Entender el pluralismo es también entender el significado de tolerancia, consenso, disenso y conflicto. Tolerancia no es indiferencia, no presupone indiferencia. Si somos indiferentes no tenemos interés: y aquí se acaba todo. Tampoco es verdad, como se sostiene con frecuencia, que la tolerancia presuponga cierto relativismo. Está claro que si somos relativistas estamos abiertos a una multiplicidad de puntos de vista.
Pero es tolerancia (su mismo nombre lo indica) precisamente porque no implica una visión relativista. Quien tolera tiene creencias y principios, los considera verdaderos, pero al mismo tiempo permite que otros tengan el derecho de cultivar «creencias equivocadas» (...).
Por tanto, ¿qué grado de elasticidad tiene la tolerancia? Si la pregunta nos obliga a buscar un límite fijo y preestablecido, no lo encontraremos. Sin embargo, es posible establecer el grado de elasticidad de la tolerancia mediante tres criterios. El primero es que siempre debemos aportar razones de aquello que consideramos intolerable (es decir, la tolerancia excluye el dogmatismo). El segundo atañe al harm principle, al principio de no hacer daño, de no perjudicar. Resumiendo, no estamos obligados a tolerar comportamientos que nos acarrean daño o agravio. El tercer criterio está basado en la reciprocidad: al ser tolerantes hacia los demás, esperamos ser tolerados nosotros mismos.
Veamos ahora qué es consenso. El inglés nos permite distinguir entre consensus y consent, entre un estado difuso de consenso, y un consentir preciso y concreto. Es una distinción que nos sirve para precisar que el consenso en cuestión no es un aprobar de forma activa o un sostener una cosa u otra. El consenso puede ser, por tanto, una pura y simple aceptación, un concurrir generalizado y meramente pasivo.
Incluso en este caso, el consenso es un compartir que, de alguna forma, relaciona. Definición que aclara la conexión entre el concepto de consenso y el de comunidad.
Nótese que incluso puede definirse la comunidad como «un compartir que, de alguna forma, relaciona». Y mi tesis debe llegar, para ser completa, a la noción de comunidad, porque ya no podemos asumir que la unidad política por excelencia sea el Estadonación (...).
Aunque el Estado-nación sea o nos parezca aún importante, el hecho es que, en perspectiva, el Estado-nación se constituyó durante el siglo XIX, y la felix Austria, el imperio poliétnico y multinacional de los Habsburgo, se sostuvo magníficamente (por lo menos combatiendo con éxito) hasta la derrota de 1919.
El Estado-nación ha sido, por tanto, el principio organizativo unificador del Estado moderno -sólo y sobre todo en Europa- durante menos de dos siglos. Antes, y a partir de la Edad Media, las nationes eran las lenguas. La nación alemana estaba formada por aquellos que hablaban en alemán, y esto vale para todos. El Estado-nación fue concebido por el Romanticismo -la Ilustración fue cosmopolita- como una entidad que no era sólo lingüística (...).
Sea como fuere, mi punto de vista es éste: cuanto más se debilita la «comunidad nacional», tanto más debemos buscar o volver a encontrar una comunidad (...).
Pero lo que no creo es que debamos volver a lo pequeño, y que «lo pequeño sea lo mejor». Es verdad que las comunidades del pasado (la polis griega, los municipios medievales, la democracia de aldea) eran microcolectividades que actuaban cara a cara. Pero si la comunidad no está concebida como un cuerpo operativo, sino como un identity marker, como un «identificador», como un sentir común en el que nos identificamos y que nos identifica, entonces no es necesario que una comunidad sea pequeña.
De esta forma, los italianos, los franceses, los alemanes, y así sucesivamente, pueden ser concebidos como «comunidades amplias», de la misma forma que son y eran concebidos como naciones; y aunque la Comunidad Europea, o el concepto de una comunidad latinoamericana, nos sugiera la idea de «comunidades abstractas», si estas grandes agregaciones están participadas y nos proporcionan el sentido de participación, es completamente lícito considerarlas como comunidades, aunque lo sean de forma sui géneris.
Afirmo, pues, que los seres humanos viven de forma infeliz en el estado de masas solitarias, en condiciones anónimas, y, por tanto, que siempre tratan de pertenecer, de acomunarse y de identificarse en el seno de organizaciones y en organismos en los que se reconocen: para empezar, en comunidades concretas de vecindad, pero también en amplias «comunidades simbólicas» (...).
¿Hasta qué punto podemos tensar el concepto de comunidad? (...). Hablar de comunidad mundial es pura retórica, es hacer que se evapore el concepto de comunidad. Considero, por el contrario, que el animal humano se agrega en coalescencia y «está junto a» en calidad de animal social, siempre que exista un límite (móvil pero no imborrable) entre nosotros y ellos. Nosotros es nuestra identidad; ellos son su identidad diferente que determina la nuestra. Somos quienes somos en función de quienes no somos. Toda comunidad implica «clausura», un recogerse juntos que es también un cerrar hacia fuera, un excluir. Un «nosotros» que no esté circunscrito por un ellos ni siquiera puede constituirse.
Una vez aclarado esto puedo plantearme la pregunta más espinosa de todas: ¿en qué medida el pluralismo amplía y diversifica la noción de comunidad? Es decir, ¿qué relación mantienen entre sí pluralismo y comunidad? ¿Puede una comunidad sobrevivir fraccionada en subcomunidades que son, en concreto, contracomunidades que llegan a rechazar las reglas que constituyen un convivir comunitario? Al afrontar esta cuestión tan delicada tengo que recordar que la comunidad pluralista es una adquisición reciente, difícil, obviamente frágil. Una comunidad pluralista está definida por el pluralismo. Y el pluralismo tal como lo he definido presupone una disposición tolerante y, estructuralmente, asociaciones voluntarias «no impuestas», afiliaciones múltiples, y, también, líneas de división, transversales y entrecruzadas.
Las comunidades del pasado -desde la polis griega hasta las comunidades puritanas- no tenían estas características, más bien lo contrario. Recuérdese además que estas características se han desplegado, hasta ahora, sólo en el mundo occidental y occidentalizado. Que es precisamente el mundo más expuesto a masivas inmigraciones del Este, y sobre todo de África y del Tercer Mundo.
Esta situación, se dirá, tiene precedentes: y cuando afirmamos esto consideramos sobre todo el caso de EE UU. Sí, el nuevo mundo es todo un mundo de «recién llegados»; la llegada de inmigrantes a EE UU fue, en determinados periodos, realmente masiva.
Entre 1845 y 1925 -ochenta años-, unos 50 millones de personas atravesaron el
Atlántico; y en los años 1900-1923 fueron 10 millones los inmigrantes. Pero estos recién llegados encontraban, en el nuevo mundo, un espacio vacío inmenso, buscaban y deseaban una nueva patria, y les hacía felices convertirse en norteamericanos: para estos 50 millones de inmigrantes antes mencionados, el melting pot funcionó muy bien. Sin embargo, el viejo mundo es desde hace mucho tiempo un mundo sin espacios
vacíos y un mundo de relativamente pocos «recién llegados». Y, por tanto, el
precedente norteamericano no nos ayuda a afrontar el problema. Los europeos
(occidentales) están preocupados, se sienten invadidos y están reaccionando.
¿Racismo? Es la acusación fácil que utiliza el que quiere ser siempre «políticamente correcto». Pero la acusación es superficial, generaliza demasiado, y corre riesgo de ser contraproducente. Quien es acusado de racista sin serlo se enfurece, y quizá termina por serlo de verdad. No debemos generalizar, sino precisar. El espectro de las reacciones frente a los recién llegados es variado y complejo. Para algunos -muchos-, la reacción es una defensa del puesto de trabajo y del salario. Para otros es xeno-miedo, un sentirse inseguros y potencialmente amenazados. Para otros, sin embargo, se trata de una reacción de rechazo (xenofobia). Y es sólo a partir de este punto en donde nos encontramos con el racismo. Pero incluso cuando el fenómeno es realmente un fenómeno de xenofobia y/o racismo, encontramos que estas reacciones no comprenden todos los aspectos. Se ofrece «resistencia» a los inmigrantes del Este desde el punto de vista económico, no racial. La xenofobia se concentra, sin embargo, en los inmigrantes africanos y musulmanes. En el primer caso con frecuencia es racial (no gusta una raza negra); pero en el segundo caso es, sobre todo, cultural.
Y éste es el verdadero meollo del problema. Hasta que no se llega al último caso, la controversia es principalmente de graduación: cuántos inmigrantes pueden ser absorbidos y en cuánto tiempo. Pero en el caso de los grupos movilizados o movilizables por el integrismo islámico, el problema es otro. Y se debe plantear de forma descarnada.
La pregunta es: ¿hasta qué punto una tolerancia pluralista se debe doblegar no sólo a «extranjeros culturales», sino también a abiertos y agresivos «enemigos culturales»?
En resumen, ¿el pluralismo puede aceptar, llegar incluso a aceptar, el propio
resquebrajamiento, la ruptura de la comunidad pluralista? Es una pregunta semejante a la que en la teoría de la democracia se formula así: ¿debe consentir una democracia la propia destrucción democrática? Es decir, ¿debe consentir que sus ciudadanos voten a favor de un dictador?
Es una fórmula de increíble superficialidad sostener que una diversidad cada vez mayor, y por tanto radical y radicalizadora, es por definición un «enriquecimiento». Mi tesis es, por el contrario, que existe un punto a partir del cual el pluralismo no puede y no debe ir más allá; y que el criterio, en la difícil navegación que he ido describiendo, es esencialmente el de la reciprocidad. Pluralismo es, efectivamente, vivir juntos en la diferencia y con las diferencias; pero lo es -insisto- en contrapartida, respetándose.
Entrar en una comunidad pluralista es, a la vez, un adquirir y un conceder. Los
extranjeros que no están dispuestos a conceder nada a cambio de lo que obtienen, que se proponen permanecer «extraños» a la comunidad en la que entran hasta el punto de poner en entredicho, por lo menos en parte, esos mismos principios, son extranjeros que inevitablemente suscitan reacciones de rechazo, de miedo y de hostilidad. El refrán inglés dice que la comida gratis no existe. ¿Debe y puede existir una ciudadanía gratuita, concedida a cambio de nada? En mi opinión, no.
Giovanni Sartori es catedrático de la Universidad de Columbia, autor de Partidos y sistemas de partidos y de Teoría de la democracia.
Este texto integra la parte final del trabajo Pluralismo, multiculturalismo e
estranei, de próxima aparición en la Revista Italiana di Scienza Política.
© Giovanni Sartori.
Pero es tolerancia (su mismo nombre lo indica) precisamente porque no implica una visión relativista. Quien tolera tiene creencias y principios, los considera verdaderos, pero al mismo tiempo permite que otros tengan el derecho de cultivar «creencias equivocadas» (...).
Por tanto, ¿qué grado de elasticidad tiene la tolerancia? Si la pregunta nos obliga a buscar un límite fijo y preestablecido, no lo encontraremos. Sin embargo, es posible establecer el grado de elasticidad de la tolerancia mediante tres criterios. El primero es que siempre debemos aportar razones de aquello que consideramos intolerable (es decir, la tolerancia excluye el dogmatismo). El segundo atañe al harm principle, al principio de no hacer daño, de no perjudicar. Resumiendo, no estamos obligados a tolerar comportamientos que nos acarrean daño o agravio. El tercer criterio está basado en la reciprocidad: al ser tolerantes hacia los demás, esperamos ser tolerados nosotros mismos.
Veamos ahora qué es consenso. El inglés nos permite distinguir entre consensus y consent, entre un estado difuso de consenso, y un consentir preciso y concreto. Es una distinción que nos sirve para precisar que el consenso en cuestión no es un aprobar de forma activa o un sostener una cosa u otra. El consenso puede ser, por tanto, una pura y simple aceptación, un concurrir generalizado y meramente pasivo.
Incluso en este caso, el consenso es un compartir que, de alguna forma, relaciona. Definición que aclara la conexión entre el concepto de consenso y el de comunidad.
Nótese que incluso puede definirse la comunidad como «un compartir que, de alguna forma, relaciona». Y mi tesis debe llegar, para ser completa, a la noción de comunidad, porque ya no podemos asumir que la unidad política por excelencia sea el Estadonación (...).
Aunque el Estado-nación sea o nos parezca aún importante, el hecho es que, en perspectiva, el Estado-nación se constituyó durante el siglo XIX, y la felix Austria, el imperio poliétnico y multinacional de los Habsburgo, se sostuvo magníficamente (por lo menos combatiendo con éxito) hasta la derrota de 1919.
El Estado-nación ha sido, por tanto, el principio organizativo unificador del Estado moderno -sólo y sobre todo en Europa- durante menos de dos siglos. Antes, y a partir de la Edad Media, las nationes eran las lenguas. La nación alemana estaba formada por aquellos que hablaban en alemán, y esto vale para todos. El Estado-nación fue concebido por el Romanticismo -la Ilustración fue cosmopolita- como una entidad que no era sólo lingüística (...).
Sea como fuere, mi punto de vista es éste: cuanto más se debilita la «comunidad nacional», tanto más debemos buscar o volver a encontrar una comunidad (...).
Pero lo que no creo es que debamos volver a lo pequeño, y que «lo pequeño sea lo mejor». Es verdad que las comunidades del pasado (la polis griega, los municipios medievales, la democracia de aldea) eran microcolectividades que actuaban cara a cara. Pero si la comunidad no está concebida como un cuerpo operativo, sino como un identity marker, como un «identificador», como un sentir común en el que nos identificamos y que nos identifica, entonces no es necesario que una comunidad sea pequeña.
De esta forma, los italianos, los franceses, los alemanes, y así sucesivamente, pueden ser concebidos como «comunidades amplias», de la misma forma que son y eran concebidos como naciones; y aunque la Comunidad Europea, o el concepto de una comunidad latinoamericana, nos sugiera la idea de «comunidades abstractas», si estas grandes agregaciones están participadas y nos proporcionan el sentido de participación, es completamente lícito considerarlas como comunidades, aunque lo sean de forma sui géneris.
Afirmo, pues, que los seres humanos viven de forma infeliz en el estado de masas solitarias, en condiciones anónimas, y, por tanto, que siempre tratan de pertenecer, de acomunarse y de identificarse en el seno de organizaciones y en organismos en los que se reconocen: para empezar, en comunidades concretas de vecindad, pero también en amplias «comunidades simbólicas» (...).
¿Hasta qué punto podemos tensar el concepto de comunidad? (...). Hablar de comunidad mundial es pura retórica, es hacer que se evapore el concepto de comunidad. Considero, por el contrario, que el animal humano se agrega en coalescencia y «está junto a» en calidad de animal social, siempre que exista un límite (móvil pero no imborrable) entre nosotros y ellos. Nosotros es nuestra identidad; ellos son su identidad diferente que determina la nuestra. Somos quienes somos en función de quienes no somos. Toda comunidad implica «clausura», un recogerse juntos que es también un cerrar hacia fuera, un excluir. Un «nosotros» que no esté circunscrito por un ellos ni siquiera puede constituirse.
Una vez aclarado esto puedo plantearme la pregunta más espinosa de todas: ¿en qué medida el pluralismo amplía y diversifica la noción de comunidad? Es decir, ¿qué relación mantienen entre sí pluralismo y comunidad? ¿Puede una comunidad sobrevivir fraccionada en subcomunidades que son, en concreto, contracomunidades que llegan a rechazar las reglas que constituyen un convivir comunitario? Al afrontar esta cuestión tan delicada tengo que recordar que la comunidad pluralista es una adquisición reciente, difícil, obviamente frágil. Una comunidad pluralista está definida por el pluralismo. Y el pluralismo tal como lo he definido presupone una disposición tolerante y, estructuralmente, asociaciones voluntarias «no impuestas», afiliaciones múltiples, y, también, líneas de división, transversales y entrecruzadas.
Las comunidades del pasado -desde la polis griega hasta las comunidades puritanas- no tenían estas características, más bien lo contrario. Recuérdese además que estas características se han desplegado, hasta ahora, sólo en el mundo occidental y occidentalizado. Que es precisamente el mundo más expuesto a masivas inmigraciones del Este, y sobre todo de África y del Tercer Mundo.
Esta situación, se dirá, tiene precedentes: y cuando afirmamos esto consideramos sobre todo el caso de EE UU. Sí, el nuevo mundo es todo un mundo de «recién llegados»; la llegada de inmigrantes a EE UU fue, en determinados periodos, realmente masiva.
Entre 1845 y 1925 -ochenta años-, unos 50 millones de personas atravesaron el
Atlántico; y en los años 1900-1923 fueron 10 millones los inmigrantes. Pero estos recién llegados encontraban, en el nuevo mundo, un espacio vacío inmenso, buscaban y deseaban una nueva patria, y les hacía felices convertirse en norteamericanos: para estos 50 millones de inmigrantes antes mencionados, el melting pot funcionó muy bien. Sin embargo, el viejo mundo es desde hace mucho tiempo un mundo sin espacios
vacíos y un mundo de relativamente pocos «recién llegados». Y, por tanto, el
precedente norteamericano no nos ayuda a afrontar el problema. Los europeos
(occidentales) están preocupados, se sienten invadidos y están reaccionando.
¿Racismo? Es la acusación fácil que utiliza el que quiere ser siempre «políticamente correcto». Pero la acusación es superficial, generaliza demasiado, y corre riesgo de ser contraproducente. Quien es acusado de racista sin serlo se enfurece, y quizá termina por serlo de verdad. No debemos generalizar, sino precisar. El espectro de las reacciones frente a los recién llegados es variado y complejo. Para algunos -muchos-, la reacción es una defensa del puesto de trabajo y del salario. Para otros es xeno-miedo, un sentirse inseguros y potencialmente amenazados. Para otros, sin embargo, se trata de una reacción de rechazo (xenofobia). Y es sólo a partir de este punto en donde nos encontramos con el racismo. Pero incluso cuando el fenómeno es realmente un fenómeno de xenofobia y/o racismo, encontramos que estas reacciones no comprenden todos los aspectos. Se ofrece «resistencia» a los inmigrantes del Este desde el punto de vista económico, no racial. La xenofobia se concentra, sin embargo, en los inmigrantes africanos y musulmanes. En el primer caso con frecuencia es racial (no gusta una raza negra); pero en el segundo caso es, sobre todo, cultural.
Y éste es el verdadero meollo del problema. Hasta que no se llega al último caso, la controversia es principalmente de graduación: cuántos inmigrantes pueden ser absorbidos y en cuánto tiempo. Pero en el caso de los grupos movilizados o movilizables por el integrismo islámico, el problema es otro. Y se debe plantear de forma descarnada.
La pregunta es: ¿hasta qué punto una tolerancia pluralista se debe doblegar no sólo a «extranjeros culturales», sino también a abiertos y agresivos «enemigos culturales»?
En resumen, ¿el pluralismo puede aceptar, llegar incluso a aceptar, el propio
resquebrajamiento, la ruptura de la comunidad pluralista? Es una pregunta semejante a la que en la teoría de la democracia se formula así: ¿debe consentir una democracia la propia destrucción democrática? Es decir, ¿debe consentir que sus ciudadanos voten a favor de un dictador?
Es una fórmula de increíble superficialidad sostener que una diversidad cada vez mayor, y por tanto radical y radicalizadora, es por definición un «enriquecimiento». Mi tesis es, por el contrario, que existe un punto a partir del cual el pluralismo no puede y no debe ir más allá; y que el criterio, en la difícil navegación que he ido describiendo, es esencialmente el de la reciprocidad. Pluralismo es, efectivamente, vivir juntos en la diferencia y con las diferencias; pero lo es -insisto- en contrapartida, respetándose.
Entrar en una comunidad pluralista es, a la vez, un adquirir y un conceder. Los
extranjeros que no están dispuestos a conceder nada a cambio de lo que obtienen, que se proponen permanecer «extraños» a la comunidad en la que entran hasta el punto de poner en entredicho, por lo menos en parte, esos mismos principios, son extranjeros que inevitablemente suscitan reacciones de rechazo, de miedo y de hostilidad. El refrán inglés dice que la comida gratis no existe. ¿Debe y puede existir una ciudadanía gratuita, concedida a cambio de nada? En mi opinión, no.
Giovanni Sartori es catedrático de la Universidad de Columbia, autor de Partidos y sistemas de partidos y de Teoría de la democracia.
Este texto integra la parte final del trabajo Pluralismo, multiculturalismo e
estranei, de próxima aparición en la Revista Italiana di Scienza Política.
© Giovanni Sartori.
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