando, incluso si fueras acercándote con un
camisón blanco y una máscara, con una cuerda en tu cruel y sangrienta mano, para ahorcarme.
No puedes ahorcarme, Pequeño Hombrecito, sin colgarte a tí mismo. Porque yo represento tu
vida, tu sentimiento por el mundo, tu humanidad, tu amor y tu alegría creadora. No, no puedes
asesinarme, Pequeño Hombrecito. Una vez tuve miedo de tí, así como anteriormente había
confiado demasiado en tí. Pero he ido mucho más allá que tú, y ahora te veo en la perspectiva
de unos mil años mirando hacia el futuro y hacia el pasado. Quiero que pierdas el miedo de tí
mismo. Quiero que vivas más feliz y decentemente. Quiero que tengas un cuerpo vivo en lugar
de rígido. Quiero que ames a tus hijos en lugar de odiarlos, que hagas feliz a tu mujer en lugar
de torturarla «maritalmente». Soy tu médico, y desde el momento en que habitas este planeta, yo
soy tu médico planetario; No soy Alemán, ni Judío, ni Cristiano, ni Italiano. Soy un ciudadano de
la tierra. Para tí, por otra parte, únicamente existen Americanos angelicales o bestias Japonesas.
«¡Deténganlo! «Examínenlo! ¿Tiene permiso para practicar la medicina? ¡Proclamen un
decreto Real que diga que no la puede practicar sin el consentimiento del rey de nuestro país
libre! ¡El hace experimentos psicológicos acerca de la función de mi placer! (Encarcélenlo!
¡Sáquenlo del país!»
He autoadquirido el permiso de meterme en mis actividades. Nadie me lo puede dar. He
encontrado una nueva ciencia que finalmente entiende tu vida. Te aprovecharás de ella dentro
de diez o cien o mil años así como en el pasado has devorado otras enseñanzas cuando estabas
al borde del abismo. Tu Ministro de Sanidad no tiene ningún poder sobre mí, Pequeño
Hombrecito. Tendría influencia sólo si tuviera el coraje de conocer mi verdad. Pero no tiene ese
coraje. Entonces, él se vuelve a su país y le dice a la gente que estoy internado en un manicomio
Americano, y nombra como Inspector General de Hospitales a un hombre mediocre que, en un
intento de negar la función del placer, ha falsificado los experimentos. Yo, por otra parte, te
escribo estas conversaciones para tí, Pequeño Hombrecito. ¿Quieres más pruebas de la
impotencia de tus poderosos? Sean autoridades, inspectores de Sanidad o Profesores no
pudieron imponer sus prohibiciones contra la comprensión de tu cáncer. Realicé mis trabajos de
disección y microscopía contra sus prohibiciones explícitas. Sus viajes a Inglaterra y Francia
para socavar mi trabajo no fueron de ningún provecho. Permanecieron hundidos donde siempre
han estado, en la patología. Yo, por otra parte, he salvado tu vida más de una vez, Pequeño
Hombrecito.
Cuando lleve al poder a mis Führers de todos los proletarios en Alemania, lo pondremos
contra el paredón! ¡Estropea a nuestra juventud proletaria! ¡Afirma que el proletariado sufre de
incapacidad de amar del mismo modo que la burguesía! Convierte nuestras organizaciones de
jóvenes en burdeles. ¡Afirma que soy un animal! ¡Destruye mi conciencia! Sí destruyo los
ideales que han echado a perder tu buen sentido y tu cabeza, Pequeño Hombrecito. Quieres ver
tu gran esperanza eterna sólo en el espejo, allí donde no puedas cogerla. Pero únicamente la
verdad en tu propio puño te hará el dueño de esta tierra.
«¡Arrojadle del país! ¡Socava la tranquilidad y el orden. Es un espía de mis enemigos eternos.
Ha comprado una casa con el oro de Moscú (¿0 es Berlín?)»
No entiendes, Pequeño Hombrecito. Una pequeña vieja mujer tenía miedo de los ratones. Era
mi vecina y sabía que yo cuidaba ratones experimentales en mi sótano. Ella tenía miedo de que
los ratones pudieran arrastrarse por debajo de su falda y entre sus piernas. No tendría ese miedo
si hubiera disfrutado del amor alguna vez. Fue con estos ratones que aprendía a entender tu
putrefacción cancerosa, Pequeño Hombrecito. Resulto que eras mi casero, y la pobre ancianita
te pidió que me desalojaras. Y tú, con todo tu coraje, tu riqueza dé ideales y éticas, me
desalojaste. Tuve que comprar una casa para poder continuar el estudio de los ratones, para tu
propio beneficio, sin tu estorbo y tu cobardía. Después de esto, ¿qué hiciste, Pequeño
Hombrecito? Como un pequeño Juez de Distrito ambicioso, querías usar al famoso hombre
peligroso para prosperar en tu carrera. Dijiste que era un Alemán u, otra vez, un espía Ruso. Me
pusiste en prisión. Pero valió la pena, verte sentado allí, en mí juicio, ruborizándote
completamente. Me distes pena, pequeño sirviente del estado, de tan miserable que eras. Y tus
agentes secretos realmente no hablaban muy bien de tí cuando registraban mi casa buscando
«material de espionaje.»
Más tarde, te encontré de nuevo, esta vez en la persona de un pequeño Juez de Bronx, con
la ambición insatisfecha de sentarte en un tribunal de más categoría. Me acusaste de tener en mi
biblioteca libros de Trotsky. No sabías, Pequeño. Hombrecito, para qué sirve una biblioteca. Te
dije que en mi biblioteca también tenía obras de Hitler, Buda, Jesús, Goethe, Napoleón y
Casanova. Te expliqué que para entender la plaga emocional, uno debía conocerla íntimamente
de todos los lados. Eso era nuevo para tí, Pequeño Juez.
«¡Encarcélenlo! ¡Es un fascista! ¡Desprecia al pueblo»
Tú no eres «el pueblo» Pequeño Juez, Tú desprecias al pueblo, porque no administras sus
derechos, sino, por el contrario, te dedicas a prosperar en tu carrera.. También esto te lo han
dicho muchos grandes hombres; pero, por supuesto: nunca los, has leído. Tengo respeto por la
gente cuando me expongo al gran peligro de contarles la verdad. Podría jugar al bridge contigo
y hacerte bromas. Pero no me siento en la misma mesa contigo. Ya que eres un pobre Abogado
de los Derechos Humanos.
¡Es un trotskista! ¡Encarcelarlo! ¡Incita al pueblo, el Perro Rojo!
No incito al pueblo, sino a tu autoconfianza, a tu humanidad, y no puedes soportarlo. Porque
lo que quieres es obtener votos y mejorar tu posición, quieres ser el Juez del Tribunal Superior o
el Führer de todos los proletarios. Tu justicia y tu mentalidad de Führer es la soga atada al
cuello del mundo, ¿Qué hiciste con Wilson, esta persona grande y afable? Para tí, candidato a
Führer de todos los proletarios, era un «explotador de[ pueblo». Lo asesinaste, Pequeño
Hombrecito, con tu indolencia, tus conversaciones vacías, tu miedo a tu propia esperanza.
Casi me asesinaste a mí también, Pequeño Hombrecito.
¿Te acuerdas de mi laboratorio, hace diez años? Tú eras un Asistente Técnico. Habías
estado sin trabajo y me fuiste recomendado, como un Socialista excepcional, miembro de un
partido gubernamental. Recibías un buen salario y eras libre en el pleno sentido de la palabra. Te
incluí en todas las deliberaciones, porque creía en tí y en tu «misión». ¿Recuerdas lo que
sucedió? Enloqueciste con la libertad. Durante días te vi pasear con la pipa en la boca, sin hacer
nada. No entendía porque no trabajabas. Cuando entraba por la mañana al laboratorio,
esperabas provocativamente que yo te saludara primero. Me gusta ser el primero en saludar a la
gente, Pequeño Hombrecito. Pero si uno espera que yo haga eso, me enfado mucho porque soy
a tu juicio, tu «Señor», y «Jefe». Te dejé abusar de tu libertad durante unos pocos días, y
entonces tuve una conversación contigo. Con lágrimas en los ojos admitiste que no sabías qué
hacer con esta nueva clase de régimen. No estabas acostumbrado a la libertad. En tu situación
anterior, no te era permitido fumar en presencia del jefe, se suponía que sólo podías hablar en
caso de que se te hablara, tú, candidato a Führer de todos los proletarios. Pero ahora, al tener
una libertad genuina, te comportas con impertinencia y provocativamente. Te entendí y no te
despedí. Entonces fuiste a contarle a algún juzgado psiquiátrico conservador acerca de mis
experimentos. Tú eras el informador secreto, uno de los hipócritas y conspiradores que instigó la
campaña periodística contra mí. Así es como eres, Pequeño Hombrecito, cuando disfrutas de la
libertad. Contrariamente a tus intenciones, tu campaña adelantó diez años mi trabajo.
Por lo tanto me deshice de tí, Pequeño Hombrecito. No voy a servirte por más tiempo, ni
quiero ser torturado lentamente hasta la muerte por mi preocupación por tí. No puedes seguirme
hasta las lejanas distancias en las que me muevo. Te aterrorizarías si tuvieras la más mínima
idea de lo que te espera en el futuro. Ya que te estás apoderando de la dirección del mundo. Mis
investigaciones solitarias son parte de tu futuro. Pero por ahora no te quiero como compañero de
viaje. Como compañero de viaje eres inofensivo únicamente en la taberna, pero no donde yo
voy.
«¡Abajo con él! ¡Desprecia la civilización que yo, el Hombre de la Calle he construido. Soy un
hombre libre en una democracia libre!
No eres nada, Pequeño Hombrecito, nada de nada. No eres tú quien ha construido esta
civilización, sino unos pocos de tus maestros decentes. No tienes ni idea de lo que haces cuando
trabajas en la construcción. Y cuando alguien te dice que te responsabilices por el edificio
entonces le llamas un «traidor al proletariado» y corres hacia el Padre de todos los Proletarios
que no te dice eso.
No eres libre, Pequeño Hombrecito. No tienes ni idea de lo que es la libertad. No sabrías
cómo vivir en libertad. ¿Quién en Europa le ha dado la victoria a la plaga emocional? Tú,
Pequeño Hombrecito. ¿Y en América? Piensa en Wilson.
«¡Escuchen, me acusa a mí, el Pequeño Hombrecito! ¿Quién soy yo, qué poder tengo yo
para influenciar al Presidente de los Estados Unidos? Yo hago mi deber, hago lo que me manda
mi jefe, y no me meto en alta política.»
Y cuando empujaste a miles de hombres, mujeres y niños hacia las cámaras de gas, también
estabas haciendo simplemente lo que te habían mandado, ¿no es eso, Pequeño Hombrecito?
No eres más que un pobre diablo que no tiene nada que decir, que no tiene opinión propia, y
¿quién eres tú, después de todo, para meterte en política? Ya sé, lo he oído muy
frecuentemente. Pero yo te pregunto: ¿Por qué no cumples con tu deber cuando alguien te dice
que eres responsable de tu trabajo, o te dice que no pegues a tus hijos, o que no sigas a los
dictadores? En ese caso, ¿dónde está tu deber, tu obediencia-inocente? No, Pequeño
Hombrecito, nunca escuchas cuando es la verdad quien habla, sólo escuchas cuando te gritan.
Y entonces gritas ¡Heil! Eres cobarde y cruel, sin ningún sentido de tu verdadero deber, ese
de ser humano y de salvaguardar a la humanidad. Imitas mal al sabio y estupendamente al
ladrón. Tus películas, programas de radio
y «libros cómicos» están llenos de crímenes.
Tendrás que arrastrarte en tu pequeñez durante siglos antes de que puedas llegar a ser tu
propio dueño. Me separo de tí para poder prestar mejor servicio a tu futuro. Ya que en la
distancia no puedes asesinarme, sientes desprecio por aquello que está cerca de tí. Pusistes a
tu General o a tu Mariscal de Campo en un pedestal para así ser capaz de respetarlo, incluso
aunque sea despreciable. Por eso, desde que el mundo escribe su historia, el gran hombre se ha
mantenido lejos de tí.
«¡Es un megalomaniático! ¡Se ha vuelto loco, completamente loco».
Ya sé, Pequeño ,Hombrecito, eres rápido en diagnosticar locura cuando te encuentras con
una verdad que no te gusta. Y te consideras el «homo normalis». Has encerrado a la gente loca,
y la gente normal dirige el mundo. ¿Entonces, quién ha de ser culpado de toda la miseria? Tú no,
por supuesto, solamente cumples con tu deber, y ¿quién eres tú para tener una opinión propia?
Ya lo sé, no me lo tienes que repetir. No eres nadie importante, Pequeño Hombrecito. Pero
cuando pienso en tus hijos recién nacidos, en cómo los torturas para convertirlos en seres
humanos «normales», a tu imagen y semejanza, entonces tengo la tentación de volver a
acercarme a tí otra vez para poder prevenir tu crimen. Pero también sé que te has preocupado
de protegerte muy bien con la institución de un Ministerio de Educación.
Quiero llevarte a dar un paseo por este mundo, Pequeño Hombrecito, y mostrarte dónde
estás y dónde estabas, en el presente y en el pasado, en Viena, Londres y Berlín, como «el
portador de la voluntad popular», como adepto de alguna creencia. Puedes encontrarte en
cualquier parte, y podrías reconocerte a tí mismo, ya seas Francés, Alemán u Hotentote, si
tienes el coraje de mirarte a tí mismo.
«¡Escuchad! ¡Ofende mi honor! ¡Mancha mi misión!»
No hago tal cosa, Pequeño Hombrecito. Estaría muy contento si tú me probaras lo contrario, si
demostraras que eres capaz de mirarte a tí mismo y de reconocerte. Tienes que dar pruebas del
mismo modo que un contratista que construye un edificio tiene que hacerlo. La casa debe estar
allí y debe ser habitable. El contratista no tiene derecho a gritar, «Ofende mi honor», cuando le
muestro que sólo habla de «la misión de la construcción de casas» en lugar de construir casas
realmente. De¡ mismo modo tienes que demostrar que eres el portador del futuro de la
humanidad. No puedes esconderte por más tiempo como un cobarde detrás de tu «honor de la
nación» o de¡ «proletariado». Ya has distorsionado demasiado tu propia naturaleza, Pequeño
Hombrecito!
Como digo, me estoy deshaciendo de ti. Fueron necesarios muchos años y muchas
dolorosas noches de insomnio para llegar a hacerlo. Tus candidatos a Führers de todos los
proletarios no son tan complicados. Hoy son tus Führers y mañana harán artículos prostituidos
para un pequeño periódico. Cambian sus convicciones como uno cambia de camisa. Yo no. Sigo
preocupándome por ti y por tu destino. Pero puesto que eres incapaz de respetar a nadie que
está cerca de tí, tengo que poner cierta distancia entre nosotros. Tus biznietos serán los
herederos de mi labor. Espero que disfruten de los frutos de ésta así como he estado esperando
durante treinta años que tú lo hicieras. Tú, por el contrario, seguiste gritando, «Abajo el
capitalismo» o, «Abajo la Constitución Americana!».
Sígueme, Pequeño Hombrecito, quiero mostrarte algunas instantáneas de tí mismo. No
corras. Es un trago amargo pero saludable, y no tan terriblemente peligroso.
Hace aproximadamente cien años aprendiste a imitar como un loro a los físicos que
construyeron máquinas y decían que no existía el alma. Entonces vino un gran hombre que te
mostró tu alma, sólo que no sabía cuál era la conexión entre tu alma y tu cuerpo. Dijiste:
«Ridículo! «Psicoanálisis!» ¡Charlatanería! Pueden analizar la orina, pero no puedes analizar la
psiquis». Decías esto porque sobre medicina no conocías más que los análisis de orina. La lucha
por tu mente duró alrededor de cuarenta años. Conozco esta dura lucha, porque yo, también
combatí en ella por ti. Un día descubriste que se podía hacer mucho dinero con la enferma
mente humana. Todo lo que uno tiene que hacer es dejar venir al paciente diariamente durante
una hora en un término de varios años y hacerle pagar determinado precio por cada hora.
Entonces, y no antes de ese momento, empezaste a creer en la existencia de la mente. En el
entretiempo, había aumentado considerablemente el conocimiento sobre tu cuerpo. Me di cuenta
de que tu mente es una función de tu energía vital, que, en otras palabras, existe una unidad
entre el cuerpo y la mente. Seguí en esta brecha y descubrí que proyectas tu energía vital
cuando te sientes bien y amas y que la haces retroceder al centro del cuerpo cuando tienes
miedo. Durante quince años guardaste silencio acerca de estos descubrimientos. Pero yo seguí
por el mismo camino y encontré que esta energía vital, a la que llamé «orgón», también se
encuentra en la atmósfera, fuera de' tu cuerpo. Tuve éxito al verla en la oscuridad y al inventar
un aparato, que la engrandecía y la hacía visible. Mientras tú jugabas a cartas o estabas
torturando a tu mujer y desgraciando a tu hijo, yo me sentaba en una habitación oscura muchas
horas del día, durante dos largos años, para asegurarme que había descubierto tu energía vital.
Gradualmente, aprendí a demostrarla a otra gente, y encontré que ellos veían lo mismo que yo.
Si eres un doctor que cree que la mente es una secreción de las glándulas endocrinas, le
dices a uno de mis pacientes curados que mi éxito terapéutico fue el resultado de la «sugestión».
Si sufres de dudas obsesivas y de miedo a la oscuridad, sobre el fenómeno que acabas de
observar dices que es debido a la «sugestión» y que te sientes como en una sesión espiritista.
Así eres, Pequeño Hombrecito. En 1 945 charlataneas tan desesperadamente sobre el «alma»
como negaste su existencia en 1 920. Sigues siendo el mismo Pequeño Hombrecito. En 1 984 y
con la misma indiferencia , te enriquecerás con el orgón, y asimismo, indiferentemente, dudarás,
difamarás, y matarás con el silencio y arruinarás otra verdad de la misma manera que hiciste con
el descubrimiento de la mente y con el de la energía cósmica. Y sigues siendo el Pequeño
Hombrecito «crítico» que grita, Hell por aquí y Heil por allá. ¿Recuerdas lo que dijiste sobre el
descubrimiento de queda tierra no permanece quieta sino que rota y se mueve en el espacio? Tu
respuesta fue el estúpido chiste de que ahora los vasos se caerían de la bandeja de¡ camarero.
Esto sucedió hace unos pocos siglos, y por supuesto lo has olvidado, Pequeño Hombrecito.
Todo lo que sabes de Newton es que «vio caer una manzana de un árbol», y todo lo que sabes
de Rousseau es que «quería regresar a la naturaleza». Lo único que aprendiste de Darwin es «la
supervivencia del más fuerte», pero no tu descendencia de los monos. Del Fausto de Goethe -
que te gusta citar tan a la ligera- has entendido tanto como un gato puede entender de
matemáticas. Eres estúpido y vanidoso ignorante y simiesco, Pequeño Hombrecito. Siempre
sabes como esquivar lo esencial y aprender lo que es erróneo. Tu Napoleón, -ese pequeño
hombre con galones dorados, de quien no se perpetuó nada excepto el servicio militar
obligatorio-, se despacha en tus librerías con grandes letras doradas, pero mi Kepler -que
entrevió tu origen cósmico-, no se puede encontrar en ninguna librería. He aquí por que no sales
de la ciénaga, Pequeño Hombrecito. Por eso tengo que decirte que te vayas cuando crees que
he trabajado y me he preocupado durante veinte años y he sacrificado una fortuna para
«sugerirte» la existencia de la energía orgónica cósmica. No, ,Pequeño Hombrecito, al hacer
todo este sacrificio, lo que realmente he aprendido es a curar la plaga en tu cuerpo. Tú no crees
eso. Ya que oír decir en Noruega que «si alguien gasta tanto dinero para sus experiencias debe
estar literalmente loco.» Yo entiendo esto: Juzgas por lo que tú mismo eres. Solamente puedes
tomar, no puedes dar. Por eso te resulta inconcebible que alguien pueda sentir felicidad en la
vida dando, así como te es inconcebible que se pudiera estar con un miembro del otro sexo sin
querer inmediatamente «echarse».
Podría respetarte si fueras grande robando tu felicidad. Pero eres un ladrón pequeño y
cobarde. Eres inteligente, pero al estar físicamente estreñido, eres incapaz de crear. Así, como
Freud te dijo una vez, robas un hueso y lo arrastras hasta la madriguera para roerlo. Te
congregas alrededor del dadivoso, del gastador despreocupado y lo exprimes. Eres el
explotador y, perversamente, le ¡lamás a él el explotador. Te atracas con su conocimiento, su
felicidad, su grandeza, pero no puedes digerir lo que has deglutido... Lo cagas inmediatamente
de nuevo, y apesta horriblemente. O, para mantener tu dignidad después de haber cometido el
robo, difamas a tu benefactor, le llamas loco o charlatán o un seductor de niños.
Oh, ahí estamos: «Seductor de niños». ¿Te acuerdas Pequeño Hombrecito (entonces eras el
Presidente de una sociedad científica) como extendiste el rumor que yo había hecho presenciar
a mis hijos el acto sexual? Esto sucedió después que hube publicado mi primer artículo sobre
los derechos genitales de los niños. Y la otra vez (entonces resultabas ser el Presidente
temporal de cierta «asociación cultural» en Berlín) cuando difundiste el rumor que yo llevaba a
las chicas adolescentes a dar una vuelta en coche hasta los bosques y que allí las seducía?
Jamás he seducido a ninguna chica adolescente, Pequeño Hombrecito. Esa es tu sucia
fantasía, no la mía, yo amo a mi compañera o mi mujer; no soy como tú que eres incapaz de
amar a tu mujer y por lo tanto te gustaría seducir a las pequeñas muchachas en los bosques.
Y tú, niña adolescente, ¿No sueñas con tu estrella de cine? ¿No te llevas a la cama su
fotografía? ¿No te acercas a él y lo seduces pretendiendo tener más de dieciocho años de edad?
¿Y entonces? ¿No acudes al juzgado y lo acusas de violación? El es absuelto o declarado
culpable, y tus abuelas besan las manos del gran artista de cine.
Querías acostarte con el artista de cine, pero no tenías el coraje de asumir la responsabilidad.
Por lo tanto lo acusaste a él, pobre jovencita violada. ¡Oh tú!, pobre mujer violada que
experimentaste más placer sexual con tu chofer que con tu marido. ¿No sedujiste tú a tu chofer
de color que había mantenido su sexualidad más o menos sana, pequeña mujercita blanca? ¿Y
no le acusaste de violación, pobre criatura indefensa, víctima de una «raza inferior»? No, por
supuesto, eres pura y blanca, tus antepasados arribaron en el Mayflower, eres «Hija de Esta o
Aquella Revolución», una Nordista o una Sudista cuyo abuelo se enriqueció arrastrando
encadenados a los Negros Africanos hacia América. !Cuán inofensiva!, ¡cuán pura¡, !cuán
blanca!, ¡cuán pequeña deseosa del Negro!, pobre pequeña mujer. Miserable cobarde
descendiente de una raza enferma de cazadores-de-esclavos, del cruel Cortés que atrajo a miles
de confiados Aztecas hacia una trampa para así dispararles desde una emboscada.
Vosotras pobres hijas de esa o aquella revolución. ¿Qué habéis entendido sobre la
emancipación? ¿Qué sobre los esfuerzos de los revolucionarios americanos, qué de Lincoln que
liberó a los esclavos a los que vosotros enviásteis al «mercado de la libre competencia». Mirad al
espejo, hijas de las revoluciones. Allí reconoceréis a las «Hijas de la Revolución Rusa, vosotras,
muchachas inofensivas y castas.
Si simplemente una vez hubieras sido capaz de dar amor a un hombre, la vida de muchos
Negros, Judíos o trabajadores habría sido salvada. Del mismo modo que matas tu vida en tus
hijos así matas en los Negros tus anhelos de amor, tus frívolas y pornográficas fantasías de
lujuria. Os conozco, vosotras hijas y mujeres de los ricos. ¡Qué abismal vileza engendráis en
vuestros rígidos genitales! No,. hija de esta o aquella revolución, no tengo ninguna intención de
llegar a ser un Juez Bacherol o un Comisario. Eso lo dejo para tus criaturas tiesas metidas en
togas y uniformes. Amo a los pájaros, ciervos y ardillas que están cerca de los Negros. Me
refiero a los Negros de la Jungla, no a los de Harlem, con sus correspondientes jaulas y collares
inflexibles. No me refiero a la gorda mujer Negra con pendientes, cuyo placer inhibido se
convirtió en la gordura de sus caderas. Me refiero a los cuerpos esbeltos y suaves de las chicas
de los Mares del Sur a quienes tú, cerdo sexual de este o aquel Ejército, «se tiraron»;
muchachas que no sabían que vosotros tomábais su amor puro del mismo modo como lo
haríais en un burdel de Denver.
No, hija, tú ansías lo vital que todavía no ha comprendido que es explotado y despreciado.
Pero ha llegado tu hora. Has dejado tu papel de virgen racial Alemana. Continúas viviendo como
el tipo de virgen Rusa o como la hija Universal de la Revolución. Dentro de 500 ó 1.000 años,
cuando los chicos y chicas sanos disfruten y protejan el amor, de tí no quedará nada más que
una ridícula memoria.
¿No negaste tus auditoriums a María Anderson, esa voz de lo vital, Pequeña Mujercita
Cancerosa? Su nombre resonará durante siglos cuando de tí no quedará ni el más mínimo
rastro. Me pregunto si Marian Anderson también piensa en los siglos o si ella, a su vez, prohíbe
el amor de sus hijos. No lo se; lo vital oscila en grandes y pequeños saltos. Está satisfecho con
la vida misma. No vive en tí, Pequeña Mujercita Cancerosa.
Has difundido el cuento de hadas, y tu Pequeño Hombrecito se lo ha tragado, aprendido,
engatusado y grabado que tú eres «LA SOCIEDAD», Pequeña Mujercita. No lo eres. Es cierto,
todos los días anuncias en tus periódicos Judíos y Cristianos que y cuando tu hija se
comprometerá a un hombre; pero eso no le interesa a ningún individuo serio. La «Sociedad» soy
yo, y el carpintero y el jardinero y el profesor y el médico y el trabajador de la fábrica. Eso es la
sociedad, y no tú, pequeña mujer cancerosa, rígida, pintarrajeada. Tú no eres la vida, tú eres su
distorsión. Pero entiendo porque te retraes a tu fortaleza de opulencia. Era la única cosa que
podías hacer, frente a la pequeñez de los carpinteros y los jardineros y los médicos, profesores y
trabajadores de fábrica. En la encrucijada de esta plaga era tu más sabio acto. Pero. tu
pequeñez e insignificancia está en tus huesos, en tu diarrea, tu reumatismo, tu máscara, tu
negación de la vida. Eres infeliz, pobre pequeña mujer, porque tus hijos se arruinan, tus hijas se
hacen prostitutas, tus maridos se tornan impotentes y tu vida se purifica, y con ella tus tejidos. No
puedes contarme ningún cuento, Pequeña Hijita de la Revolución; te he visto desnuda.
Eres cobarde como lo has sido siempre. Tenías la felicidad de la -humanidad en tus manos, y
la perdiste apostándotela en el juego. Has sufragado Presidentes, y los has dotado de pequeñez.
Se fotografían poniendo medallas a la gente, sonríen eternamente y no se atreven a llamarle al
pan pan y al vino vino, Pequeña Hijita de la Revolución! Tenías el mundo en tus manos y al final
tiraste tus bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki; tu hijo, quiero decir, las dejó caer. Te
abriste la lápida, Pequeña Mujercita Cancerosa. Con esta única bomba empujaste para siempre
a la silenciosa tumba a toda tu clase, a toda tu raza. Ya que no tuviste la humanidad de advertir a
los hombres, mujeres y niños de Hiroshima y Nagasaki. No controlabas la grandeza de ser
humano. Por esta razón, desaparecerás lentamente como las piedras en el mar. No importa lo
que digas o pienses ahora, tú, Pequeña Mujercita que produjo generales idiotas. Dentro de
quinientos años a partir de ahora, se reirán y maravillarán de tí». Eso no se hace aún, ya que
todavía eres parte y parcela de la miseria del mundo.
Sé lo que vas a decir Pequeña Mujercita. Todas las apariencias están a tu favor; «defensa del
país», etc. He oído eso tiempo atrás en la Vieja Austria. ¿Has oído alguna vez gritar a un
conductor de coches Vienés «Hurra, mein Kaisen»? ¿No? Pues bien, sólo tienes que escucharte
a tí misma; es la misma música. No, Pequeña Mujercita. No te tengo miedo; no hay nada que
puedas hacerme. Es cierto, tu yerno es el Asistente del Juez del distrito, o tu sobrino es el
Asistente del Recaudador de Impuestos. Lo invitas a tomar té y dejas caer unas pocas palabras
sobre mí. El quiere llegar a ser Juez de Distrito o Jefe Recaudador de Impuestos, y busca una
víctima de la «ley y el orden». Sé como se hacen estas cosas. Pero esta clase de cosas no te
van a salvar el pescuezo, Pequeña Mujercita. Mi verdad es más fuerte que tú.
«¡Es un fanático monomaniático! ¿No cumplo ninguna función en la sociedad?»
Sólo te he mostrado de qué manera eres pequeño y vil, Pequeño Hombrecito y Pequeña
Mujercita. Ni siquiera he mencionado todavía tu utilidad e importancia. ¿Piensas que escribiría
estas charlas cargadas de peligro para mi vida si no fueras importante? Tu pequeñez y
mezquindad son tanto más terribles si se las ve a la luz de tu importancia y gigantesca
responsabilidad. Dicen que eres estúpido. Yo digo que eres inteligente pero cobarde. Dicen que
eres el desecho de la sociedad humana. Yo digo que eres su semilla. Dicen que la cultura
necesita esclavos. Yo digo que ninguna cultura puede ser construida con esclavos. Este
espantoso siglo veinte ha hecho ridícula cualquier teoría cultural desarrollada desde Platón. La
cultura humana ni siquiera existe todavía, Pequeño Hombrecito! Estamos solo empezando a
comprender la horrible desviación y la degeneración patológica del animal. Esta «conversación al
Pequeño Hombrecito» o cualquier otro escrito cultural decente es para la cultura de dentro de
1000 ó 5000 años lo que fue la primera rueda de hace miles de años para la locomotora Diesel
de hoy día.
Siempre piensas a corto plazo, Pequeño Hombrecito, del desayuno al almuerzo. Debes
aprender a pensar hacia atrás en términos de centurias y hacia adelante en términos de miles de
años. Debes aprender a pensar en términos de vivir la vida, en términos de tu desarrollo desde la
primera célula plasmática hasta el animal que camina derecho pero no puede pensar derecho. Ni
siquiera recuerdas las cosas que ocurrieron diez o veinte años atrás, y por lo tanto continúas
repitiendo las mismas estupideces que dijiste hace 2000 años; aún más: te aferras a
tus estupideces, tales como tu «raza», «clase», «nación», compulsión religiosa, supresión del
amor, etc., como un piojo se aferra a la piel. No te atreves a mirar cuán profundamente estás
hundido en la ciénaga de tu miseria.
Cada tanto, sacas tu cabeza fuera de la ciénaga para gritar ¡Heil! El croar de una rana en el
pantano está más próximo a la vida.
¿Por qué no me sacas de la ciénaga? ¿Por qué no participas en mis fiestas, mis
parlamentos, mis conferencias diplomáticas? ¡Eres un traidor! Has peleado por mí y has sufrido
y te has sacrificado. ¡Ahora me insultas!»
Yo no puedo sacarte de la ciénaga. El único que puede hacerlo eres tú mismo. Nunca he
tomado parte en tus fiestas y conferencias porque siempre existe el grito, «abajo con lo
esencial» y «hablemos de lo no esencial». Realmente, durante veinticinco años he luchado por
tí, he sacrificado mi seguridad profesional y la calidez de mi familia por tí; he donado una buena
cantidad de dinero para tus organizaciones, he participado en tus desfiles y manifestaciones
contra el hambre. Es cierto, te he dado miles de horas como médico, sin compensación; he ido
de país en país por tí, y con frecuencia por tu provecho; mientras tú gritabas roncamente tu I-ah,
alíala! Estuve literalmente preparado para morir por tí cuando -en la lucha contra la plaga
política- te llevé en mi coche, con la pena de muerte colgando sobre mi cabeza; cuando ayudé a
proteger a tus hijos contra las redadas de la policía cuando ellos iban a manifestaciones;
cuando gasté todo mi dinero en establecer clínicas de salud mental donde podías obtener
consuelo y ayuda. Pero tú sólo tomaste de mí, y nunca devolviste nada. Querías ser salvado
pero en el curso de treinta años de pesadilla de plaga emocional nunca tuviste un pensamiento
positivo. Y cuando finalizó la segunda guerra te encontraste exactamente en el mismo lugar que
estabas cuando ésta estalló. Quizás un poco más a la «izquierda» que a la «derecha», pero ni
un milímetro HACIA ADELANTE.
Apostaste la gran emancipación Francesa y la perdiste, y la incluso más grande
emancipación Rusa la convertiste en el horror del mundo. Este terrible fallo tuyo, que solo
corazones grandes y solitarios pudieron entender sin enfadarse contigo, sin despreciarte, fue
seguido por la desesperación de todo un mundo, esa parte del mundo que estaba preparada
para sacrificar todo por tí. En todos los años de pesadilla, en un medio siglo sangriento, ideaste
únicamente perogrulladas y ni siquiera una simple palabra curativa, sensible.
No me desalenté, ya que entretanto había aprendido a entender aún mejor y más
profundamente tu enfermedad crónica. Sabía ahora que no tenías ninguna posibilidad de pensar
o actuar de forma diferente a como lo hacías. Reconocí el miedo mortal a lo vital que hay en tí,
un miedo que siempre te hace empezar correctamente y acabar equivocadamente. No entiendes
que el conocimiento conduce a la esperanza. Solamente proyectas esperanza hacia tí mismo, no
hacia fuera. Por esta razón, delante de la descomposición total del mundo, me llamas
«optimista», Pequeño Hombrecito. Sí, soy optimista y cargado de futuro. ¿Por qué, preguntas?
Te lo explicaré:
En la misma medida en que me aferraba a tí, tal como eras y eres, era una y otra vez
golpeado en la cara por tus malintencionadas flechas. Miles de veces he olvidado lo que me has
hecho cuando te he ayudado, y miles de veces me recordabas tu enfermedad. Hasta que
realmente abrí mis ojos y te miré plenamente a la cara. Al principio, sentí que crecía en mí el
desprecio y el odio. Pero gradualmente aprendí a permitir que mi comprensión sobre tu
enfermedad hiciera efecto contra mi odio y mi desprecio. Ya no me sentía enfadado contigo por
tu funesto error en tu primer intento de gobernar el mundo. Empecé a comprender que esta era
la forma en que inevitablemente tenía que haber sucedido, porque durante miles de años se te
ha impedido vivir la vida tal cual es.
Descubrí la ley funcional de lo vital, Pequeño Hombrecito, cuando tu ibas chillando, «¡Está
loco¡» En aquella ocasión eras un pequeño psiquiatra con un pasado en el movimiento juvenil y
con una enfermedad cardiaca
en el futuro, ya que eras impotente. Más tarde, moriste de un ataque al corazón, ya que
nadie roba con impunidad, ni difama a otro sin peligrar su vida, si uno tiene una migaja de
honestidad en sí mismo. Y tú la tenías en un rincón de tu alma, Pequeño Hombrecito. Cuando
te convertiste de amigo en enemigo, pensaste que yo estaba acabado, y trataste de darme la
última patada porque sabías, que tenía razón y que tú eras incapaz de seguirme. Cuando, años
más tarde, regresé, esta vez mucho más fuerte, más esclarecido, más determinado que nunca,
sentiste un miedo de muerte. Y antes de morir, te distes cuenta que yo había saltado sobre
profundos y anchos precipicios y sobre las zanjas que hablas cavado para arruinarme. ¿No
habías proclamado mis enseñanzas como si fueran tuyas en tu cauta organización? Te diré: la
gente honesta en la organización lo sabía; Lo sé porque me lo han dicho. No, Pequeño
Hombrecito, las tácticas solo conducen a una tumba prematura.
Y puesto que eres peligroso para la vida, puesto que en tu proximidad uno no puede
defender la verdad sin ser apuñalado por la espalda y sin que se le tire mierda a la cara, yo
mismo me he separado. Repito: no de tu futuro, sino de tu presencia. No de tu humanidad, sino
de tu inhumanidad y pequeñez.
Solamente por la vida viva todavía estoy dispuesto a hacer cualquier sacrificio, pero nunca
más por tí, Pequeño Hombrecito. Hace muy poco tiempo me di cuenta del gigantesco error que
había estado cometiendo durante veinticinco años: me había volcado con devoción a tí y a tu
vida porque creía que tú eras lo vital, la honradez, el futuro y la esperanza. Como _yo, muchos
otros hombres honrados y reales esperaron encontrar lo vivo en tí. Todos y cada uno de ellos
perecieron. Después de descubrir esto, decidí no perecer bajo tus flechas-malintencionadas y tu
pequeñez. Ya que tengo cosas importantes que hacer. He descubierto lo vital, Pequeño
Hombrecito. Ahora ya no te confundo con lo vital que he sentido en mí mismo y vi en tí.
Solamente si de forma clara y tajante separo lo vital -sus funciones y características-, de tu
forma de vida, solo entonces tendré la posibilidad de hacer una real contribución para el estudio
de lo vital y de tu futuro. Sé que es necesario mucho coraje para repudiarte. Pero así podré
continuar trabajando por el futuro porque no te, tengo lástima y porque no siento la urgencia de
ser convertido en una pequeña gran persona como hacen tus miserables Führers.
Desde hace algún tiempo, lo vital ha empezado a rebelarse cuando ha sufrido un abuso.
Este es el gran comienzo de tu gran futuro, y un horrible fin para toda la pequeñez de todos los
pequeños hombrecitos. Ya que entretanto he descubierto cómo funciona la plaga emocional.
Acusa a Polonia de intenciones de agresión militar cuando acaba de decidirse atacar Polonia.
Se acusa al rival de tener la intención de asesinar cuando se acaba de decidir matarle. Acusa a
la vida sana de porquerías sexuales cuando se acaba de tramar alguna marranada
pornográfica.
Se te ha visto el pelo, Pequeño Hombrecito; se ha visto más allá de tu fachada de desdicha y
lastimosidad. Se quiere que tú determines el curso del mundo, con tu trabajo y tu esfuerzo; no
se quiere que reemplaces un tirano por otro peor. Se empieza a exigir de tí cada vez más
estrictamente que te sometas a las leyes de la vida así como tú se lo pides a los otros; que te
mejores a tí mismo de la misma manera que criticas a los otros. Cada vez se reconoce mejor tu
disposición a adorar, tu voracidad, tu liberarte de responsabilidades, en resumen, tu enfermedad
que hace que este hermoso mundo apeste. Ya sé que no te gusta oír esto, que prefieres chillar
¡Heil!, tú, portador del futuro del proletariado o del «Cuarto Reich». Pero estoy convencido que
tendrás menos éxito que en el pasado. Hemos encontrado la llave de tu secreto de miles de
años. Eres brutal bajo tu máscara de sociabilidad y amistosidad, Pequeño Hombrecito. No
puedes pasarte medio día conmigo sin ponerte en evidencia. ¿No me crees? Deja que te
refresque la memoria:
¿Recuerdas aquella bella tarde cuando, esta vez como un leñador, viniste a mi cabaña
buscando trabajo? Mi perrito te olfateó y alegremente saltó sobre tí. Lo reconociste como el
cachorro de una espléndida, raza de caza. caza. Dijiste: «¿Por qué no lo encadenas, así se
tornará fiero? Este perro es demasiado amistoso.» Yo dije: «No quiero que sea un perro fiero
encadenado. No me gustan los perros fieros.» Mi querido pequeño leñadorcito, yo tengo en este
mundo muchísimos más enemigos que tú, pero aún así prefiero tener un perro amable que es
amistoso con cualquiera.
Recordaras sin duda aquel domingo lluvioso, cuando agobiado al pensar en tu rigidez
biológica, salí de mi estudio para despejarme y fui a un bar. Me senté en una mesa y pedí un
whisky (no, Pequeño Hombrecito, no soy un borracho, aunque de vez en cuando beba un trago).
Bien, estaba tomando un whisky con soda. Acababas de regresar de ultramar, estabas algo
borracho y te oí describir a los japoneses como «horribles monos». Entonces dijiste -con esa
expresión facial que conozco tan sumamente bien de mis horas de terapia-: «Sabéis lo que se
tendría que hacer con todos esos japoneses que viven en la Costa Oeste? Cada uno de ellos
debería ser colgado, no de forma rápida, sino despacio, muy lentamente, haciendo girar la soga
cada cinco minutos, muy lentamente, de esta manera... entonces hiciste el movimiento adecuado
con tu mano, Pequeño Hombrecito. El camarero sacudió la cabeza en señal de aprobación,
admirando tu heroica masculinidad. ¿Alguna vez has tenido en tus brazos un bebe japonés,
Pequeño Patriota? ¿No? Durante siglos seguirás colgando a los espías japoneses, a los fugitivos
Americanos, a las campesinas rusas, a los oficiales alemanes, a los anarquistas ingleses, a los
comunistas griegos; los fusilaras, los llevaras a la silla eléctrica o a la cámara de gas; pero nada
de todo ello te curara de tu diarrea intestinal y mental, de tu incapacidad de amar, tu reumatismo
o tu enfermedad mental. No saldrás de la ciénaga colgado y fusilando. Mirate un poquito a ti
mismo, Pequeño Hombrecito. Es tu única esperanza.
Recordaras el día, Pequeña Mujercita, en que viniste a mi consulta, desbordando odio hacia
el hombre que te había dejado? Durante muchos años lo tuviste bajo el peso de tu opresión junto
con tu madre y tus tías, sobrinos y primos, hasta que empezó a estremecerse, ya que tenía que
manteneros a ti y toda tu parentela. Finalmente, rompió sus cadenas en un último esfuerzo por
mantener su sentimiento por la vida; pero como no tenía la fuerza suficiente para apartarse
interiormente de ti, vino a verme. Pagaba sin vacilar tu dieta, tres cuartas partes de sus ingresos,
lo que ordenaba la ley como castigo por su amor a la libertad. Pues era un gran artista, y el arte,
como la ciencia genuina, no soporta las cadenas. Todo lo que tu querías era que el hombre a
quién odiabas tan amargamente, -te mantuviera, a pesar que tenías una profesión propia. Sabías
que le ayudaría a liberarse de obligaciones injustas. Enloqueciste. Me amenazaste con la policía,
ya que, decías, que yo quería robarle todo su dinero aprovechándome de su gran necesidad de
ayuda. En otras palabras, me atribuías tus propias malas intenciones, Pobre Pequeña Mujercita.
Pero jamás pensaste en mejorarte dentro de tu profesión, lo cual significaría independizarte del
hombre por quien, durante muchos años, sólo habías sentido odio. ¿Crees que por este camino
puedes construir un nuevo mundo? Me entere que estabas en contacto con los Socialistas,
quienes «sabían todo sobre mi». No te das cuenta que eres un prototipo, que existen millones
como tu que arruinan este mundo? Ya se que eres «débil» y «te sientes sola», «atada al delantal
de tu madre», y «desarmada», odias tu autodesprecio, no puedes soportarte y estas
desesperada. Y por esta misma razón haces mierda la vida de tu marido, Pequeña Mujercita. Y
te dejas llevar por la corriente de la vida como generalmente sucede hoy en día. También se que
tienes a los Jueces y Fiscales de tu lado, ya que no tienen ninguna respuesta a tu miseria.
Aún puedo recordarte, pequeña burócrata del Palacio de Justicia, en mi proceso, tomando
nota de todos los datos de mi pasado y presente, mis opiniones sobre la propiedad, sobre Rusia,
sobre la democracia. Se me pregunta por mi posición social. Digo que soy miembro honorario de
tres sociedades científicas y literarias, entre ellas la Sociedad Internacional de Piasmogenia.
Esto parece ser impresionante. En la siguiente sesión un oficial me dice: «Aquí hay algo extraño.
Dice que usted es Miembro Honorario de la Sociedad Internacional de Poligamia. ¿Es eso
correcto? Y los dos nos reímos por tu pequeño error; Pequeña Mujercita Fantasiosa. ¿Entiendes
ahora porque la gente me calumnia? Debido a tu fantasía, y no por mi forma de vida. ¿Lo único
que recuerdas de Rousseau -que promulgaba la vuelta a la naturaleza-, es que era tan
negligente con sus hijos que los metió en un orfelinato. Eres una viciosa, pues sólo ves y oyes lo
que es feo y no lo que es hermoso.
«!Escuchen! Yo le he visto bajar las cortinas a la una de la mañana. ¿Qué pensáis que
estaba haciendo? Y durante el día siempre tiene las cortinas subidas. Algo no es normal en todo
esto!»
No voy a consentir que sigas utilizando tales métodos contra la verdad. Los conocemos. No
estás interesada en mis cortinas, sino en poner dificultades a mi verdad.
Quieres seguir siendo el chivato y el calumniador, llevar a prisión a tu vecino inocente
cuando no te gusta su forma de vida, porque el es amable, o libre, porque trabaja y no te presta
ninguna atención. Eres muy curioso, Pequeño Hombrecito, cotilleas y difamas. ¿No es cierto
que te protege el hecho de que la policía no revela la identidad de los chivatos?
«¡Escuchen contribuyentes! He aquí a un Profesor de Filosofía. Una gran Universidad de
nuestra ciudad quiere contratarlo para enseñar a la juventud. ¡Eliminémosle!»
Y tus bienpensantes amas de casa y contribuyentes apoyan una denuncia contra el profesor
de la verdad, y así, no consigue el puesto. Tu, honorable contribuyente ama de casa, criadora de
patriotas, fuiste más poderosa que 4.000 años de filosofía natural. Pero se ha empezado a
entenderte y tarde o temprano serás derrotada.
¡Escuchen, todos aquellos interesados en la moral pública! En la otra esquina vive una mujer
con su hija. Y la hija recibe la visita del novio por la tarde! ¡Qué la lleven a juicio por mantener
una casa obscena! ¡Policía! ¡Queremos que sean protegidas nuestras normas morales!»
Y esa mujer es penalizada porque tu, Pequeño Hombrecito, te dedicas a merodear en la
cama de otra gente. Se te ha visto el plumero muy claramente. Conocemos cuales son tus
motivos para defender la «moral y el orden». ¿No es cierto que tratas de pellizcar en el culo a
todas las camareras, Pequeño Hombrecito Moralista? SI, QUEREMOS QUE NUESTROS HIJOS
E HIJAS GOZEN ABIERTAMENTE LA FELICIDAD DEL AMOR EN VEZ DE RELACIONARSE A
ESCONDIDAS EN CALLEJONES OSCUROS 0 PORTALES SOLITARIOS. Queremos proteger a
los padres y madres honestos que entienden y protegen el amor de sus hijos e hijas
adolescentes. Estos padres y madres son la semilla de las futuras generaciones con cuerpos y
sentidos sanos, sin ningún rasgo de tu corrupta fantasía, Pequeño Hombrecito Impotente del
siglo veinte!
¡Escuchen las últimas noticias: Un hombre joven fue a verle para un tratamiento terapéutico y
tuvo que huir con los pantalones bajados por que él le atacó homosexualmente!
¿No te babea lascivamente la boca, Pequeño Hombrecito cuando cuentas esta «historia
real»? ¿Sabes que la inventaste a partir de tu montón de basura, de tu diarrea y tu lujuria?
Jamás tuve deseos homosexuales como tu; jamás desee seducir a pequeñas niñas, como tu.
Jamás he violado a una mujer, como tu, nunca he sufrido diarreas, como tu, nunca he robado
amor como tu, he abrazado a las mujeres sólo cuando me deseaban y yo las deseaba; nunca me
he exhibido públicamente como haces tu. ¡No tengo una imaginación mórbida como tu, Pequeño
Hombrecito!
«¡Oigan esto: molesto a su secretaria de forma que ella tuvo que huir de la casa. Vivía con
ella en una casa, con las cortinas echadas, y las luces estaban encendidas hasta las tres de la
mañana!»
Según tu, De La Metrie era un voluptuoso que murió de un atracón de pasteles; y el príncipe
soberano Rudolf contrajo un matrimonio desgraciado; y la señora Eleonor Roosevelt no esta
siempre en su lugar como debería; y el Rector de la Universidad X ha pillado a su mujer con otro
hombre; y la maestra de este o aquel pueblo tiene un amante. ¿No dijiste todas estas cosas,
Pequeño Hombrecito? ¡Tu, miserable ciudadano de este mundo, que durante miles de años ha
malgastado, su vida de esta forma y por tanto permanece hundido en la ciénaga!
¡Arrestadlo! ¡Es un espía alemán, o incluso puede que ruso, o uno islandés!. Lo he visto a las
3 de la tarde en la calle 86th en Nueva York, y además del brazo de una mujer!
¿Sabes, Pequeño Hombrecito, a que se asemejan los chinches a la luz de la Aurora Boreal?
¿No? ¡Quién lo hubiera imaginado! Un día existirán leyes muy duras contra los chinches
humanos, leyes estrictas para la protección de la verdad y el amor. Así como hoy encierras en
reformatorios a los jóvenes amantes, llegará el día en que tu serás encerrado en una institución
similar cuando tires tu mierda a la cara de la gente honesta. Habrán jueces y fiscales muy
diferentes, que no administraran una justicia formalista y vergonzosa sino una justicia real y
humana.
Existirán leyes estrictas para proteger la vida que tendrás que obedecer, por mucho que las
detestes. Se que durante tres o cinco o diez siglos seguirás siendo el portador de la plaga
emocional, la calumnia, la intriga, el politiqueo y la Inquisición. Pero al final sucumbirás a tu
propio sentimiento de honestidad que ahora está tan profundamente enterrado en ti que resulta
inaccesible.
Y te diré, ni el Kaiser, ni el Zar ni el Padre de todos los proletarios ha sido capaz de
conquistarte. Sólo fueron capaces de esclavizarte pero ninguno de todos ellos ha sido capaz de
liberarte de tu mezquindad. Lo que te va a liberar es tu sentimiento de honestidad, tu anhelo de
vida. No hay duda al respecto, Pequeño Hombrecito. Desembarazado de tu pequeñez y
mezquindad empezaras a pensar. El pensar al principio te resultará realmente doloroso, erróneo
y desalentador, pero empezaras a pensar seriamente. Tendrás que aprender a llevar la carga
que el mismo hecho de pensar trae consigo, así como yo y otros tuvimos que soportar la fatiga
de pensar sobre ti; durante muchos años, calladamente, apretando los dientes. Nuestro dolor te
hace pensar. Una vez hayas empezado a hacerlo no cesaras de maravillarte de tus últimos
4.000 años de «civilización». Serás incapaz de entender como era posible que tus periódicos
sólo escribieran sobre desfiles, decoración, caza, ahorcamientos, diplomacia, estafas,
movilizaciones, desmovilizaciones y nuevamente movilizaciones, pactos, barrenamientos y
bombardeos y que todo esto no te hiciera montar en cólera. Podrías entenderte si tu actitud
hubiera sido tragarte esos rollos con paciencia de cordero. Pero lo que no serás capaz de
asimilar durante mucho tiempo es saber que a lo largo de siglos has imitado y parodiado todas
esas imbecilidades, que creías que tus pensamientos correctos sobre el asunto eran erróneos, y
pensabas que tus ideas erróneas al respecto eran patrióticas. Te sentirás avergonzado de tu
historia, y esa es nuestra única esperanza ya que nuestros nietos se ahorrarán tener que leer
nuestra historia militar. Ya no te será posible falsificar una gran revolución.
MIRA AL PORVENIR. Soy incapaz de explicarte como será tu futuro. No puedo saber si
llegaras a la Luna o a Marte con el orgón cósmico que he descubierto. Ni se como volaran o
aterrizaran tus cápsulas espaciales; o si usaras luz solar para iluminar tus casas por la noche.
Pero puedo decirte que es lo que NO VAS A SEGUIR HACIENDO dentro de 500, 1.000 ó 5.000
años a partir de hoy.
«¡Escuchen al visionario! ¡Va a decirme que voy a hacer! ¿Es un dictador?
No soy un dictador, Pequeño Hombrecito, aunque tu pequeñez fácilmente me hubiera
permitido convertirme en uno. Tus dictadores sólo pueden decirte lo que no puedes hacer
sin ser enviado a la cámara de gas. Pero no pueden decirte que harás en un futuro lejano,
como no pueden hacer que un árbol crezca más deprisa.
«¿De donde sacas tu la sabiduría, sabio servidor intelectual de la revolución proletaria?»
De tu propia esencia, eterno proletario de la razón humana.
«¡Fijaros! ¡Obtiene su sabiduría de mi propia esencia! ¡No tengo ninguna esencia. Y, ¡Que
clase de palabra individualista es esa de «esencia»!
Si, Pequeño Hombrecito, en ti hay algo profundo, solo que no lo sabes. Tienes un miedo de
muerte a tu esencia, por eso no la sientes ni la ves. Por eso te mareas cuando te miras
profundamente y te tambaleas como si estuvieras al borde de un abismo. Tienes miedo a caerte
y perder tu «individualidad» cuando deberías dejarte ir.
Con la mejor intención de encontrarte (legaras al mismo punto: al hombre pequeño, cruel,
envidioso, voraz, ladrón. Si no fueras profundo en tu esencia, Pequeño Hombrecito, no habría
escrito estas charlas para ti. Conozco esa esencia en ti, ya que la he descubierto cuando viniste
a mi consulta médica con tus problemas. Tu esencia es tu gran futuro. Por eso puedo decirte
con seguridad lo que no vas a seguir haciendo en el futuro, porque serás incapaz de
comprender como fue posible que en 4.000 años de era de incultura hiciste todas esas
barbaridades ¿Quieres escuchar ahora?
«De acuerdo. ¿Por qué no debería escuchar una preciosa pequeña Utopía? No se puede
hacer nada, mi querido doctor. Soy y seguiré siendo el pobre pequeño hombrecito de la calle,
que no tiene opinión propia. ¿Quien soy de cualquier forma para...»
Escucha. Te escondes detrás de la leyenda del Pequeño Hombrecito porque tienes miedo de
ser arrastrado por la corriente de la vida y tener que nadar (aunque sólo fuera por el bien de tus
hijos y de los hijos de estos).
La primera cosa que no vas a seguir haciendo es sentirte un hombre común que no tiene
opinión propia y que dice, «Quien soy yo para...» Tu tienes tu propia opinión, y en el futuro
considerarás una vergüenza el no reconocerla, no defenderla y no expresarla.
«¿Pero que dirá la opinión pública sobre mi opinión? ¡Seré aplastado como un gusano si
expreso mi propia opinión!»
Lo que tu llamas «opinión pública», Pequeño Hombrecito, es la suma total de las opiniones
de todos los pequeños hombres y mujeres. Cada pequeño hombre y cada pequeña mujer tiene
una opinión correcta y una incorrecta. Las opiniones erróneas las tienen porque tienen miedo de
las opiniones erróneas de los demás. Por eso las opiniones correctas nunca triunfan. Por
ejemplo, no seguirás creyendo que tu «no cuentas». Sabrás y defenderás tu conocimiento de
que eres el conductor de la sociedad humana. No huyas. No tengas tanto miedo. No es tan
terrible ser el conductor responsable de la sociedad humana.
«¿Qué debo hacer para ser el conductor de la sociedad humana?»
No debes hacer nada especial o nuevo. Todo lo que debes hacer es continuar con lo que
haces: labra tus campos, empuña el martillo, examina a los enfermos, lleva a tus hijos a la
escuela o al campo de juego, notifica los acontecimientos del día, penetra cada vez más
profundamente en los secretos de la naturaleza. Ya haces todo esto. Pero piensas que no tiene
importancia, que lo único importante es lo que hacen el Mariscal Decoratus o el Príncipe Inflatus
o el Rey en su brillante armadura.
¡Eres un utópico, doctor! No te das cuenta que el Mariscal Decoratus y el Príncipe Inflatus
tienen soldados y armas para hacer la guerra, para alistarme y mandarme al frente, para
bombardear mis campos, mi laboratorio o mi estudio.
Eres alistado en el ejercito, y tus campos y fábricas son destrozados porque gritas ¡He¡!!
cuando eres alistado y tus fábricas son destrozadas. El Príncipe Inflatus o el Rey en su brillante
armadura, no tendrían soldados ni armas si supieras claramente (y te levantaras para defender
tu postura), que los campos tienen que dar trigo y las fábricas muebles o zapatos, pero no
armas, y que no han sido creados para ser destruidos. Todo esto no lo saben el Mariscal
Decoratus y el Príncipe Inflatus puesto que ellos nunca han trabajado en el campo ni en la
fábrica ni en el laboratorio; ellos creen que tu trabajo se hace por el honor de la patria proletaria o
la alemana, y no para alimentar y vestir a tus hijos.
«¿Entonces, qué debo hacer? Odio la guerra, mi mujer grita desesperadamente cuando soy
llamado a filas, mis hijos se mueren de hambre cuando los ejércitos proletarios ocupan mi tierra,
y los cadáveres se amontonan por millones. Todo lo que deseo es trabajar mis campos, y
después de trabajar jugar con mis hijos y amar a mi mujer, y los domingos me gusta tocar un
poco de música, bailar y cantar. ¿Qué debo hacer?
Todo lo que has de hacer es continuar haciendo lo que has hecho hasta ahora, lo que
siempre has deseado hacer tu trabajo, lograr que tus hijos crezcan felices, amar a tu mujer, S¡
HICIERAS ESTO CON DETERMINACION Y PERSEVERANCIA NO HABRIAN GUERRAS, que
dejan a tus mujeres a merced de la soldadesca proletaria sexualmente hambrienta, que hacen
que tus hijos huérfanos mueran de hambre en las calles, que te hacen fijar tu mirada vidriosa en
el cielo de algún lejano «campo de honor».
«Pero que voy a hacer si quiero vivir por mi trabajo, mi mujer e hijos, y entonces vienen los
hunos o los germanos o los japoneses o los rusos o quienquiera que me fuerza a ir a la guerra.
¿No debo defender mi casa?
Tienes razón, Pequeño Hombrecito. Cuando los hunos de esta o aquella nación ataquen
tendrás que empuñar el fusil. Pero lo que no te das cuenta es que los hunos de todas las
naciones no son otra cosa que millones de pequeños hombrecitos gritando desaforadamente
¡Heil! cuando el Príncipe Inflatus -que no trabaja-, los llama a defender la bandera; que ellos,
como tu, creen que no cuentan y dicen, «¿Quién soy yo para tener opinión propia?»
Cuando sepas que eres alguien, que tienes una opinión propia correcta, y que tu campo y tu
fábrica están al servicio de la vida y no de la muerte, entonces sabrás responder a tus
preguntas sobre ti mismo. No necesitaras ningún diploma para hacerlo. En lugar de gritar ¡Heil!
y decorar la tumba del «Soldado Desconocido» en lugar de permitir que tu Príncipe Inflatus y tu
Mariscal de todos los proletarios te inculquen tu conciencia nacional, debes oponerte a ellos con
tu autoconfianza y tu conciencia de trabajador (conozco muy bien a tu «Soldado Desconocido»
Pequeño Hombrecito. Llegue a conocerlo cuando luche en las montañas de Italia. Es un
pequeño hombrecito como tu, que creía no tener ninguna opinión propia y que decía, «Quien
soy yo para »). Podrías llegar a conocer a tu hermano, el pequeño hombre en Japón, China,
en cualquier país de hunos y podrías hacerle saber tus opiniones validas sobre tu trabajo como
obrero, médico, granjero, padre o marido, y finalmente podrías convencerle de que todo lo que
debe hacer para que las guerras sean inviables es aferrarse al trabajo y al amor.
«¡Perfecto. Pero ahora tienen esas bombas atómicas, y tan sólo una sería suficiente para
matar a miles de personas! »
Todavía no has aprendido a pensar correctamente, Pequeño Hombrecito ¿Crees que es el
Príncipe Inflatus, .con su brillante armadura, el que construye las bombas atómicas? No, una vez
más sólo son pequeños hombres
que gritan ¡Hei! en vez de detener la fabricación de bombas atómicas. Ya ves, siempre se
regresa al mismo punto de partida: a tí, Pequeño Hombrecito y a tu pensamiento, sea éste
correcto o falso. Si no fueras un hombre tan microscópicamente pequeño, tú, el más grande
científico del siglo XX, habrías desarrollado una conciencia Universal en vez de una conciencia
nacional y habrías encontrado los medios para evitar que estallara la bomba atómica en este
mundo; o si esto hubiese sido imposible, con inequívocas palabras hubieras ejercido tu influencia
para ponerla fuera de funcionamiento.
Te pierdes en un laberinto de tu propia invención y no encuentras la salida porque siempre
miras por el lado erróneo y piensas equivocadamente. Pero prometiste a todos los pequeños
hombres que tu energía atómica iba a curarles el cáncer y el reumatismo cuando sabías
perfectamente bien que eso nunca sería posible, que únicamente habías creado un arma
mortífera y nada más. Con ello, te has metido en el mismo callejón sin salida que tu física. ¡Estás
acabado para siempre! Sabes, Pequeño Hombrecito que te he regalado las posibilidades
terapéuticas de mi energía cósmica. Pero guardas silencio sobre ello y sigues muriendo de
cáncer y ataques cardiacos, y mientras mueres sigues gritando «¡Heil, Viva la cultura y la
técnica!» Pero te diré Pequeño Hombrecito: has cavado tu propia tumba con los ojos abiertos.
Crees que ha llegado una nueva era, la «era de la bomba atómica». Ha llegado, pero no de la
forma en que tu crees. No como tu infierno, sino como mi tranquilo y activo laboratorio en un
retirado rincón de los Estados Unidos.
De tí depende el ir o no ir a la guerra. ¡Si al menos supieras que trabajas para la vida y no
para la muerte. Si tan sólo supieras que todos los pequeños hombrecitos del mundo son igual
que tu, en lo bueno y en lo malo!
Tarde o temprano -todo depende de ti-, dejarás de gritar He¡¡, y no trabajarás más en tus
campos si el trigo ha de ser destruido, ni en las fábricas si luego han de servir de blanco a los
cañones. Tarde o temprano rehusarás trabajar para la muerte.
«¿Debo llamar a la huelga general?»
Ignoro si deberías hacer esto o aquello. La huelga general es un mal medio, ya que te
expones a que se te reproche que dejas morir de hambre a tu propia mujer e hijos. Al hacer
huelga, no demuestras tu gran responsabilidad por la prosperidad y el infortunio de tu sociedad.
Cuando haces huelga no trabajas. Pero un día en lugar de llamar a la huelga, TRABAJARAS por
tu vida. Llamala huelga trabajada si te gusta usar la palabra «huelga».
Pero tu huelga ha de consistir en trabajar, para ti, para tus hijos, tu mujer o compañera, tu
sociedad, tu producción, tu granja. Diles a los jefes que no tienes tiempo para malgastar en sus
guerras, que tienes cosas más importantes que realizar. Construye un muro alrededor de cada
ciudad de la tierra y deja que allí los diplomáticos y militares se maten entre ellos personalmente.
Esto, Pequeño Hombrecito, sería una alternativa si tu no siguieras gritando Heil, ni siguieras
creyendo que eres un cero a la izquierda y no tienes opinión propia.
Todo esta en tus manos, tu vida y la de tus hijos, tu martillo y tu estetoscopio. Se que
sacudes la cabeza, piensas que soy un Utópico, o puede que un «rojo». Preguntas cuando tu
vida será apacible y segura, Pequeño Hombrecito. La respuesta resulta contradictoria con tu
forma de vida:
Tu vida será apacible y segura cuando lo vital signifique más para ti que la seguridad, el amor
más que el dinero; tu libertad más que la línea del partido o la opinión pública; cuando el temple
de Beethoven o Bach sea el temple de la totalidad de tu existencia (lo tienes, Pequeño
Hombrecito, enterrado en un rincón de tu existencia); cuando tu pensamiento este en armonía, y
no en contradicción, con tus sentimientos; cuando seas capaz de agradecer los regalos con
tiempo; de reconocer tu envejecimiento respecto a una época; cuando vivas los pensamientos
del gran hombre en vez de las fechorías de los grandes guerreros; cuando los maestros de tus
hijos estén mejor pagados que los políticos; cuando sientas más respeto por el amor entre un
hombre y una mujer que por un certificado de matrimonio; cuando reconozcas a tiempo tus
errores teóricos, y no demasiado tarde como ocurre hoy día; cuando sientas plenitud al escuchar
la verdad, y horror ante los formalismos; cuando tengas trato directo con tus compañeros de
trabajo y no a través de intermediarios; cuando la felicidad que siente tu hija adolescente en el
amor te maraville en vez de montar en cólera; cuando simplemente sacudas la cabeza en vez de
castigar a tus niños por tocarse sus órganos genitales; cuando la cara de la gente en la calle
exprese libertad, animación y alegría en vez de tristeza y miseria; cuando la humanidad deje de
pasear con la pelvis rígida y los órganos sexuales muertos.
Deseas guía y consejo, Pequeño Hombrecito. Has tenido guía y consejo, bueno y malo,
durante miles de años. No se debe a pobres consejos el que sigas en la miseria, sino a tu
pequeñez. Yo podría darte buenos consejos, pero, tal como piensas y eres, no serías capaz de
ponerlos en acción por el interés de todos.
Suponte que te aconsejo que detengas a toda la diplomacia y la sustituyan por contactos
profesionales y fraternales con los zapateros, carpinteros, maquinistas, técnicos, médicos,
educadores, escritores, administradores, mineros y granjeros de todos los países; que dejes
que todos los zapateros del mundo decidan la mejor forma de proveer zapatos a todos los
niños chinos; dejar que los mineros descubran por si mismos como debe hacer la gente para
no congelarse, dejar que la totalidad de educadores de cualquier parte del mundo encuentren
la manera de proteger a un niño recién nacido contra la impotencia y la enfermedad mental en
el futuro; etc. ¿Que harías, Pequeño Hombrecito, confrontado con estos problemas cotidianos
de la vida humana?
Me harías las siguientes objeciones, ya sea directamente o a través de algún representante
de tu partido, iglesia, gobierno o sindicato (a menos que me encerraras- inmediatamente por
«rojo»):
«¿Quién soy yo para reemplazar todos los contactos diplomáticos internacionales por las
relaciones internacionales de trabajo y desarrollo social?
O: «No podemos eliminar las diferencias nacionales en el desarrollo económico y cultural».
O: «¿Quieres que tengamos tratos con los fascistas alemanes, o los japoneses, o con los
comunistas rusos, o los capitalistas americanos?
O: «Antes que nada estoy interesado por mi madre patria Rusia, Alemania, América,
Inglaterra, Israel o Arabia
O: «Ya tengo bastante que hacer poniendo en orden mi vida y llegando a un acuerdo con mi
sindicato de sastres. Deja que otros se ocupen de los sastres de otras naciones».
O: «No escuchéis a este capitalista, bolchevique, fascista, troskista, internacionalista,
sexualista, judío, extranjero, intelectual, soñador, utópico, demagogo, loco, individualista y
anarquista. ¿No tenéis ningún tipo de conciencia americana, rusa, alemana, inglesa, judía?
Con absoluta seguridad utilizaras alguno de estos slogans, u otros, para quitarte de encima la
responsabilidad del contacto humano.
«¿No soy nada de nada? ¡No me reconoces ni tan siquiera un rasgo decente en mi carácter!
Después de todo, trabajo muchísimo, mantengo a mi mujer e hijos, llevo una vida decente y sirvo
a mi país. ¡No puedo ser tan malo como me pintas!
Ya se que eres un ser decente, estable e industrioso, como una abeja o una hormiga. Todo lo
que he hecho es desenmascarar al pequeño hombre que hay en ti y que ha arruinado tu vida
durante miles de años. Tu eres GRANDE, Pequeño Hombrecito, cuando no eres pequeño y ruin.
Tu grandeza, Pequeño Hombrecito, es la única esperanza que queda. Eres grande cuando
ejerces tu oficio amorosamente, cuando disfrutas moldeando y construyendo casas, decorando,
pintando y cosiendo, cuando disfrutas del cielo azul, en el ciervo, en la rosa, en la música y en el
baile, en tus hijos que crecen y en el hermoso
cuerpo de tu mujer o tu hombre; cuando vas al astrónomo para que te enseñe a entender el
universo, o a la librería a leer sobre lo que piensan de la vida otras personas. Eres grande
cuando, como abuelo, te sientas a los nietecitos en las rodillas y les cuentas sobre cosas
pasadas, cuando miras al futuro con su curiosidad infantil llena de fe. Eres grande, madre,
cuando acunas a tu hijo recién nacido para que duerma, cuando, con lagrimas en los ojos, y
desde lo más profundo del corazón, le deseas una gran felicidad futura, cuando, cada hora a
través de los años, construyes este futuro en el.
Eres grande, Pequeño Hombrecito, cuando cantas aquellas lindas canciones tradicionales, o
cuando bailas al son del acordeón, ya que las canciones tradicionales son calidas y relajantes, y
esto ocurre en todo el mundo. Eres grande cuando le dices a tu amigo:
«Agradezco a mi buena suerte que me ha concedido vivir mi vida libre de suciedad y
voracidad, experimentar el crecimiento de mi hijos, sus primeros balbuceos, su búsqueda, pasos,
juegos, preguntas, risas y caricias; que conserve plenamente el sentimiento por la primavera y
sus suaves brisas, el murmullo del arroyo que pasa cerca de casa y las canciones de los pájaros
en el bosque; le agradezco que nunca participe en las murmuraciones de los vecinos viciosos;
que me sentí plenamente feliz abrazando a mi compañera y que fui capaz de sentir en mi cuerpo
el rayo de la vida; que en los malos tiempos no me desoriente y mi vida tuvo sentido. Ya que
siempre he escuchado la voz interna que me decía: «Sólo hay una cosa que tiene importancia:
vivir la propia vida bien y felizmente. Sigue a la voz de tu corazón, incluso si te separa del lugar
de las almas apocadas. No te endurezcas y amargues, incluso si la vida te tortura
continuamente.» Y en la quietud de la tarde, el trabajo diario ya cumplido, cuando me siento a la
sombra, frente a mi casa, con mi mujer o mi hijo y percibo el aliento de la naturaleza, escucho
una melodía, la melodía del futuro: «¡Oh pueblos, yo os abrazo, y beso al mundo entero!»
Entonces deseo fervientemente que esta vida aprenda a insistir en sus derechos, a cambiar a las
almas duras y las tímidas que hacen las guerras. Solo lo hacen porque la vida los elude. Y
acaricio a mi hijo pequeño que me pregunta: «Padre, el Sol se ha escondido. ¿Donde ha ido?
¿Volverá pronto? Le contesto: «Si, hijo, regresará pronto para calentarnos.»
He llegado al final de mi charla contigo, Pequeño Hombrecito. Hay mucho mas que te podría
contar. Pero si has leído esta charla atenta y honestamente, te identificaras como el Pequeño
Hombrecito incluso en momentos que yo no te he marcado. Ya que siempre es la misma calidad
la que protagoniza todos tus actos y pensamientos mezquinos.
Hagas lo que hagas conmigo en el futuro, tanto si me glorificas como a un genio o me
encierras en un psiquiátrico, tanto si me adoras como salvador o me cuelgas como a espía, tarde
o temprano la necesidad te obligará a comprender que he descubierto las leyes de la vida y te he
puesto en la mano la herramienta con la cual podrás gobernar tu vida, con propósito consciente,
y por tanto sólo serás capaz de gobernar sobre las máquinas. He sido un ingeniero fiel de tu
organismo. Tus nietos seguirán mis pasos y serán muy buenos ingenieros de la naturaleza
humana. Te he descubierto los infinitamente vastos campos de lo vital en ti, de tu naturaleza
cósmica. Esa es mi gran recompensa.
Los dictadores y tiranos, los lame botas y los venenosos, los escarabajos peloteros y los
coyotes sufrirán lo que una vez predijo un viejo sabio:
Plante semillas de palabra sagrada
en este mundo.
Cuando ya la palmera haya muerto, y la roca esté destruida Cuando ya los
brillantes monarcas
hayan desaparecido como hojas muertas: mil arcas llevarán mi palabra superando cada
cataclismo: ¡Prevalecerá!
EPILOGO
Querido lector, acabaste de leer este libro, lo cual ya es algo. Por momentos puede que sea
algo reiterativo, pero... Les o no impresionante? ¡Qué profundidad la de Reich! ¡Realmente da en
el blanco cuando. refleja la naturaleza del ser humano! ¿A qué te has encontrado en situaciones
parecidas? Tal vez digas: "Escucha Pequeño Hombrecito" es uno de los mejores libros que he
leído este año. Sin embargo ...¿DE QUE TE-HA SERVIDO? Profundamente, hacia dentro. ¿Qué
sentimientos tan futiles ha suscitado cuando a diario seguimos teniendo ese aspecto amargado,
cuando somos incapaces de dar alegría a los que nos rodean, cuando seguimos manteniendo
con el compañero/a una relación sin sentido porque cada uno de nosotros esta vacío y nos
hacemos la vida difícil con pequeñeces, porque estamos frustrados por no saber que es lo que
se quiere ni lo que se busca y no somos capaces de buscarlo en nuestros sentimientos más
puros, más positivos. Y mientras tanto nos engañamos emprendiendo grandes empresas en los
sindicatos revolucionarios, en los partidos que traerán el comunismo; editando panfletos y
revistas portadoras de la verdad...
No nos engañemos, si este libro tiene algún valor es el de servirnos de espejo, porque
TODOS somos pequeños hombrecitos, porque de una forma sencilla y comprensible llama la
atención sobre el suicidio colectivo al que -nos dirigimos, porque nos ayuda a mirar en nuestro
interior y hacia el futuro. Si realmente hemos comprendido profundamente -desde el corazón y el
intelecto al mismo tiempo- forzosamente algo ha de cambiar en nuestra vida. Si somos
indiferentes a esos pedacitos de verdad que de tanto en tanto vienen, nos rozan levemente y se
van, puede decirse que ya estamos muertos.
Todo lo demás -los rechazos- son una forma de evitar lo esencial. Ante la verdad interna se
siente miedo y este hace funcionar los mecanismos de defensa.
Por otra parte este libro no ¡;-a sido editado por .casualidad ni por una utilidad comercial cuyo
interés sea el económico, sino porque cada día es más patente como todo se desmorona porque
falla el hombre. Hemos de ser muy conscientes que 40 años de estupidez, de olvido y de
miseria, estaban destinados fundamentalmente a transformarnos en Pequeños Hombrecitos
sumisos ante la autoridad, miedosos, imbéciles, retardados. Cierto es. Pero eso no nos justifica
ni nos puede servir para pasarnos otros 40 años diciendo que somos una mierda por culpa del
régimen anterior. ¡Pero si ahora que "han dado la libertad" lo primero que hemos hecho ha sido
correr desesperadamente a las urnas para elegir a otro mentor! Continuamente delegamos las
decisiones que conciernen a nuestro trabajo, a nuestro barrio, a la escuela de nuestros hijos, en manos de los politicastros, cuando sabemos que todo es una farsa, que nos utilizan, que buscan el poder y sólo para eso se acercan a nosotros para obtener nuestro voto ya que en realidad les importa bien poco que sigamos siendo una miseria humana.

¡Y tu, Pequeño Revolucionario crees que porque no votas, porque estás contra pactos,
porque tus slogans son los más progres, eres el único portador de la verdad que "no tiene" jefes ni patronos. Sin embargo, eres más esclavo, si cabe, que aquellos a los que tanto criticas, Porque eres esclavo de ti mismo, de tu abulia, no admites que nadie te diga lo que tienes que hacer, pero tu no haces nada ya que te propones grandes metas que luego eres incapaz de conseguir porque no te responsabilizas ni le das constancia a esas tareas que tu, y solo tu te propones. Dices querer cambiar la sociedad y sin embargo no quieres cambiar ni un ápice tu propia existencia.