jueves, 5 de abril de 2007

¿Tiene futuro la democracia?, entrevista a Giovanni Sartori


¿Tiene futuro la democracia?
Aquí un extracto de una conferencia y una entrevista al pensador italiano G Sartori. En Turín, Sartori señaló que la democracia directa: el poder al pueblo, es contraproducente mientras no aumente "el saber del pueblo". Hoy, dijo, los gobiernos se erigen sobre encuestas que nos hacen creer, erróneamente, que existe una "opinión pública"
Esta disertación deriva, tanto en su título como en su inspiración, de la colección de escritos de Bobbio: El futuro de la democracia, de 1984, y en la segunda edición, de 1991. Mi título es por lo tanto una paráfrasis que convierte el título de Bobbio en una interrogación. Las fechas son importantes. En 1984, el muro de Berlín todavía seguía en pie, mientras que en 1991 la caída del comunismo resultaba inevitable y dentro del orden de las cosas.

Es así como en la Introducción de 1991, Bobbio podía ostentar un optimismo inusual. Refiriéndose al libro de Jacques Revel Cómo terminan las democracias (de 1983) Bobbio comentó: "Esta vez, los profetas del infortunio se habían equivocado, incluso quien (justamente Revel) había descrito minuciosamente la implacable maquinaria para la eliminación de la democracia que es el mundo moderno". También yo, en 1990, escribí que "la democracia ya no tiene enemigo; ya no es enfrentada (en el mundo moderno) por legitimidades alternativas. Pero ganar la guerra no es ganar la paz. También el juego democrático puede ser mal jugado. ¿Sabrá la democracia resistir a la democracia?" Como se ve, yo era muy cauto. Pero a su modo también lo era Bobbio. Escribió: "Que quede claro: yo no hago ninguna apuesta sobre el futuro."

Ahora ¿tiene un futuro la democracia? Yo respondo: depende de nuestro cerebro. Como escribió Charles Lindblom, "La condición humana es cerebro pequeño, problemas grandes". Y es evidente, me parece, que nuestro cerebro es cada vez más pequeño, cada vez más limitado, mientras que los problemas se han vuelto cada vez más gigantescos. La fuerza de las ideas alcanzó su apogeo, su punto culminante, con la Ilustración, precisamente con el Siglo de las Luces. Yo todavía creo en él (al igual que Bobbio), y por ende es acertado que digan de mí que soy un residuo de la Ilustración. Pero quedamos pocos. Porque las ideas hace tiempo que están bajo sospecha. En parte, fueron sustituidas por las ideologías (ideas fosilizadas, repetidas mecánicamente sin ser pensadas por nadie), y en última instancia porque fueron debilitadas y devastadas por un crescendo ensordecedor de inculturas. Quiero precisar que por ideas no debemos entender cualquier cosa que nos pasa por la mente. Las ideuchas nunca escasean. Al contrario, todos ideuchamos cada vez más. Pero siguen faltando las ideas que son un producto terminado de la razón, el fruto del pensar razonando. En suma, faltan siempre las ideas auténticas, serias; ideas que enriquecen el saber. Lo cual explica por qué la teoría de la democracia no anda demasiado bien, como veremos.

Pero por el momento detengámonos en la práctica de la democracia, y a través de ella en la democracia que se ejerce votando y que así realiza, y se realiza, como un "gobierno de opinión" (es la famosa definición de Albert Dicey). Es exacto decir opinión, ése es el vocablo justo. Opinión es doxa, no es episteme, no es saber. Las opiniones son, por así decirlo, "ideas ligeras" que no deben ser probadas: las tomamos por buenas por como son. Cuentan que un juez del tribunal revolucionario de París, al negarle a Antoine Lavoisier (el fundador de la química moderna) un pedido para prorrogar la ejecución capital, le respondió: La république n'a pas besoin de savants (la república no precisa sabios). Ese juez se equivocaba. La república necesita sabios; pero la democracia electoral, el demos (en griego, pueblo) votante, no. Y por lo tanto el gobierno de opinión requiere solamente —como su fundamento— la existencia de una opinión pública, de un público que tenga opiniones. La noción está bien definida.

Ya dije que una opinión no requiere prueba. Agrego que las opiniones son convicciones débiles y variables. Si se convierten en convicciones profundas y profundamente arraigadas, entonces hay que llamarlas creencias (y el problema cambia). Y esta precisión ya basta para desbaratar la objeción de que la democracia es imposible porque el pueblo "no sabe". Esta es una objeción fuerte contra la democracia directa, contra un demos llamado a gobernar y a gobernarse por sí mismo. Pero no es una objeción contra una democracia representativa en la cual el demos no decide las cuestiones propiamente dichas sino que decide, con el voto, quién las decidirá. Lo cual significa que a la democracia representativa le basta, para funcionar, con que el público tenga opiniones suyas, opiniones propias; nada más, pero tampoco nada menos.

¿Nos conformamos con muy poco? A primera vista, pero en un segundo análisis nos damos cuenta de que ya es difícil llegar a ese poco. La opinión pública no es solamente un opinar colocado en el público, debe también ser, para alimentar y sostener la democracia, una opinión del público, un opinar autónomo, endógeno, que de alguna manera el demos se forma por sí solo. Además, cuando hablamos, en la teoría de la democracia, de opinión pública entendemos una opinión que se ocupa de la cosa pública, temas de naturaleza pública: el interés general, el bien común. Una opinión pública que se interesa por el fútbol, la belleza de las mujeres, o la música rock, a los fines de la democracia es irrelevante.

Nadie nace obviamente con opiniones innatas. Y esta constatación abre el discurso sobre cómo es formada y llega a formarse una opinión pública. Es un discurso largo y complejo que aquí debo pasar por alto. Diré solamente que mientras en el pasado una multiplicidad de factores y de procesos conseguía crear una opinión pública bastante autónoma, con el advenimiento del bombardeo de los medios masivos y precisamente de la televisión, la opinión pública ha pasado a ser cada vez más videodirigida y por ende hétero-dirigida (dirigida por otro). Y con la opinión hétero-dirigida desaparece la opinión del público; queda sólo la opinión en el público; en cuyo caso, adelante con la democracia como gobierno de opinión. Pero procedamos con calma.

Cuando Bobbio y yo —yo en aquel lejanísimo 1957— comenzamos a escribir sobre la democracia, la televisión no existía, o mejor dicho, no resultaba todavía un factor determinante. Mi primer escrito que atribuía un carácter central a la televisión llevaba por título "Video-poder" y salió en 1989. No fui muy rápido (como decía Hegel: el búho de Minerva emprende el vuelo recién al atardecer), pero otros estudiosos fueron, y siguen siendo, más lentos que yo. Y sin embargo, estamos viviendo un cambio de la genética humana radical: estamos pasando —me he acostumbrado a decir— del homo sapiens producido por la cultura escrita basada en palabras, a un homo videns en el cual la palabra es destronada por la imagen.

Si, destronada. Es verdad que las palabras denotativas, las palabras concretas (casa, mesa, fideos) evocan también imágenes, pero todo nuestro saber se funda en palabras abstractas que evocan conceptos, cosas concebidas (concipere) que no tienen ningún equivalente visible, que no son traducibles a imágenes. Por ejemplo, en toda esta clase probablemente la única palabra concreta que usé es Bobbio. Los nombres propios son, obviamente, denotativos. Pero democracia, demos, poder, constitución, libertad, Estado, soberanía, legitimidad, derecho, son palabras abstractas que remiten a un pensar por conceptos que comprendo sin ver, sin verlos. Por lo tanto, todo el saber del homo sapiens se desarrolla en la esfera de un mundus intelligibilis (de conceptos, de concepciones mentales) que no es de ninguna manera el mundus sensibilis, el mundo percibido por nuestros sentidos. El punto entonces es el siguiente: que el impacto creciente del telever, del videovivir, invierte el avance de lo sensible a lo inteligible. La televisión produce imágenes y borra los conceptos y así atrofia nuestra capacidad de abstracción, y con ella el concebir y toda nuestra capacidad de comprender. En el homo videns el lenguaje conceptual (abstracto) es sustituido por un lenguaje perceptivo (concreto) que es infinitamente más pobre. El homo sapiens comprende sin ver, el homo videns ve sin comprender. Por otra parte, y peor todavía, lo visible nos aprisiona en lo visible. Para el hombre que ya ni siquiera lee los diarios, para el hombre lisa y llanamente vidente, lo no visto no existe. Y esta amputación es realmente colosal.

¿Estoy divagando? Probablemente me interesa hablar del video-poder porque las nuevas generaciones, las generaciones de video-niños, no se dan cuenta de este salto atrás. Yo me doy cuenta porque lo viví (gracias a mi avanzada edad). Pero quien no se da cuenta no sabe cuánto perdió y está perdiendo, respecto de las generaciones pre-televisivas. Es posible que a los video-niños, esta pérdida, este vacío, no les importe. Es más, probablemente sea así. Pero yo siento igualmente el deber de dar testimonio y hablar de esta caída del homo sapiens. En el planteo de Bobbio, ¿la videocracia que interfiere sobre la democracia, qué sería? Sería, obviamente, un "obstáculo imprevisto"; imprevisto y perturbador.

Sea como fuere, no creo haber divagado en esta disertación. La democracia, decía, es inter alia una ideocracia. Y si las ideas, la capacidad de concebir ideas, se empobrecen, al mismo tiempo también la democracia lo sufre. En cuanto a la opinión pública, es evidente que la videocracia fabrica una opinión producida por imágenes —por sus imágenes— en la cual ya casi no hay ningún nexo entre opiniones e ideas. La televisión en apariencia refuerza, pero en realidad vacía la democracia como gobierno de opinión. La televisión se exhibe como portavoz de una opinión pública que en realidad es el eco de retorno de la propia voz.

Técnicamente, y por ende constitucionalmente hablando, las nuestras son democracias indirectas, democracias representativas, basadas en elecciones. Pero en la práctica, tenemos cada vez más frecuentemente un gobierno de opinión basado en las encuestas, y por ende un gobierno de las encuestas que introduce un fuerte elemento de "directismo" en el gobierno representativo. ¿Cómo debemos interpretar este directismo? ¿Cómo un progreso de la democracia? La respuesta depende, obviamente, de la consistencia de ese opinar. Hasta ahora, señalé que era cada vez más hétero-directo. Pero, aun así, ¿existe o no? ¿Ese opinar tiene un contenido o no?

Los encuestadores se limitan a preguntar a su encuestado "¿Qué piensa de esto?" sin verificar antes si sabe algo sobre eso. Sin embargo, el núcleo del problema está aquí. Está claro que el encuestador comercial no tiene ningún interés en verificar cuál es la consistencia de las opiniones a las que hace referencia. Pero los estudiosos deben verificarlo y por lo tanto deben establecer cuál es el estado y el grado de "no saber" de los grandes públicos. Que es, desgraciadamente, colosal y creciente. La gran mayoría de los encuestados no sabe nada, o casi nada, sobre los problemas acerca de los cuales da respuestas. Sus opiniones son, en sustancia, ciegas. ¿Y entonces? Entonces, la cosa no es así. Entonces debemos seguir, nos guste o no, en la tan despreciada democracia representativa. Porque todo "directismo", y a través de él, todo incremento de demo-poder es tal solamente si es sostenido por incrementos de demo-saber, por un demos mejor informado. En cambio, nos ensordecen con peroratas que recomiendan "democracias inmediatas" (más inmediatas) que ignoran magistralmente el hecho que precede al problema, y por ende el grado de demo-saber (o no saber). Que es como decir que los directistas reparten habilitaciones para conducir sin verificar si sus habilitados saben conducir

Traducción de Cristina Sardoy

AVIZORA

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