ETIMOLÓGICAMENTE, democracia significa "poder" (krátos) del "pueblo" (démos). Los griegos, de cuya lengua derivó el vocablo, la distinguían de otras formas de gobierno: aquella en la que el poder pertenece a uno solo, "monarquía" en sentido positivo, "tiranía" en sentido negativo, y aquella en la que el poder pertenece a pocos, "aristocracia" en sentido positivo, "oligarquía" en sentido negativo. El significado general ha permanecido sin cambios durante siglos, si bien entre nuestros escritores políticos de los siglos XV y XVI se usaba fundamentalmente la expresión latina "gobierno popular", diferente del "principado" y del "gobierno de los notables". También hoy se entiende por democracia la forma de gobierno en la que el pueblo es soberano. El Artículo 1 de la Constitución de la República italiana señala: "La soberanía pertenece al pueblo".
La democracia de los modernos se distingue de la de los antiguos por la manera en que el pueblo ejerce el poder: directamente, en la plaza o ágora entre los griegos, en los conzitia de los romanos, en el arengo de las antiguas ciudades medievales, o indirectamente, a través de representantes, en los Estados modernos. Todavía Montesquieu, a mediados del siglo XVIII, en las páginas dedicadas a la democracia, citando a Atenas y Roma como ejemplo de esa forma de gobierno, escribe que el pueblo que goza del poder supremo debe hacer por sí solo todo lo que pueda efectuar bien y confiar a sus ministros únicamente lo que no pueda realizar por sí mismo. Algunos años después, Rousseau, al exaltar la democracia de los antiguos, rechazaba el gobierno representativo prevaleciente en Inglaterra, sosteniendo que los ingleses eran un pueblo libre sólo el día en que votaban. Hoy, en cambio, los Estados democráticos están, si bien en diferente medida y matiz, gobernados bajo la forma de la democracia representativa, sólo en algunos casos combinada con elementos de democracia directa, como el referéndum. El instituto de la representación es a tal punto connatural a la democracia moderna que, cuando se dice que los Estados Unidos o Italia son países democráticos, se sobreentiende que la democracia que hay en ellos es representativa.
La democracia directa, es decir, el sistema en el que los ciudadanos tienen el derecho de tomar las decisiones que les atañen, y no sólo el de elegir a las personas que decidirán por ellos, ha quedado corno un ideal límite, cuya fuerza propulsiva no ha decaído, en especial desde que la cada vez más rápida difusión de las computadoras permite que un gran número de personas voten a distancia sin que sea necesario que se reúnan en una plaza pública o en una asamblea, eliminando de golpe el límite, del que estaban conscientes los partidarios de la democracia directa como el propio Rousseau, para el que esta forma de democracia era posible sólo en los Estados pequeños. Se ha dicho, aunque de manera paradójica, indicando más una inclinación que una verdadera propuesta institucional, que la democracia del futuro podría asemejarse a la democracia del pasado más que a la del presente.
Así y todo, la democracia directa y la representativa tienen en común el principio de legitimidad o, en otras palabras, el fundamento de la obligación política, esto es, el principio según el cual un poder es aceptado como legítimo y como tal debe ser obedecido. Son dos los principios fundamentales de legitimidad del poder: aquel por el cual es legítimo el poder que descansa en última instancia en el consenso de quienes son sus destinatarios, y aquel por el cual es legítimo el poder que deriva de la superioridad —que puede ser, según las diversas teorías, natural o sobrenatural— de quien lo detenta. En el primer caso tenemos un poder ascendente, o sea, que procede de abajo hacia arriba; en el segundo un poder descendente, es decir, que se mueve de arriba hacia abajo. Al imaginar el sistema de poder como una pirámide, se puede pensar que fluye de la base al vértice o viceversa. Tanto la democracia directa como la indirecta reconocen su principio de legitimidad en la forma de poder ascendente. La diferencia está en el hecho de que en la primera el consenso se expresa sin mediaciones, y en la segunda lo hace a través de intermediarios que actúan en diferentes niveles a nombre y por cuenta de quienes están en la base de la pirámide.
A partir de esta diferencia entre dos principios opuestos de legitimidad, la tradicional distinción de las formas de gobierno, proveniente de un criterio meramente cuantitativo y como tal extrínseco —uno, pocos, muchos—, es sustituida por otra, que se ha vuelto predominante, entre democracia y autocracia, en la que la forma de gobierno democrática, sea directa o indirecta, se opone a todas las demás en cuanto precisamente es la única en la que el poder se transmite de abajo hacia arriba. Teniendo en cuenta la separación entre democracia y autocracia hay quien ha hecho, con conocimiento de causa, corresponder la distinción, bastante conocida en la filosofía moral, entre normas autónomas, en las que el que fija la norma y quien la recibe son la misma persona, y normas heterónomas, en las que quien pone la norma es diferente del que la recibe. Se puede decir, si bien idealmente y en última instancia, que la democracia es el sistema de la autonomía y la autocracia el de la heteronomía.
Lo que en el paso de la democracia directa a la representativa cambia o, mejor dicho, debe ser subsecuentemente especificado, es el concepto mismo de pueblo. "Pueblo" designa un ente colectivo, y la palabra corresponde al conjunto de personas que se reúnen en una plaza o en una asamblea. En la democracia representativa de los grandes Estados, los que gozan de los derechos políticos, esto es, del derecho a participar aunque indirectamente en la definición de las decisiones colectivas, jamás se congregan al mismo tiempo en una plaza o en una asamblea para deliberar. Valiéndose del hecho de reunión, se pueden juntar en una plaza o en una asamblea sólo parcialmente y, de cualquier manera, no para deliberar. En una democracia representativa el individuo generalmente no es el que decide; casi siempre es tan sólo un elector. En cuanto tal realiza su tarea normalmente solo, un singulus, en una casilla separado de los demás sujetos. El día de la elección, es decir, del evento constitutivo de la forma de gobierno representativo, no existe pueblo alguno corno ente colectivo: sólo hay muchos individuos cuyas determinaciones son contadas, una por una, y sumadas. Una democracia de electores como lo es la representativa, no recibe su legitimidad del pueblo, que, como entidad colectiva, no existe fuera de una plaza o asamblea, sino de la suma de individuos a quienes les ha sido atribuida la capacidad electoral. De hecho, en los cimientos de la democracia representativa, a diferencia de lo que sucede con la directa, no está la soberanía del pueblo, sino la de los ciudadanos.
Además de la titularidad del poder y la manera en que se ejerce, las formas de gobierno también han sido distinguidas a lo largo de la historia con base en los principios éticos en los que se han inspirado y a partir de los cuales han sido justificadas o juzgadas. La historia del pensamiento político conoce, junto a las tipologías de las formas de gobierno, el debate sobre cuál es la mejor forma de gobierno. Este debate toma en consideración los diversos principios éticos que cualquier forma de gobierno representa. Desde la Antigüedad, la democracia ha sido contrapuesta a los otros regímenes con base en el principio de la igualdad. No por casualidad en sus orígenes el sinónimo de democracia es "isonomía", que significa igualdad ante la ley. En un famoso capítulo de los Discursos (1, 55), Maquiavelo sostiene como condición para la existencia y supervivencia de una república la "equidad"; en cambio, donde hay desigualdad entre nobles y plebeyos no es posible otra forma de gobierno más que el principado. Montesquieu distinguió las formas de gobierno no sólo con base en los criterios tradicionales del número de gobernantes y su manera de gobernar, sino también con base en los principios que las orientan. Consideró como principio inspirador de la democracia la virtud que definió como "amor a la igualdad" (IV, 3). El advenimiento al mismo tiempo irresistible y temido de la democracia significa para Tocqueville la llegada de una sociedad igualitaria. Uno de los grandes contrastes que recorren la historia del pensamiento político es el que pone frente a frente a quienes piensan que los hombres nacen iguales y, en consecuencia, la mejor forma de gobierno es la que restablece la igualdad de condiciones, y a quienes estiman que los hombres nacen desiguales y que la pretensión de hacerlos semejantes es absurda y perniciosa. Los escritores democráticos son igualitarios; los antidemocráticos, no igualitarios. Más aún, una de las razones por las que a lo largo del tiempo la democracia ha sido con frecuencia calificada como la peor forma de gobierno es precisamente su tendencia a la igualdad. En el siglo pasado, después de la Revolución francesa, en el país galo y por reflejo en Italia el partido liberal y el democrático se contraponen, por lo menos hasta la aparición de los socialistas, como el partido de la libertad y el de la igualdad. Al confrontar la escuela democrática y la liberal, Francesco De Sanctis definió la primera como "basada en la justicia distributiva, en la igualdad de derecho, la que, en los países más avanzados, también es igualdad de hecho".
Conforme avanza la época contemporánea, la contraposición entre liberalismo y democracia tiende a desaparecer, y los regímenes democráticos se vuelven, o son cada vez más interpretados, como la continuación de los Estados liberales, tanto así que de hecho en el mundo actual no existen Estados democráticos que no sean al mismo tiempo liberales. La famosa contraposición entre libertad de los antiguos, entendida como autogobierno, y libertad de los modernos, como goce de las libertades civiles, viene a menos toda vez que la primera es insertada en un sistema político que comenzó a garantizar la segunda. Mientras en el mundo de las ideas el liberalismo y la democracia se muestran todavía durante un buen lapso como doctrinas opuestas, en la realidad sobreviene el paso del reconocimiento de los derechos de libertad a la admisión de los derechos políticos mediante los cuales el Estado liberal se transforma paulatinamente —con la progresiva ampliación del voto hasta llegar al sufragio universal masculino y femenino— en Estado democrático entendido como aquel en el cual los individuos gozan no sólo de las llamadas libertades negativas, sino también de las positivas, de participar, directa e indirectamente, en los asuntos públicos. Hoy la interdependencia entre la libertad liberal y la democrática es tal que hay buenas razones históricas para considerar que: a) la participación democrática es necesaria para salvaguardar las libertades civiles; y b) la protección de los derechos de libertad es necesaria para una correcta y eficaz participación.
Ideales liberales y democráticos se han entrelazado a tal punto que si es verdad que el reconocimiento de los derechos de libertad fue en un principio el presupuesto necesario para un ejercicio correcto de la participación popular, también es cierto que la inversa, el ensanchamiento de la participación se ha vuelto el principal remedio contra la subversión de los principios del Estado liberal. Hoy sabemos que sólo los Estados que brotaron de la revolución liberal se transformaron en democráticos, y que sólo los Estados democráticos son capaces de proteger los derechos civiles. Prueba de ello es que todos los Estados autocráticos que existen —y forman la mayoría— son antiliberales y antidemocráticos. Comenzando por el surgimiento de los regímenes fascistas en la primera posguerra hasta llegar a las dictaduras militares, la historia nos ha enseñado que la libertad y la democracia caminan de la mano y, cuando caen, caen juntas.
La idea de la igualdad sustancial, por encima de la puramente formal o jurídica, fue asumida por los movimientos socialistas que se opusieron tanto al liberalismo como a la democracia o dieron vida a una nueva concepción de la democracia, la democracia social, propuesta y guiada en la práctica por los partidos socialdemócratas o laboristas desde la segunda mitad del siglo pasado hasta nuestros días. Así sucedió que, a partir de la segunda mitad del siglo XIX, el contraste entre el liberalismo y la democracia, que paulatinamente fue amainando, fue superado por la contraposición entre los defensores de la democracia liberal, por una parte, y los socialistas, por otra; democráticos y no democráticos. Estos últimos se dividieron no tanto por la oposición al liberalismo, común a todos ellos, sino por el diferente juicio que debía emitirse sobre la validez y eficacia del método democrático o gradualista como medio de conquista, primero, y luego del ejercicio del poder.
Entre tanto, la controversia sobre el método, en torno a la cual discreparon los simpatizantes del tránsito pacífico de una condición social a otra, cuyas formas institucionales son las ofrecidas por la democracia, y los partidarios de la subversión violenta, terminó por acentuar el valor instrumental de la democracia sobre el finalista y lo hizo paulatinamente predominar. En el contraste entre la democracia y la autocracia deben tomarse en consideración elementos sustanciales corno la idea de igualdad, asumida por unos y rechazada por otros; en cambio, en la contraposición entre las vías democrática y revolucionaria se plantean en primer lugar elementos de procedimiento. Es preciso remontarse a este contexto histórico, o sea, al surgimiento, dentro de los Estados democráticos, de movimientos revolucionarios y contrarrevolucionarios que se fijan propósitos de transformación radical —no alcanzables mediante los mecanismos con los que son tomadas las decisiones colectivas en una democracia—, para darse cuenta del rotundo cambio de significado de la democracia que tuvo efecto, no por casualidad, después de la primera Guerra Mundial y la aparición de esos movimientos que derivaron de ella. Esta mutación de significado ha dado origen a la llamada concepción procedimental de la democracia, que hoy es abrazada por la mayoría de los estudiosos de política y puede echar mano de la autoridad de Schumpeter, Kelsen, Popper y Hayek, aunque pertenezcan a diferentes tendencias políticas. Schumpeter definió la democracia como un modus procedendi a partir del cual individuos específicos obtienen el poder mediante una competencia que tiene por objeto el voto popular. De acuerdo con Kelsen, la democracia es esencialmente un método para seleccionar a los jefes, y su instituto fundamental es la elección. Es más que conocida la definición que Popper dio de la democracia como la forma de gobierno caracterizada por un conjunto de reglas que permiten el cambio de los gobernantes sin necesidad de usar la violencia. Finalmente, Hayek escribió que el mayor abuso que se puede hacer de la definición de democracia es el no referirla a un procedimiento para alcanzar el acuerdo sobre una acción común, y a cambio llenarla de ~ un contenido sustancial que prescriba cuáles deben ser los fines de esta acción.
Todo grupo social, por grande o pequeño que sea, requiere tomar decisiones colectivas, vale decir, determinaciones que atañen a toda la colectividad, independientemente del número de las personas que las toman. Para que una decisión sea considerada colectiva, y como tal válida y obligatoria para todos, se precisa de reglas que establezcan quién está autorizado a tomarlas y de qué modo. Las diversas formas de gobierno pueden ser distinguidas precisamente con base en las diferentes reglas que establecen quién decide y de qué manera. Con arreglo a este criterio, entre todas las definiciones que se pueden dar y han sido dadas de la democracia la más simple es la siguiente: es la forma de gobierno en la que rigen normas generales, las llamadas leyes fundamentales, que permiten a los miembros de una sociedad, por numerosos que sean, resolver los conflictos que inevitablemente nacen entre los grupos que enarbolan valores e intereses contrastantes sin necesidad de recurrir a la violencia recíproca. Estas reglas son primeramente las que atribuyen a los representantes de los diferentes valores e intereses el derecho de expresar libremente sus opiniones, incluso las opuestas a los gobernantes en turno, sin correr el riesgo de ser arrestados, exiliados o condenados a muerte, y el poder de participar directa o indirectamente, mediante delegados o representantes, en la formación de las decisiones colectivas, con un voto calculado de conformidad con el principio de mayoría. Que este principio derive de un acuerdo, el cual no asegura que la decisión sea la mejor solución, no cambia en nada el hecho de que tal cosa permite a personas que tienen valores e intereses diferentes llegar a una deliberación colectiva sin que haya necesidad de aniquilar al adversario. En esta competencia incruenta, los oponentes son vencidos en el cómputo de votos: consecuencia muy diferente de la que surge de la derrota en un duelo o en una guerra. Al margen de las llamadas reglas del juego democrático, los conflictos sociales por el predominio, o sea, para señalar quién tiene el poder de decidir por todos, no pueden ser resueltos más que con la preponderancia de una parte sobre la otra. El orden democrático es aquel sistema de convivencia entre quienes son diferentes que, más allá del plano moral (válido en pequeños grupos como el familiar o en asociaciones voluntarias de tamaño reducido), permite a esos que son diferentes vivir juntos sin (o con un mínimo de) violencia y transmitir el poder último, que es el de tomar las decisiones colectivas obligatorias, de manera pacífica.
Con base en la reconstrucción clásica de la manera en que brota un gobierno, efectuada por las doctrinas contractualistas, que constituyen un punto de referencia permanente para los simpatizantes de la democracia, un régimen así nace, en primera instancia, de un pacto de no-agresión puramente negativo entre individuos y grupos en conflicto, consistente en el compromiso recíproco de excluir el uso de la fuerza en sus relaciones, y de un segundo pacto positivo a partir del cual los mismos contrayentes concuerdan en establecer reglas para la solución pacífica de las controversias futuras. En fin, con el propósito de que este pacto sea garantizado contra posibles violaciones se requiere un contrato subsecuente por el que, siempre los mismos contrayentes, coinciden en atribuir a un tercero por encima de las partes la capacidad de hacer respetar, respaldado por la fuerza, los convenios anteriores. Este poder común es el que caracteriza al gobierno democrático cuando el pacto que lo origina prevé que sea limitado por los derechos inviolables de la persona ~ se ejerza con el máximo de participación y, por consiguiente, de consenso de los involucrados. No existe Estado sin monopolio de la fuerza legítima; pero a diferencia de lo que ocurre en los Estados autocráticos, el ejercicio exclusivo de la fuerza por parte del Estado democrático debe servir para garantizar el uso pacífico de las libertades civiles y políticas, y, a través de ellas, la definición de las decisiones colectivas mediante el debate libre y el conteo de los votos. En rigor, el derecho de reunión está garantizado con tal de que los convocados no porten armas. El derecho de asociación está reconocido con excepción de las sociedades militares y paramilitares. La libertad de expresión y la libertad de prensa son reconocidas a condición de que no sean usadas para instigar a la violencia. La principal forma de oposición de masas, que es la huelga, es una típica forma de oposición no violenta. La misma desobediencia civil en casos extremos puede ser tolerada si se lleva a efecto por medio de manifestaciones pacíficas o como resistencia pasiva.
El haber subrayado los aspectos de procedimiento del gobierno democrático, de suyo suficientes para caracterizarlo y diferenciarlo de la autocracia, no excluye la referencia a valores, implícitos en la selección misma de un procedimiento en lugar de otro. Se trata de que estos valores se hagan explícitos: en la insistencia de que en la definición mínima de democracia se ponga en primer lugar el tema de la no-violencia aparece el valor fundamental del derecho a la vida, y estrechamente ligado a éste el valor de la paz contrapuesto al antivalor de la guerra; en uno de sus institutos fundamentales, el sufragio universal, la democracia incluso solamente formal se inspira en el valor de la igualdad y por tanto en la exclusión de discriminaciones tradicionales entre los miembros de una misma sociedad con respecto al censo, la cultura, el sexo o las opiniones políticas y religiosas; el régimen democrático, como condición del ejercicio mismo de los derechos políticos, debe asegurar, como se ha dicho, algunas libertades fundamentales, como las de opinión, reunión y asociación, sin las cuales falta la dialéctica de las ideas que permite alcanzar la decisión a la que se debe someter toda la colectividad mediante el control recíproco de las opiniones. En los cimientos de la democracia moderna está una concepción individualista de la sociedad. Según esa concepción, la sociedad se instituye para bien del individuo, y no a la inversa. Tal idea recibe su fuerza de un presupuesto ético que, como todos los presupuestos éticos, puede ser justificado con argumentos más que demostrado racionalmente. Se trata del presupuesto de acuerdo con el cual el ser humano es una persona moral que tiene un fin propio y no puede ser tratado como un medio; tiene una dignidad y no un precio. A la persona en cuanto tal le son inherentes ciertos derechos que sin recurrir a postulados metafísicos pueden ser interpretados y justificados como pretensiones, que emergen progresivamente en el curso de la historia, de los hombres y de las mujeres de ser tratados de forma que no sean sometidos a sufrimientos inútiles, humillaciones, sumisiones prolongadas o marginaciones, y a gozar de un mínimo de bienestar.
Mientras los procedimientos universales y los valores que portan consigo, o que presuponen, permiten diferenciar a los gobiernos democráticos de los autocráticos, se pueden distinguir varias formas de democracia tanto con base en criterios procedimentales como teniendo en cuenta la mayor o menor aproximación a la realización de los valores fundamentales.
En referencia a la primera distinción, son dos los principales criterios según si se tiene en cuenta el nivel institucional más alto o el más bajo. En el primero de ellos se ubica la diferencia entre las formas de gobierno presidencial y parlamentaria. La distancia entre las dos radica en la distinta relación entre el legislativo y el ejecutivo. Mientras en el régimen parlamentario el grado de democracia del ejecutivo depende de ser una emanación del legislativo, el que a su vez descansa en el voto popular, en el segundo el jefe del ejecutivo es electo directa y periódicamente por el pueblo, y por tanto responde de sus actos de gobierno no ante el parlamento, sino frente a los electores. En el nivel institucional más bajo se plantea la distinción entre la democracia mayoritaria y la consensual, que se apoya principalmente en la distinta formación de los grupos políticos luego de la adopción de dos diferentes sistemas electorales, el de colegio uninominal y el proporcional. En la democracia mayoritaria existe la posibilidad de alternancia en el gobierno entre los dos grupos políticos principales, y la mayoría está constituida por un solo partido o por la alianza del partido que obtuvo más votos con un partido minoritario; en la democracia consensual, donde la fragmentación de los grupos políticos generada por el sistema electoral de representación proporcional sólo permite gobiernos de coalición, la formación de un gobierno siempre es producto de compromisos entre distintos partidos, es menos fácil la alternancia total y los gobiernos tienden a ser menos estables.
Por lo que atañe a los principios inspiradores, las democracias se distinguen a partir del mayor o menor éxito en la tendencia a eliminar toda forma, incluso esporádica, de violencia política (terrorismo de derecha o izquierda, intentos recurrentes de golpes militares); con base en la mayor o menor amplitud del espectro en el que se colocan los derechos de libertad y la mayor o menor protección por parte del Estado de las libertades personales; con base en la mayor o menor dimensión del igualitarismo que se extiende de la igualdad formal o ante la ley a las varias Formas de igualdad sustancial, propias del llamado Estado social. Se pasa de formas de democracia imperfecta o cuasidemocráticas como son aquellas en que el recurso a la violencia política nunca es eliminado del todo, a través de las democracias más o menos liberales, a las formas más avanzadas de la democracia social, que es la que realiza con más amplitud el ideal ético de la democracia.
El diferente grado de democracia depende de varias razones vinculadas a la historia y a la sociedad de cualquier país. El orden político es una parte del sistema social en su conjunto y está condicionado por éste. Entre esas razones se encuentran las: a) históricas, referentes a la mayor o menor continuidad de una tradición democrática (hay países en los que el gobierno democrático no ha sufrido interrupciones, y otros en los que los regímenes democráticos se han alternado con gobiernos autocráticos); b) sociales, que dependen de la mayor o menor heterogeneidad de la composición de los grupos étnicos, raciales, de donde proviene el diferente grado de integración; c) económicas, concernientes a la mayor o menor desigualdad de riqueza, de lo que proviene la marginación también política de las masas más pobres y la no-correspondencia entre los derechos formalmente reconocidos y los que realmente se ejercen; y d) políticas, relativas a la mayor o menor amplitud de las clases dirigentes, por una parte, y a la mayor o menor dificultad de los estratos más débiles de la población, en cuanto más numerosos, de organizarse políticamente y de poder influir en las decisiones que les interesan.
En el nivel más alto encontramos las democracias que poseen raíces históricas profundas, tienen una población socialmente más homogénea, son capaces de adoptar progresivamente disposiciones para corregir las desigualdades económicas mediante diversas medidas redistributivas, tienen una clase política extensa, diferenciada y competitiva, y favorecen la organización de todos los intereses mediante la formación estable de grupos de presión, sindicatos según el oficio y partidos. En el nivel más bajo se ubican las democracias en las que están presentes sólo algunos de estos requisitos. Donde ninguno de ellos existe, cualquier intento por instituir un gobierno democrático encuentra graves dificultades y la construcción que deriva de ese esfuerzo no está destinada a durar
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