sábado, 28 de junio de 2008

Semblanza de Guillermo de Ockham

"Debemos o Ockham el mérito haber allanado el camino que liberaría a la razón de toda tutela y servidumbre. Su famosa navaja, cortó definitivamente el cordón umbilical que unía a la filosofía y la ciencia con la metafísica y la teología". Elena Diez de la Cortina Montemayor.

Tenemos escasos datos de la biografía de Guillermo de Ockham. Sabemos que nació en Ockham, Surrey (Sur de Londres) a finales del siglo XIII, probablemente en 1296. Entró en la orden de los franciscanos y, más tarde estudió en la Universidad de Merton, Oxford, teniendo a Duns Scoto por maestro.

En torno a 1320, siendo ya profesor de la Universidad de París, escribe varios comentarios, uno a las Sentencias de Pedro Lombardo y otros a ciertas obras de lógica de Aristóteles y Porfirio. Sin embargo, pronto comienzan los problemas; su interés por la política, y su postura abiertamente crítica frente a las interferencias del poder papal en los asuntos del Imperio, así como su actitud reformista inspirada por los franciscanos, llevaron a Ockham a enfrentarse a una acusación de herejía, proceso que llevó a cabo el antiguo canciller de Oxford en la sede papal (Aviñón) y de la que nuestro filósofo pudo zafarse huyendo a Pisa y Munich, refugiándose en la corte de Luis de Baviera, momento en los que escribió la mayoría de sus obras políticas a favor del emperador y en contra del Papa: Compendio de los errores del Papa Juan XXII (1335-38); Diálogo entre el maestro y el discípulo sobre la potestad de los emperadores y papas (1334-1339).

Sin apenas datos acerca de sus últimas relaciones con el papado, Ockham murió aproximadamente en 1350, en Munich.

Poco sistemático y enormemente crítico, la filosofía de Ockham se inserta dentro de la crisis y decadencia de la Escolástica, producida en el siglo XIV, e iniciada por su maestro Duns Escoto. La separación entre el poder espiritual y temporal suponía también la desligazón entre dos ámbitos de conocimiento radicalmente heterogéneos, razón y fe, que habían intentado ser armonizados por los filósofos de la Edad Media, y cuyo máximo artífice fue Tomás de Aquino. Ockham no sólo rehusó realizar síntesis alguna entre religión (revelación) y filosofía, sino que estimó que ambas forzosamente debían recorrer caminos radicalmente distintos que no se tocaban en ningún punto, ni siquiera en aquella zona de confluencia afirmada por Tomás de Aquino: los preámbulos de la fe.

La teología ha de independizarse de todo andamiaje filosófico y racional, lo que a la larga allanó el camino para una verdadera autonomía de la razón que liberó a la propia filosofía de ser una sierva (ancilla) de la teología. Aún más, sólo desde esta divergencia de ámbitos pudo la ciencia despegar definitivamente.

Para reformar la filosofía, Ockham aboga por un método o un principio de economía que le permita simplificar al máximo los conceptos abstractos y obtusos de esta disciplina. La famosa navaja de Ockham consiste precisamente en esto. Postulado anteriormente por Odón Rigaud en la famosa fórmula "Entia non sunt multiplicanda praeter necessitatem" (El número de entes no debe ser multiplicado sin necesidad), y que Ockham recoge con estas palabras: "Frusta fit per plura quod potest fieri per pauciora" o "Pluralitas non est ponenda sine necesítate".

Según este principio se ha de eliminar de toda investigación todo aquello que sea superfluo o que duplique las explicaciones sin necesidad alguna. Para Ockham sólo lo individual existe, es decir, la realidad extramental es, siempre y sin excepciones, concreta y singular. Las únicas substancias que existen son las cosas particulares y sus propiedades ("Omnis res positiva extra animam eo ipso est singularis").

Lo característico de lo singular es que ha de ser aprehendido por nuestra mente de una forma inmediata, es decir, a través de una intuición, que consiste en la experiencia directa de la cosa concreta y que no permite dilucidar si una cosa existe o no. Ahora bien, de lo que no cabe duda es de la inexistencia de las ideas, las formas o las esencias comunes a muchos individuos, como las postuladas por Platón, Aristóteles, Santo Tomás, etcétera. En palabras de Ockham "El conocimiento intuitivo es aquél en virtud del cual sabemos que una cosa es, cuando es, y que no es, cuando no es". Por lo tanto, el conocimiento intuitivo se opone al conocimiento abstracto, que no permite realizar juicios de existencia.

Por todo ello considera Ockham que la observación directa y la experiencia es el único criterio de verdad posible, postura que favorecerá el método experimental e inductivo desarrollado posteriormente por las ciencias a partir del Renacimiento.

Esta postura gnoseológica de Ockham está estrechamente vinculada a la cuestión de los conceptos universales. Si sólo existen los individuos o cosas concretas ¿qué tipo de existencia ha de dársele al universal, es decir, a los conceptos generales que se aplican a un conjunto de individuos? ("hombre" se aplica a Sócrates, a Cristóbal y a Elena). Este problema fue ampliamente tratado por numerosos filósofos de la antigüedad que, dependiendo de sus posturas, generaron dos corrientes distintas: el realismo y el antirrealismo o nominalismo.

Para los realistas, los universales son entidades reales, cosas (res) que se encuentran o inherentes a las cosas mismas o fuera de las cosas. Concretamente, dentro del realismo podrían darse las siguientes opciones: 1) Que el universal exista antes de que existan las cosas (ante rem), ya sea en un mundo separado y absolutamente trascendente (Platón) o en la mente divina (San Agustín); 2) Que el universal existe en la cosa (in re), siendo ésta su forma o su esencia, como postuló Aristóteles en su teoría hilemórfica; o 3) Que el universal exista exclusivamente en la mente, siendo producto de una abstracción (post rem o in anima), opción mantenida por Tomás de Aquino.

Para los antirrealistas o nominalistas los universales carecen de entidad real; no son cosas, ni substancias, ni esencias separadas o inherentes a las cosas mismas. Los universales son palabras o nombres (nomen), términos utilizados en las proposiciones que ocupan el lugar o hacen las veces de las cosas (supponunt pro rebus). Esta postura fue defendida por Pedro Abelardo y Guillermo de Ockham. El nominalismo de este último ha sido denominado también terminismo, porque afirma que el universal es tan solo un término que sustituye (suppositio) a un conjunto de individuos semejantes, conocidos de un modo confuso ("hombre" aplicado indistintamente a Cristóbal y a Elena designa a ambos de una manera confusa y, evidentemente, más imperfecta de lo que lo haría una intuición).

La piedra angular de la teología ockhamista es el voluntarismo, que postula la primacía de la voluntad divina sobre la inteligencia. Dios no está determinado a obrar por ningún motivo ni tampoco por ninguna razón; su voluntad es absolutamente libre, es omnipotente, lo que implica que el mundo y la racionalidad de éste es absolutamente contingente: todo puede o podría en un futuro ser de otra manera y no hay nada que nos permita anticipar que lo que sucedió en el pasado sucederá igualmente en el futuro. La ciencia opera por inducción: suponemos que un hecho singular captado por la intuición producirá en un futuro idénticos efectos, y que éstos se ajustarán a unos estrictos e inmutables principios racionales pero, en rigor, nada puede decirse sobre lo venidero, ya que la omnipotencia divina podría hacer que mañana los círculos fueran cuadrados o que el vicio fuese una virtud. Nada hay absolutamente imposible.

Estos mismos principios son esgrimidos para realizar una dura crítica a la metafísica y allanar el camino a la separación definitiva entre los ámbitos de la razón y la fe. Al no haber experiencia alguna de ninguna entidad postulada por la metafísica y la teología (existencia de Dios, inmortalidad del alma, etc.), éstas no serán dominios de la razón, ya que sólo puede ser conocido lo intuido. Los principios de la teología no son demostrables racionalmente, perteneciendo su ámbito exclusivamente a la fe y a la revelación.

Por todo lo dicho hasta ahora, Ockham se convirtió en una figura bastante incómoda en su tiempo, aunque habría que reconocerle el mérito de haber liberado a la razón de todas las servidumbres metafísicas y teológicas, favoreciendo el despegue definitivo de la ciencia moderna.

Texto: Elena Diez de la Cortina Montemayor.
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