El nacimiento de la moderna «ciencia política» italiana tiene su origen con la Teórica dei governi e governo parlamentare de Gaetano Mosca, que lleva fecha de 1882-1883 (1).
El examen de esta primera obra (la Teórica dei governi...) requiere unas palabras preliminares sobre las condiciones políticas de la Italia de aquella época, antes que sobre las influencias culturales.
Fue escrita en los años 1882-1883 y por aquel entonces la unidad del país era un hecho reciente: la guerra antiaustríaca y las revoluciones de 1859-1860 llevarían al Piamonte a constituir el Reino de Italia, pero del que quedaban excluidos el Véneto, Roma y los territorios limítrofes. El Véneto será arrebatado a Austria con la guerra de 1866 y hasta el año 1870 Roma y los últimos territorios papales no entraron a formar parte del Reino de Italia.
Así pues, desde 1870 Italia era solamente una unidad territorial (si bien permanecían aún fuera Trento y Trieste). En los doce años que van desde la unificación a la fecha de inicio de la Teórica se habían puesto de manifiesto notables dificultades causadas por la falta de una efectiva fusión nacional y por la imposibilidad de gobernar masas de pueblos con tradiciones centenarias diferentes, pobres, ignorantes y totalmente desacostumbrados a la libertad, en todos sus aspectos. La exigua y heterogénea clase dirigente, cuyo núcleo fundamental todavía era piamontés, sufría considerablemente en la iniciativa.
En los primeros años después de la unificación, la derecha, siguiendo las doctrinas de Cavour, conseguiría mantener el poder y concluir con el gran esfuerzo del reordenamiento administrativo y financiero. Pero fue debilitándose, hasta que en el año 1876 el gabinete de Minghetti, último jefe de la derecha, se vio obligado a dimitir y De Pretis, líder de la izquierda, formó el nuevo ministerio. Este traspaso fue considerado por muchos como una especie de revolución.
Sin embargo, no solamente el programa y la política del nuevo ministerio continuaron la antigua vía, sino que, además, desde entonces comenzó el fenómeno del
«transformismo», haciendo desaparecer de hecho las diferencias entre la derecha y la izquierda. Y se desarrolló el fenómeno que, como veremos, será el centro de atención de Gaetano Mosca, por el que cualquier diputado parecía preocupado exclusivamente de sus «clientelas», las cuales, de hecho, lo condicionaban fuertemente y a través de él condicionaban el gobierno.
Se malogró de esta forma la posibilidad de un verdadero «liderazgo» en el país, y ello pareció aún más grave debido a que, además de la cuantía y gravedad de los problemas de la joven Italia, vendría a añadirse la formación de un proletariado urbano-industrial.
Ante esta situación, muchos se preocupaban y buscaban remedios; la crítica a quien gobernaba surgía de diversos sitios. Tal vez fue Mosca el primero en desarrollar una crítica que iba, sin duda, más allá de lo contingente, para pasar a atacar las instituciones democrático-parlamentarias y al mismo principio de soberanía popular sobre el que se fundaban.
Y sobre todo que después de él, en efecto, esta crítica a fondo se convierte en relativamente común en Italia y sin duda contribuyó a dar paso a los numerosos atentados a las instituciones y, finalmente, al propio fascismo. En relación con las influencias culturales, bastará con recordar dos puntos.
En primer lugar Mosca, como él mismo sacó después a la luz, especialmente en los Elementi di scienza política (2), era sobre todo un estudioso de la historia y como tal, había leído y admirado al historiador Taine, en cuya obra la idea de una minoría dominante sobre la mayoría, como una realidad histórica externa, figuraba ya (esta influencia quizá fue la más relevante para su doctrina).
Y además, Mosca refleja el positivismo que impregnaba la cultura de entonces y su metodología, si bien toscamente esbozada, revela de inmediato esta influencia predominante.
De la Teórica dei governi, la parte considerada más importante, también por el Mosca maduro, es la teórica, que constituye el primer capítulo. En él, Mosca hace, lo primero de todo, un preámbulo metodológico del gusto positivista, que repetirá sustancialmente en sus obras más maduras.
Observa el retraso en la evolución de la sociología con respecto a las ciencias naturales, y lo atribuye a la mayor cantidad de observaciones investigadas, a la imposibilidad de proceder a experimentos, a la dificultad de reunir suficientes documentos históricos para el pasado y a la existencia de prejuicios transmitidos de generación en generación.
No obstante, y según Mosca, el proceso de la ciencia histórica en los últimos decenios había puesto a disposición tantos y tan variados «materiales» científicos, que era ya imposible comenzar a desarrollar una ciencia auténtica y propia en el campo social.
Con ello, Mosca se presenta abiertamente como sociólogo de orientación positivista que desea trabajar esencialmente con el método histórico-comparativo. Así, en la Teórica el joven estudioso palermitano enuncia, si bien de manera aún embrionaria respecto a los Elementi, las dos teorías fundamentales relativas a la existencia y al funcionamiento de la «clase política» y de la «fórmula política».
La teoría de la «clase política» postula la existencia, en el seno de cualquier tipo de organización social, de una minoría «organizada» que detenta el poder en los centros de decisión efectivos. La «fórmula política» consiste en el conjunto de ideologías, creencias y mitos que la clase política «produce », basados en una cultura político-social, para justificar su dominio sobre el resto de la sociedad.
La metodología de la ciencia política está identificada en la comparación
interdisciplinaria de las ciencias humanas, esto es, en la historiografía entendida,
a la manera de Spencer, como «sociología comparada». «Clase política»,
«fórmula política» y «comparación interdisciplinaria de las ciencias humanas» son los tres fundamentos de la ciencia política de Mosca, pero sobre todos ellos prevalece, como clave interpretativa, la teoría de la clase política.
Desde finales de 1884, efectivamente, Mosca subrayaba que «no se debe olvidar nunca que no es la fórmula política la que determina el modo de formación de la clase política, sino al contrario: es ésta la que adopta siempre la fórmula que más le conviene». Con el cambio social se relaciona también la «fórmula política», y por
esto es importante, igualmente, para el orden social.
La fórmula política corresponde, dice el mismo Mosca, al principio de soberanía de los juristas. En efecto, la fórmula política es una justificación del poder de hecho en términos abstractos que la minoría necesita para conseguir la obediencia de
las masas. Una invención de la minoría (como escribe Meisel) a la necesidad
de las masas de «ser engañadas», pero que, así considerado, tiene sólo el
efecto de dejar hacer «la buena acción para un fin equivocado», porque el poder
de la minoría está fundado en una superioridad real.
Escribe Mosca: «Cualquier clase política, de cualquier forma constituida, no confiesa nunca que ella manda por la sencilla razón de que está compuesta
por unos elementos que son... los más aptos para gobernar, sino que encuentra
siempre la justificación de su poder en un principio abstracto, en una
fórmula (que nosotros llamaremos la fórmula política) que dice que todos los
funcionarios reciben su autoridad del soberano, el cual, a su vez, la recibe
de Dios; eso es hacer uso de una fórmula política. La otra creencia, que todos
los poderes tienen su base en la voluntad popular, es otra fórmula.»
Es aquí, precisamente, donde se expone de manera evidente el ataque de
Mosca al sistema democrático-parlamentario.
Mosca prosigue: «Como ella es un hecho constante, nos lleva a decir que
corresponde a una verdadera necesidad de la naturaleza humana. Parece
que sea intrínseco del carácter humano el querer creer que se somete antes
a un principio abstracto que a una persona, la cual manda porque tiene el
hábito.»
Para nuestros fines, es oportuno destacar que en realidad la mayoría tiene
necesidad de esos principios «abstractos», o parecen asegurar que las órdenes
no lo son en interés de uno o de unos pocos, sino en el interés. Y, por otro
lado, estos principios abarcan no sólo una superioridad real, sino que también,
según las motivaciones otorgadas por el autor a la clase dirigente, desea
el poder por sí mismo y por los privilegios que van unidos, o sea, cubren y
promueven precisamente los intereses de pocos en contra de los muchos que
deben obedecer.
La fórmula política es importante, asimismo, por otras razones. Mosca
considera estas fórmulas políticas como un auténtico velo, lanzado fríamente
o por cálculo nacional sobre la realidad, sin profundas raíces morales o intelectuales
en los grupos nuevos y viejos de la clase dirigente. La clase política
«siempre adopta la fórmula que más le conviene».
Pero él reconoce igualmente, y quizá haya una pequeña contradicción,
que hay siempre una relación entre la fórmula y la composición de la clase
política; por ello, aquélla cambiará con el cambio de esta última. Y de aquí
la utilidad científica de la fórmula que nos revela y nos permite explicar el
cambio social.
La clase política, dice Mosca, siempre da «una base moral y también
legal» a su poder, conectándolo con «doctrinas y creencias generalmente reconocidas
y aceptadas».
He aquí la «fórmula política». Raras veces dos fórmulas son idénticas;
al contrario, sólo entre fórmulas de pueblos del mismo «tipo social» hay una
fuerte afinidad.
En la base de la fórmula pueden existir, repite Mosca en la Teórica,
creencias sobrenaturales o «conceptos racionales», que siempre corresponden
a la necesidad de no ceder sólo a la fuerza, sino a un «principio moral» (3).
El concepto, ya mencionado, de «tipo social» nos introduce en la parte
nueva de la Teórica.
Mosca afirma que «la humanidad se divide en grupos sociales», o «tipos
sociales», sobre la base de una lengua, religión, intereses; sencillamente, experiencias
comunes.
De particular importancia son las religiones universales, que dan a la
gente una impronta lo bastante potente como para formar los «tipos sociales
» más relevantes de la historia.
Surge el problema de la relación entre tipos sociales y organismos políticos
(4). Mosca nos dice que un organismo político cuya población sigue una
religión universal debe «tener una base jurídica y moral sobre la cual se
apoye su clase política».
En cierto modo, se trata de dos cultos, uno al lado del otro. Si los sentimientos,
las tradiciones, los intereses en los cuales se basa el organismo político,
y que la clase política administra e interpreta, no están bien diferenciados
y asentados, la religión tiene todas las ventajas. «El Estado acaba entonces
convirtiéndose en pelele de algunas de las religiones o doctrinas universales,
por ejemplo, del catolicismo o de la democracia social» (5).
Posteriormente, Mosca desarrolla una parte de su discurso sobre el tipo
social. Y entre las posibilidades que examina se encuentra aquella en la que,
dentro de un organismo político, residen dos tipos sociales. En este caso, la
clase dominante proviene normalmente de uno de los dos, pero el tipo subordinado
tiene entonces su clase dirigente. (Con ello se entiende una subelite,
como, por ejemplo, la existente entre los negros en algunos Estados donde
(3) GAETANO MOSCA: Elemenli, op. cit., vol. I, pág. 110.
(4) Cita de la colección de ensayos de MOSCA: «LO que la historia podría enseñar»,
en Scritti di scienza política, Milán, 1985.
(5) -GAETANO MOSCA: Elementi, op. cit., vol. I, pág. 112.
predominan los blancos, o mejor, una clase dominante manejada por los
blancos.)
En realidad conviven dos tipos sociales ya que, o la clase política se funda
sobre una fórmula no admitida por la mayoría, o bien entre la clase política
y la mayoría de la población hay diferencia «de costumbres, de cultura,
de hábitos» (6).
De este modo, Mosca se ve obligado a reconocer la importancia del consenso:
«La mayor o menor unión moral entre todas las clases sociales explica
la fuerza o la debilidad que en ciertos momentos muestran algunos organismos
políticos.»
Esta diferenciación interna, dice Mosca, es típica de las «sociedades burocratizadas
», probablemente porque introducen el elemento de impersonalidad
en las relaciones entre gobernantes y gobernados: «Pero a menudo
sucede que la burocratización se ve acompañada de un cierto grado de exclusión
por parte de la minoría dominante, creándose una potencialidad notable
de conflictos internos.»
De cualquier modo, es únicamente un aspecto del problema. Mosca observa
justamente que el peligro interno puede asociarse con el peligro externo.
¿Qué sucederá entonces? Nuestro autor es, en cierta manera, optimista.
Cree que las clases harían frente común, dentro del mismo organismo político,
si el choque fuese con otro tipo social fundado en otra raza o religión.
Esta diferenciación puede ser aprovechada por «una fracción de la clase
política», que se apoyará en la plebe descontenta, o bien puede ser importante
sólo para el cambio interno dentro de la misma clase política, en los puestos
de gobierno.
O sea, «se forma en medio de la plebe otra clase dirigente» que puede
competir con aquélla en el desempeño del poder. Se forma, como él dice, «un
Estado dentro del Estado» (7).
Mosca es radicalmente pesimista sobre la suerte de una clase política que
gobierna una Sociedad-Estado así dividida.
Al no producirse el cambio, esto es, la adquisición de los mejores de la
plebe, la clase política se empobrece y decae. Entre otras cosas, queda también
«persuadida» del poder, y al primer choque violento, cae (8).
Mosca, entonces, introduce un nuevo concepto, el de «defensa jurídica».
Este concepto es muy importante, porque permite desarrollar un discurso
orgánico sobre los temas sociológicos fundamentales de la socialización y del
(6) GAETANO MOSCA: Elementi, op. cit., vol. I, pág. 139.
(7) GAETANO MOSCA: Elementi, op. cit., vol. I, pág. 152.
(8) C. MONGARDINI: «Mosca, Pareto, Taine», en Cahiers Viljredo Párelo, 1965.
control social. El punto fundamental es, naturalmente, la explicación de la
ordenada convivencia de los hombres en sociedad. Aquí, Mosca, antes de
nada, nos habla de lo que se llama «sentido moral», o «ese conjunto de sentimientos
» por los cuales la «tendencia natural» a actuar correctamente por
sí mismos viene frenado por la «natural compasión» hacia los otros (9).
Sin una explicación profunda del hecho, Mosca nos dice que el sentido
moral garantiza el respeto por las normas dadas de convivencia sólo para
una restringida élite virtuosa.
Pero a su lado hay una élite negra que, aparentemente, no siente esa «natural
compasión» por los otros. Así, «tiene tendencias claramente reacias a
toda disciplina social». Entre las dos élites está la inmensa mayoría de conciencias
mediocres (la masa, diríamos nosotros), que, a lo que parece, pueden
ser disciplinadas solamente gracias al «miedo al daño o al castigo».
Los mecanismos sociales que regulan esta disciplina del sentido moral
forman eso que Mosca llamó la «defensa jurídica». «La disciplina del sentido
moral —escribe, en efecto, Mosca— es confiada tanto a las religiones como
a toda organización legislativa.» Por tanto, Mosca se limita a comparar el
control de la religión, apoyado en la amenaza de sanciones ultraterrenales,
con el control del Estado, sostenido por la amenaza de sanciones legales,
y encuentra que este último es, de ordinario, más eficaz.
Esto le lleva a hablar de la «organización política»: un buen gobierno,
dice, es lo más importante: puede y debe garantizar «incluso los derechos
que comúnmente se entienden como privados, esto es, la tutela de la propiedad
y de la vida».
E intentando definir este «buen gobierno», aparece preocupado, principalmente,
de que haya una división real y un equilibrio de poderes.
Pero la división de poderes no debe ser sobre el papel, como, según él,
proponía Montesquieu. Cada «órgano político» debe representar una distinta
«fuerza política». Y después enumera las condiciones varias de este equilibrio
real: separación entre poder temporal y espiritual, entre poder económico
y político, entre poder militar y político. Tampoco la riqueza debe concentrarse
en manos de unos pocos frente a masas de desesperados.
Una vez más, Mosca señala que la existencia de una clase económicamente
independiente y culta, como la gentry, es una de las condiciones ideales
para el buen gobierno que tiene en mente.
Esta, en realidad, pertenece ya al pasado. Y no le queda a Mosca más
que aferrarse a la común esperanza de nuevas fuerzas políticas procedentes
de los nuevos estratos de cultura científica.
(9) GAETANO MOSCA: Elementi, op. cit., vol. I, pág. 156.
Por cuanto queda dicho, demuestra ya una actitud en principio favorable
a la democracia liberal.
En efecto, Mosca pasa a criticar doctrinas políticas similares a la suya y
renueva la crítica del gobierno fundado sobre el sufragio universal, el cual permite
la participación de un cierto número de «valores sociales» y la organización
de muchas «fuerzas políticas», que los diputados deben tener en cuenta,
porque la «discusión pública» consiste en un cierto control público sobre
las asambleas electivas.
En definitiva, Mosca se nos muestra siempre más inspirado por los principios
liberales, aun cuando es un elitista (un elitista liberal), en el sentido
de que no cree en la democracia como progresiva participación de las masas
y autogobierno popular.
Criticando a Comte y a Spencer, Mosca escribe que «es espontáneo y al
mismo tiempo indispensable» (ya que los hombres, además de ser producto
de naturaleza, son portadores de exigencias imprescindibles de la existencia)
que, «donde haya hombres, habrá una sociedad, y donde esté una sociedad,
habrá un Estado. Esto es, una minoría dirigente y una mayoría que es dirigida
por ella» (10).
Así pues, el consenso de la mayoría, «en una forma dada de régimen
político, depende de la difusión y del ardor en la fe que la clase gubernativa
tenga en la fórmula política con la que justifica su poder». Es, por tanto, en
gran medida un hecho de engaño y manipulación, o, sin más, de plagio de
la masa.
Igualmente, el viejo juicio elitístico sobre la naturaleza humana no ha
cambiado. La naturaleza hace que cada uno «tienda a preponderar sobre sus
semejantes».
Y es justamente por esto, por lo que no se cree ya en una futura y mítica
clase dirigente que gobierne espontáneamente por el bien general, y se invoca
la «multiplicidad de las fuerzas políticas» y el «control recíproco» en el interior
de la clase política como garantía, «hasta cierto punto», del buen gobierno.
Concluida esta polémica, Mosca pasa a examinar algunas instituciones
que juzga especialmente relevantes para el estudio del poder: iglesias, partidos
y sectas, a los que da un origen común: la tendencia de los hombres a
reunirse en grupos, con jefes y gregarios, para mejor combatirse entre ellos.
Y así confirma el carácter ambiguo de la sociedad para un elitista, cooperativo
y conflictivo a un tiempo, si no cooperativo porque es conflictivo.
(10) GAETANO MOSCA: Elementi, op. cit., vol. I, pág. 230.
La parte más interesante del análisis es, quizá, la relacionada con las
iglesias.
Este análisis recuerda vagamente al weberiano. De hecho, en Mosca existe
la idea del fundador de religiones como jefe carismático, la posterior distinción
entre los apóstoles y la muchedumbre, la sistematización de la palabra
del maestro por parte del séquito. La idea de iglesia que se caracteriza, de
algún modo, por el fenómeno de la adscripción (se nace en una iglesia). Las
consideraciones sobre las necesidades de adaptar la «doctrina» a las masas.
De conformidad con cuanto él mismo había escrito sobre el tipo social,
Mosca afirma que la religión puede determinar un «cierto doblegamiento en
los sentimientos humanos, cuyas consecuencias pueden ser importantes».
Asimismo, Mosca pone de manifiesto que la Iglesia que tiene en mente
se vio, paso a paso, implicada en las cosas de este mundo y en los medios
mundanos como las riquezas, que le son necesarias para conservar y acrecentar
su poder.
Tampoco cree que las religiones desaparezcan del camino de la humanidad,
porque piensa que no han sido inventadas por un «Ente extra-humano»,
sino por los hombres mismos (11).
A este interés nuevo por las religiones se une directamente el,creciente
interés por el tema «revolución», o sea, por el cambio rápido y violento. Ello
le lleva a tratar también de la burocracia y, sobre todo, del ejército.
Mosca distingue entre revoluciones de palacio de la ciudad-estado y las
revoluciones en los Estados modernos, caracterizados por grandes burocracias
y ejércitos permanentes. Le parece que estos dos elementos condenan de ordinario
toda conspiración al fracaso, si bien es verdad que la excesiva concentración
burocrática puede facilitar la sustitución, radical e incluso sin choques,
del gobierno. Sobre las revoluciones contemporáneas, manifiesta su
creencia en la función preparatoria de las sociedades secretas y en el papel
de los «desplazados» (el que suscribe), que imagina siempre preparados a
lanzarse a la revolución. Pero, naturalmente, es fundamental para el éxito
el concurso de las masas, que se mueven sólo en circunstancias especiales,
como las crisis económicas.
A continuación, Mosca observa que la revolución en los Estados modernos
únicamente vence si consigue apoderarse de las dos «instituciones» claves:
ejército y burocracia.
Posteriormente vuelve a afirmar su amor por los ejércitos permanentes,
concordes con la ley y obedientes a la autoridad civil.
(11) GAETANO MOSCA: Elementi, op. cit., vol. I, pág. 120 (sobre relación entre religión,
Iglesia y Estado).
Estos son considerados por Mosca como el resultado de un «sabio desarrollo
de esos sentimientos en los cuales está basada la defensa jurídica».
Constituyen esa doble garantía para el orden. Por ello, los exalta, defendiendo
el reclutamiento diferenciado de clase para oficiales y tropas, y teme
por su intacta conservación.
Comienza incluso a notar que si decayesen, y con ellos el espíritu militar,
la civilización europea estaría en peligro.
Frente a peligros desastrosos, internos y externos, que sólo un ejército permanente
en plena eficacia puede conjurar, Mosca llega a la «grave y terrible
conclusión» de que quizá, y después de todo, la guerra «sea un hecho que,
de vez en cuando, sea necesario», precisamente porque es lo más completo
en organización y espíritu militar.
Con ello cree haber ya demostrado que siempre, en cualquier parte, existe
una minoría de gobernantes y una mayoría de gobernados, que cada régimen
se funda sobre formas políticas y creencias difusas y que, al fin y al cabo,
la mejor defensa jurídica, entendida ahora como «mayor respeto al sentido
moral por parte de los gobernantes», se obtiene a través de la participación
de distintas fuerzas políticas en el gobierno y su recíproco control.
Parecía haber puesto en evidencia los límites de las doctrinas filosóficas
y religiosas, que si bien pueden producir un «desdoblamiento» importante
de la naturaleza humana, no pueden cambiarla radicalmente.
Por último, cree haber aplicado con éxito su teoría en el estudio de las
revoluciones y de los ejércitos permanentes.
A continuación pasará a tratar aquellos que él considera son los mayores
problemas de entonces en Europa, como:
— ¿Pueden sobrevivir las religiones dogmáticas?
— ¿Puede durar el parlamentarismo?
— ¿Cuál será «el porvenir de nuestra civilización en relación con la
democracia social»?
A la primera pregunta encuentra difícil proporcionar una respuesta segura.
Sin embargo, le parece que las religiones están radicadas en la necesidad
que tienen los hombres de hacerse ilusiones.
A este propósito observa que también los trabajadores que dejan de ser
católicos y se hacen socialistas no dejan de creer en el ipse dixit.
Este hecho le sugirió la idea de que si las creencias revolucionarias hicieran
«bancarrota» dentro de pocas generaciones, las religiones podrían ratificar
su poder sobre las masas y restituir bases más sólidas al orden.
Así, Mosca prosigue que el eclipse de la religiosidad había sido hasta
entonces la idea favorita de la clase dominante («Estado»), pero verosímilmente
ésta es la Iglesia a la que deberían acogerse, que no tiene nada que
ganar al combatirse y, por el contrario, todo que ganar uniendo las fuerzas
contra la democracia social. No cree siquiera que el regreso de la religión
y, por tanto, de la potencia eclesiástica deba necesariamente chocar con las
libertades intelectuales, como se ha considerado siempre, pues científicos y
clérigos hablan a dos públicos muy distintos: uno de élite y el otro de masa.
Es sólo entre la vieja religión y la nueva de la democracia social cuando,
al disputarse entre ambas las masas, el conflicto es inevitable.
Sabiamente avanza, sin embargo, el temor de que esta lucha entre «las
dos religiones» por el control de las masas pueda alcanzar tal dramatismo
que también las libertades intelectuales de la élite deberían desaparecer y no
quedaría espacio alguno al pensador independiente.
El posterior intento de responder a la segunda pregunta muestra, definitivamente,
cómo Mosca es ya distinto del hombre que una docena de años
antes atacaba tan claramente el sistema parlamentario.
Reconoce la verdad de dos críticas que él mismo había probado anteriormente
en la Teórica, esto es, la preponderancia concedida al «rico» y la
manipulación de toda la administración pública. Son defectos graves, dice
ahora Mosca, pero es necesario tener en cuenta que en aquélla está la naturaleza.
A quien no se le atribuye el mérito de las esperanzas (como es sabido, se
la atribuyen todos los «demócratas»), las ventajas del sistema aparecerán superiores
a las desventajas. Combatir el parlamentarismo está bien para quien
cree en la democracia, pero no para quien cree en la doctrina de la clase
política.
El Mosca joven era, pues, incoherente. El Mosca maduro cree aún en la
doctrina de la clase política, al menos en el sentido de que el gobierno no es
un asunto del pueblo. Pero más coherente, y sobre todo más realista, se conforma
ahora con un sistema que consienta a todas las fuerzas políticas organizadas
a participar en el juego, ya que con ello, como se ha visto, se actúa
en el más elevado grado de defensa jurídica.
Añade Mosca: «la supresión del sistema parlamentario» llevaría a un
absolutismo burocrático, con graves limitaciones a la libertad.
Mosca da algunos consejos para mejorar la organización política y alguna
esperanza en su natural evolución. La clase política puede estabilizarse
por sí sola pasando el tiempo. Pero es preciso garantizar que los magistrados
estén fuera de toda manipulación; los funcionarios van, como se suele
decir, «responsabilizándose». Se necesita un control financiero efectivo.
El remedio más bienhechor consistiría en la «descentralización» que,
para Mosca, no debe ser sólo a favor de los entes locales, sino, y sobre todo,
de aquella clase «acomodada y culta» que Mosca se obstina en invocar.
Pero la cosa más importante, en gran medida, para nuestro autor es combatir
la teoría democrática puesto que, según él, no es verdad que todos los
hombres puedan colaborar racional y responsablemente a contribuir a la
historia.
Nadie hubiera acabado más alejado de la batalla que el elitista contemporáneo
Mills contra «la élite del poder», en nombre de los «valores del iluminismo,
razón y libertad» y por la participación política de tendencia generalizada.
Según Mosca, el orden elitístico es, en principio, «bueno»; la minoría
debe mandar y la mayoría obedecer: «A cada uno su propio cometido si el
mundo quiere ir bien o, de cualquier modo, lo menos malo.» Por ello, es
perjudicial tanto la idea de igualdad política como la de igualdad social, por
no decir que cada ensayo se ponga en práctica.
Mosca se lanza, con todo el vigor de que es capaz, a la lucha contra Rousseau
y aquellos que considera sus secuaces. Rousseau es responsable de todas
las adversidades de nuestro tiempo por haber afirmado que el hombre es
bueno por naturaleza y ha sido descarriado por la sociedad (12).
A él hay que remontar no solamente la democracia moderna en general,
sino la democracia social, que quiere la igualdad política y económica...
Y Mosca continúa después combatiendo abiertamente a los partidarios de la
democracia social.
En primer lugar, los comunistas, a los que recuerda la eterna verdad de
la clase política: «También en las sociedades organizadas como ellos pretendían
existirán siempre los que administren la riqueza pública y siempre estará
la gran masa de los administrados, que se deberán contentar con la parte
que quieran atribuirla.» Siempre dominantes y dominados, privilegiados positivamente,
en el sentido económico, los primeros, y privilegiados negativamente
los segundos.
Además, la reducción a una sola fuerza política, que controla el gobierno
y la economía (todos trabajarán para el Estado), daría lugar al más tiránico
de los regímenes.
Presagio de máxima coherencia con su teoría, evidentemente bastante
seria. Pero Mosca se convertía en un mal elitista cuando, por el contrario,
alababa el Estado presente, sobre el cual «un buen trabajador [...] nunca tiene
que temer del jefe-división, del diputado, del ministro», mientras sabemos
(12) GAETANO MOSCA: Elementi, op. cit., vol. I, pág. 99. Mosca se remonta al ensayo
Suü'origine dell'uguaglianza degli uomini de ROUSSEAU.
que sólo en los países más liberales, si acaso, cesa la presión manipuladora
en mil formas contra el disidente.
Creyendo así dar el último golpe a los comunistas, Mosca vuelve a insistir
en la idea de que la sociedad ha hecho al hombre malo, sosteniendo esta
vez que ello implica que la sociedad ha sido hecha no por el hombre, sino
por fuerzas extrahumanas.
La objeción no se ajusta perfectamente a Rousseau, como es evidente.
Pero aún menos puede ser aplicada al marxismo, para el cual, efectivamente,
el orden social es el resultado de un proceso que se escapa al control colectivo.
Más acertada (pero, en realidad, parábola también), sin la posterior objeción,
es que los comunistas quieren construir una sociedad donde se presupone
un tipo de hombre que, según ellos mismos, estará formado sólo por el
socialismo en marcha.
Como sabemos, la dictadura del proletariado ha sido pensada justo para
resolver estas dificultades.
Sin embargo, no se equivoca Mosca al insistir sobre el hecho de que, según
la experiencia, «es bastante difícil modificar sensiblemente el nivel moral
de todo un pueblo que haya alcanzado un considerable alto grado de civilización
», a la vez que observa que en la historia, cuando se producían tales
modificaciones positivas, era cuando múltiples fuerzas «participaban» y se
controlaban recíprocamente. Es decir, que la libertad, y no lo contrario, es
el humus necesario de todo progreso real del hombre.
Mosca polemiza después con los anarquistas, que, secuaces verdaderos consecuentes de Rousseau, quieren deshacer la sociedad (con lo cual, según nuestro autor, se volvería sencillamente a los pequeños grupos originarios, con la supremacía del más fuerte y la anulación a que tiende la defensa jurídica).
Y rápidamente vuelve a los comunistas, aludiendo esta vez directamente a Marx y la lucha de clases.
Niega que toda la historia sea la historia de la lucha de clases. Pero, por
desgracia, su polémica pierde vigor cuando afirma que la teoría marxista intenta explicar toda la historia como una «conjura de unos pocos contra muchos, de las clases ricas contra los pobres».
Y juzga a Marx atormentado por manía persecutoria.
Mosca se dispone a afrontar la tercera y última pregunta, y reconoce que, al estar las ideas revolucionarias muy difundidas, incluso entre los jóvenes de la burguesía, y probablemente en relación con éstos, propone ante todo una lucha contra las «falsas ideas» creadas por Rousseau.
Y Mosca enumera una serie de condiciones para la difusión victoriosa de estas ideas, entre las cuales salta a la vista la guerra temeraria al sentimiento religioso, las miserias y la corrupción del parlamentarismo. Igualmente, el pedestal creado desde el siglo xix al rebelde político es otra causa importante de adhesión a las ideas revolucionarias, concretamente de la juventud burguesa.
¿Triunfará, por tanto, la democracia social? Dadas las premisas teóricas,
Mosca no lo puede creer. Pero hay que justificar aún bastante el viejo temor
de anarquía y de la guerra civil. En relación con la conclusión eventual. Mosca
debe temerse que, a continuación de «revolución e inevitable reacción», se
constituya después un gobierno de tipo «bastante más autoritario».
De nuevo se indica la dirección que los acontecimientos, en efecto, tomarán
para desembocar en el entonces imprevisible fascismo.
Contra el éxito de la revolución eventual ve intervenir, en el caso de que
fuese necesario, al ejército, la burocracia y un gran número de personas con
interés en mantener el sistema existente. Por otro lado, una revolución podrá
estallar sólo por los errores de los gobernantes y por sucesos catastróficos
«inconscientemente» provocados, como la guerra.
Como más tarde Pareto, observa que entre los factores favorables a la revolución hay que contar también con la difusión de una actitud renunciadora que hace que muchos consideren la democracia social como inevitable.
Un aflojamiento de la burguesía que, obviamente, va unido también a ese paso al socialismo de muchos jóvenes, como anteriormente se dijo.
Si bien no le parece probable que una revolución estalle, y menos aún que tenga éxito, Mosca no ve muy claro cómo puede devolverse al orden una base sólida.
Como gran parte de los sociólogos que le han precedido, y en gran parte
los positivistas franceses, desde Comte a Durkheim, también busca la forma
de dar estabilidad al Estado burgués, y, al igual que ellos, valora siempre más
los fenómenos de consenso.
El orden «... permanecerá siempre en un estado de equilibrio inestable y en gran parte no estará custodiado por la fuerza material». Faltará siempre «la unidad moral» y, por tanto, el «orden estable», considerado factible un tiempo. De este hecho, Mosca extrae argumento para una consideración triste sobre la suerte de la civilización occidental, a la que vuelve su atención.
La civilización occidental (que quizá identifica demasiado con la civilización
burguesa) está destinada, dice, a decaer tanto en el caso de que se continúe cediendo con las fuerzas de la democracia social como en el caso de que se recurra a la reacción, abandonando los «ideales» liberales que han traído el último y maravilloso florecimiento de nuestra civilización.
De cualquier modo, concluye Mosca, si algo puede contribuir a devolver la unidad a los Estados occidentales, no será el plano material.
No serán ya las «reformas de estructura», como hoy diríamos, ni la organización
asistencial pública, ni mucho menos la intervención del Estado en la economía, que el Mosca maduro rechaza, porque, sin eliminar las desigualdades,alteraría gravemente la economía burguesa, acelerando la llegada del colectivismo: «La democracia social [...] es principalmente una enfermedad intelectual.» La religión puede, en consecuencia, «dar aún grandes servicios a la sociedad europea».
Pero, sobre todo, puede servir la ciencia política, demostrando que la democracia social es irrealizable y que siempre una minoría gobernará y la mayoría será gobernada.
Así, el porvenir de Europa está, ante todo, en manos de los científicos sociales: «Si la ciencia, finalmente, acabara triunfadora, será, hoy y siempre,
debido a la conciencia de los estudiosos honestos, para los cuales, sobre cualquier
otra consideración, está el deber de averiguar y exponer la verdad.»
(Traducción de Consuelo Gómez.)
Revista de Esludios Políticos (Nueva Época)
Núm. 71. Enero-Marzo 1991 --Dialnet--
FRANCESCO LEONI
El examen de esta primera obra (la Teórica dei governi...) requiere unas palabras preliminares sobre las condiciones políticas de la Italia de aquella época, antes que sobre las influencias culturales.
Fue escrita en los años 1882-1883 y por aquel entonces la unidad del país era un hecho reciente: la guerra antiaustríaca y las revoluciones de 1859-1860 llevarían al Piamonte a constituir el Reino de Italia, pero del que quedaban excluidos el Véneto, Roma y los territorios limítrofes. El Véneto será arrebatado a Austria con la guerra de 1866 y hasta el año 1870 Roma y los últimos territorios papales no entraron a formar parte del Reino de Italia.
Así pues, desde 1870 Italia era solamente una unidad territorial (si bien permanecían aún fuera Trento y Trieste). En los doce años que van desde la unificación a la fecha de inicio de la Teórica se habían puesto de manifiesto notables dificultades causadas por la falta de una efectiva fusión nacional y por la imposibilidad de gobernar masas de pueblos con tradiciones centenarias diferentes, pobres, ignorantes y totalmente desacostumbrados a la libertad, en todos sus aspectos. La exigua y heterogénea clase dirigente, cuyo núcleo fundamental todavía era piamontés, sufría considerablemente en la iniciativa.
En los primeros años después de la unificación, la derecha, siguiendo las doctrinas de Cavour, conseguiría mantener el poder y concluir con el gran esfuerzo del reordenamiento administrativo y financiero. Pero fue debilitándose, hasta que en el año 1876 el gabinete de Minghetti, último jefe de la derecha, se vio obligado a dimitir y De Pretis, líder de la izquierda, formó el nuevo ministerio. Este traspaso fue considerado por muchos como una especie de revolución.
Sin embargo, no solamente el programa y la política del nuevo ministerio continuaron la antigua vía, sino que, además, desde entonces comenzó el fenómeno del
«transformismo», haciendo desaparecer de hecho las diferencias entre la derecha y la izquierda. Y se desarrolló el fenómeno que, como veremos, será el centro de atención de Gaetano Mosca, por el que cualquier diputado parecía preocupado exclusivamente de sus «clientelas», las cuales, de hecho, lo condicionaban fuertemente y a través de él condicionaban el gobierno.
Se malogró de esta forma la posibilidad de un verdadero «liderazgo» en el país, y ello pareció aún más grave debido a que, además de la cuantía y gravedad de los problemas de la joven Italia, vendría a añadirse la formación de un proletariado urbano-industrial.
Ante esta situación, muchos se preocupaban y buscaban remedios; la crítica a quien gobernaba surgía de diversos sitios. Tal vez fue Mosca el primero en desarrollar una crítica que iba, sin duda, más allá de lo contingente, para pasar a atacar las instituciones democrático-parlamentarias y al mismo principio de soberanía popular sobre el que se fundaban.
Y sobre todo que después de él, en efecto, esta crítica a fondo se convierte en relativamente común en Italia y sin duda contribuyó a dar paso a los numerosos atentados a las instituciones y, finalmente, al propio fascismo. En relación con las influencias culturales, bastará con recordar dos puntos.
En primer lugar Mosca, como él mismo sacó después a la luz, especialmente en los Elementi di scienza política (2), era sobre todo un estudioso de la historia y como tal, había leído y admirado al historiador Taine, en cuya obra la idea de una minoría dominante sobre la mayoría, como una realidad histórica externa, figuraba ya (esta influencia quizá fue la más relevante para su doctrina).
Y además, Mosca refleja el positivismo que impregnaba la cultura de entonces y su metodología, si bien toscamente esbozada, revela de inmediato esta influencia predominante.
De la Teórica dei governi, la parte considerada más importante, también por el Mosca maduro, es la teórica, que constituye el primer capítulo. En él, Mosca hace, lo primero de todo, un preámbulo metodológico del gusto positivista, que repetirá sustancialmente en sus obras más maduras.
Observa el retraso en la evolución de la sociología con respecto a las ciencias naturales, y lo atribuye a la mayor cantidad de observaciones investigadas, a la imposibilidad de proceder a experimentos, a la dificultad de reunir suficientes documentos históricos para el pasado y a la existencia de prejuicios transmitidos de generación en generación.
No obstante, y según Mosca, el proceso de la ciencia histórica en los últimos decenios había puesto a disposición tantos y tan variados «materiales» científicos, que era ya imposible comenzar a desarrollar una ciencia auténtica y propia en el campo social.
Con ello, Mosca se presenta abiertamente como sociólogo de orientación positivista que desea trabajar esencialmente con el método histórico-comparativo. Así, en la Teórica el joven estudioso palermitano enuncia, si bien de manera aún embrionaria respecto a los Elementi, las dos teorías fundamentales relativas a la existencia y al funcionamiento de la «clase política» y de la «fórmula política».
La teoría de la «clase política» postula la existencia, en el seno de cualquier tipo de organización social, de una minoría «organizada» que detenta el poder en los centros de decisión efectivos. La «fórmula política» consiste en el conjunto de ideologías, creencias y mitos que la clase política «produce », basados en una cultura político-social, para justificar su dominio sobre el resto de la sociedad.
La metodología de la ciencia política está identificada en la comparación
interdisciplinaria de las ciencias humanas, esto es, en la historiografía entendida,
a la manera de Spencer, como «sociología comparada». «Clase política»,
«fórmula política» y «comparación interdisciplinaria de las ciencias humanas» son los tres fundamentos de la ciencia política de Mosca, pero sobre todos ellos prevalece, como clave interpretativa, la teoría de la clase política.
Desde finales de 1884, efectivamente, Mosca subrayaba que «no se debe olvidar nunca que no es la fórmula política la que determina el modo de formación de la clase política, sino al contrario: es ésta la que adopta siempre la fórmula que más le conviene». Con el cambio social se relaciona también la «fórmula política», y por
esto es importante, igualmente, para el orden social.
La fórmula política corresponde, dice el mismo Mosca, al principio de soberanía de los juristas. En efecto, la fórmula política es una justificación del poder de hecho en términos abstractos que la minoría necesita para conseguir la obediencia de
las masas. Una invención de la minoría (como escribe Meisel) a la necesidad
de las masas de «ser engañadas», pero que, así considerado, tiene sólo el
efecto de dejar hacer «la buena acción para un fin equivocado», porque el poder
de la minoría está fundado en una superioridad real.
Escribe Mosca: «Cualquier clase política, de cualquier forma constituida, no confiesa nunca que ella manda por la sencilla razón de que está compuesta
por unos elementos que son... los más aptos para gobernar, sino que encuentra
siempre la justificación de su poder en un principio abstracto, en una
fórmula (que nosotros llamaremos la fórmula política) que dice que todos los
funcionarios reciben su autoridad del soberano, el cual, a su vez, la recibe
de Dios; eso es hacer uso de una fórmula política. La otra creencia, que todos
los poderes tienen su base en la voluntad popular, es otra fórmula.»
Es aquí, precisamente, donde se expone de manera evidente el ataque de
Mosca al sistema democrático-parlamentario.
Mosca prosigue: «Como ella es un hecho constante, nos lleva a decir que
corresponde a una verdadera necesidad de la naturaleza humana. Parece
que sea intrínseco del carácter humano el querer creer que se somete antes
a un principio abstracto que a una persona, la cual manda porque tiene el
hábito.»
Para nuestros fines, es oportuno destacar que en realidad la mayoría tiene
necesidad de esos principios «abstractos», o parecen asegurar que las órdenes
no lo son en interés de uno o de unos pocos, sino en el interés. Y, por otro
lado, estos principios abarcan no sólo una superioridad real, sino que también,
según las motivaciones otorgadas por el autor a la clase dirigente, desea
el poder por sí mismo y por los privilegios que van unidos, o sea, cubren y
promueven precisamente los intereses de pocos en contra de los muchos que
deben obedecer.
La fórmula política es importante, asimismo, por otras razones. Mosca
considera estas fórmulas políticas como un auténtico velo, lanzado fríamente
o por cálculo nacional sobre la realidad, sin profundas raíces morales o intelectuales
en los grupos nuevos y viejos de la clase dirigente. La clase política
«siempre adopta la fórmula que más le conviene».
Pero él reconoce igualmente, y quizá haya una pequeña contradicción,
que hay siempre una relación entre la fórmula y la composición de la clase
política; por ello, aquélla cambiará con el cambio de esta última. Y de aquí
la utilidad científica de la fórmula que nos revela y nos permite explicar el
cambio social.
La clase política, dice Mosca, siempre da «una base moral y también
legal» a su poder, conectándolo con «doctrinas y creencias generalmente reconocidas
y aceptadas».
He aquí la «fórmula política». Raras veces dos fórmulas son idénticas;
al contrario, sólo entre fórmulas de pueblos del mismo «tipo social» hay una
fuerte afinidad.
En la base de la fórmula pueden existir, repite Mosca en la Teórica,
creencias sobrenaturales o «conceptos racionales», que siempre corresponden
a la necesidad de no ceder sólo a la fuerza, sino a un «principio moral» (3).
El concepto, ya mencionado, de «tipo social» nos introduce en la parte
nueva de la Teórica.
Mosca afirma que «la humanidad se divide en grupos sociales», o «tipos
sociales», sobre la base de una lengua, religión, intereses; sencillamente, experiencias
comunes.
De particular importancia son las religiones universales, que dan a la
gente una impronta lo bastante potente como para formar los «tipos sociales
» más relevantes de la historia.
Surge el problema de la relación entre tipos sociales y organismos políticos
(4). Mosca nos dice que un organismo político cuya población sigue una
religión universal debe «tener una base jurídica y moral sobre la cual se
apoye su clase política».
En cierto modo, se trata de dos cultos, uno al lado del otro. Si los sentimientos,
las tradiciones, los intereses en los cuales se basa el organismo político,
y que la clase política administra e interpreta, no están bien diferenciados
y asentados, la religión tiene todas las ventajas. «El Estado acaba entonces
convirtiéndose en pelele de algunas de las religiones o doctrinas universales,
por ejemplo, del catolicismo o de la democracia social» (5).
Posteriormente, Mosca desarrolla una parte de su discurso sobre el tipo
social. Y entre las posibilidades que examina se encuentra aquella en la que,
dentro de un organismo político, residen dos tipos sociales. En este caso, la
clase dominante proviene normalmente de uno de los dos, pero el tipo subordinado
tiene entonces su clase dirigente. (Con ello se entiende una subelite,
como, por ejemplo, la existente entre los negros en algunos Estados donde
(3) GAETANO MOSCA: Elemenli, op. cit., vol. I, pág. 110.
(4) Cita de la colección de ensayos de MOSCA: «LO que la historia podría enseñar»,
en Scritti di scienza política, Milán, 1985.
(5) -GAETANO MOSCA: Elementi, op. cit., vol. I, pág. 112.
predominan los blancos, o mejor, una clase dominante manejada por los
blancos.)
En realidad conviven dos tipos sociales ya que, o la clase política se funda
sobre una fórmula no admitida por la mayoría, o bien entre la clase política
y la mayoría de la población hay diferencia «de costumbres, de cultura,
de hábitos» (6).
De este modo, Mosca se ve obligado a reconocer la importancia del consenso:
«La mayor o menor unión moral entre todas las clases sociales explica
la fuerza o la debilidad que en ciertos momentos muestran algunos organismos
políticos.»
Esta diferenciación interna, dice Mosca, es típica de las «sociedades burocratizadas
», probablemente porque introducen el elemento de impersonalidad
en las relaciones entre gobernantes y gobernados: «Pero a menudo
sucede que la burocratización se ve acompañada de un cierto grado de exclusión
por parte de la minoría dominante, creándose una potencialidad notable
de conflictos internos.»
De cualquier modo, es únicamente un aspecto del problema. Mosca observa
justamente que el peligro interno puede asociarse con el peligro externo.
¿Qué sucederá entonces? Nuestro autor es, en cierta manera, optimista.
Cree que las clases harían frente común, dentro del mismo organismo político,
si el choque fuese con otro tipo social fundado en otra raza o religión.
Esta diferenciación puede ser aprovechada por «una fracción de la clase
política», que se apoyará en la plebe descontenta, o bien puede ser importante
sólo para el cambio interno dentro de la misma clase política, en los puestos
de gobierno.
O sea, «se forma en medio de la plebe otra clase dirigente» que puede
competir con aquélla en el desempeño del poder. Se forma, como él dice, «un
Estado dentro del Estado» (7).
Mosca es radicalmente pesimista sobre la suerte de una clase política que
gobierna una Sociedad-Estado así dividida.
Al no producirse el cambio, esto es, la adquisición de los mejores de la
plebe, la clase política se empobrece y decae. Entre otras cosas, queda también
«persuadida» del poder, y al primer choque violento, cae (8).
Mosca, entonces, introduce un nuevo concepto, el de «defensa jurídica».
Este concepto es muy importante, porque permite desarrollar un discurso
orgánico sobre los temas sociológicos fundamentales de la socialización y del
(6) GAETANO MOSCA: Elementi, op. cit., vol. I, pág. 139.
(7) GAETANO MOSCA: Elementi, op. cit., vol. I, pág. 152.
(8) C. MONGARDINI: «Mosca, Pareto, Taine», en Cahiers Viljredo Párelo, 1965.
control social. El punto fundamental es, naturalmente, la explicación de la
ordenada convivencia de los hombres en sociedad. Aquí, Mosca, antes de
nada, nos habla de lo que se llama «sentido moral», o «ese conjunto de sentimientos
» por los cuales la «tendencia natural» a actuar correctamente por
sí mismos viene frenado por la «natural compasión» hacia los otros (9).
Sin una explicación profunda del hecho, Mosca nos dice que el sentido
moral garantiza el respeto por las normas dadas de convivencia sólo para
una restringida élite virtuosa.
Pero a su lado hay una élite negra que, aparentemente, no siente esa «natural
compasión» por los otros. Así, «tiene tendencias claramente reacias a
toda disciplina social». Entre las dos élites está la inmensa mayoría de conciencias
mediocres (la masa, diríamos nosotros), que, a lo que parece, pueden
ser disciplinadas solamente gracias al «miedo al daño o al castigo».
Los mecanismos sociales que regulan esta disciplina del sentido moral
forman eso que Mosca llamó la «defensa jurídica». «La disciplina del sentido
moral —escribe, en efecto, Mosca— es confiada tanto a las religiones como
a toda organización legislativa.» Por tanto, Mosca se limita a comparar el
control de la religión, apoyado en la amenaza de sanciones ultraterrenales,
con el control del Estado, sostenido por la amenaza de sanciones legales,
y encuentra que este último es, de ordinario, más eficaz.
Esto le lleva a hablar de la «organización política»: un buen gobierno,
dice, es lo más importante: puede y debe garantizar «incluso los derechos
que comúnmente se entienden como privados, esto es, la tutela de la propiedad
y de la vida».
E intentando definir este «buen gobierno», aparece preocupado, principalmente,
de que haya una división real y un equilibrio de poderes.
Pero la división de poderes no debe ser sobre el papel, como, según él,
proponía Montesquieu. Cada «órgano político» debe representar una distinta
«fuerza política». Y después enumera las condiciones varias de este equilibrio
real: separación entre poder temporal y espiritual, entre poder económico
y político, entre poder militar y político. Tampoco la riqueza debe concentrarse
en manos de unos pocos frente a masas de desesperados.
Una vez más, Mosca señala que la existencia de una clase económicamente
independiente y culta, como la gentry, es una de las condiciones ideales
para el buen gobierno que tiene en mente.
Esta, en realidad, pertenece ya al pasado. Y no le queda a Mosca más
que aferrarse a la común esperanza de nuevas fuerzas políticas procedentes
de los nuevos estratos de cultura científica.
(9) GAETANO MOSCA: Elementi, op. cit., vol. I, pág. 156.
Por cuanto queda dicho, demuestra ya una actitud en principio favorable
a la democracia liberal.
En efecto, Mosca pasa a criticar doctrinas políticas similares a la suya y
renueva la crítica del gobierno fundado sobre el sufragio universal, el cual permite
la participación de un cierto número de «valores sociales» y la organización
de muchas «fuerzas políticas», que los diputados deben tener en cuenta,
porque la «discusión pública» consiste en un cierto control público sobre
las asambleas electivas.
En definitiva, Mosca se nos muestra siempre más inspirado por los principios
liberales, aun cuando es un elitista (un elitista liberal), en el sentido
de que no cree en la democracia como progresiva participación de las masas
y autogobierno popular.
Criticando a Comte y a Spencer, Mosca escribe que «es espontáneo y al
mismo tiempo indispensable» (ya que los hombres, además de ser producto
de naturaleza, son portadores de exigencias imprescindibles de la existencia)
que, «donde haya hombres, habrá una sociedad, y donde esté una sociedad,
habrá un Estado. Esto es, una minoría dirigente y una mayoría que es dirigida
por ella» (10).
Así pues, el consenso de la mayoría, «en una forma dada de régimen
político, depende de la difusión y del ardor en la fe que la clase gubernativa
tenga en la fórmula política con la que justifica su poder». Es, por tanto, en
gran medida un hecho de engaño y manipulación, o, sin más, de plagio de
la masa.
Igualmente, el viejo juicio elitístico sobre la naturaleza humana no ha
cambiado. La naturaleza hace que cada uno «tienda a preponderar sobre sus
semejantes».
Y es justamente por esto, por lo que no se cree ya en una futura y mítica
clase dirigente que gobierne espontáneamente por el bien general, y se invoca
la «multiplicidad de las fuerzas políticas» y el «control recíproco» en el interior
de la clase política como garantía, «hasta cierto punto», del buen gobierno.
Concluida esta polémica, Mosca pasa a examinar algunas instituciones
que juzga especialmente relevantes para el estudio del poder: iglesias, partidos
y sectas, a los que da un origen común: la tendencia de los hombres a
reunirse en grupos, con jefes y gregarios, para mejor combatirse entre ellos.
Y así confirma el carácter ambiguo de la sociedad para un elitista, cooperativo
y conflictivo a un tiempo, si no cooperativo porque es conflictivo.
(10) GAETANO MOSCA: Elementi, op. cit., vol. I, pág. 230.
La parte más interesante del análisis es, quizá, la relacionada con las
iglesias.
Este análisis recuerda vagamente al weberiano. De hecho, en Mosca existe
la idea del fundador de religiones como jefe carismático, la posterior distinción
entre los apóstoles y la muchedumbre, la sistematización de la palabra
del maestro por parte del séquito. La idea de iglesia que se caracteriza, de
algún modo, por el fenómeno de la adscripción (se nace en una iglesia). Las
consideraciones sobre las necesidades de adaptar la «doctrina» a las masas.
De conformidad con cuanto él mismo había escrito sobre el tipo social,
Mosca afirma que la religión puede determinar un «cierto doblegamiento en
los sentimientos humanos, cuyas consecuencias pueden ser importantes».
Asimismo, Mosca pone de manifiesto que la Iglesia que tiene en mente
se vio, paso a paso, implicada en las cosas de este mundo y en los medios
mundanos como las riquezas, que le son necesarias para conservar y acrecentar
su poder.
Tampoco cree que las religiones desaparezcan del camino de la humanidad,
porque piensa que no han sido inventadas por un «Ente extra-humano»,
sino por los hombres mismos (11).
A este interés nuevo por las religiones se une directamente el,creciente
interés por el tema «revolución», o sea, por el cambio rápido y violento. Ello
le lleva a tratar también de la burocracia y, sobre todo, del ejército.
Mosca distingue entre revoluciones de palacio de la ciudad-estado y las
revoluciones en los Estados modernos, caracterizados por grandes burocracias
y ejércitos permanentes. Le parece que estos dos elementos condenan de ordinario
toda conspiración al fracaso, si bien es verdad que la excesiva concentración
burocrática puede facilitar la sustitución, radical e incluso sin choques,
del gobierno. Sobre las revoluciones contemporáneas, manifiesta su
creencia en la función preparatoria de las sociedades secretas y en el papel
de los «desplazados» (el que suscribe), que imagina siempre preparados a
lanzarse a la revolución. Pero, naturalmente, es fundamental para el éxito
el concurso de las masas, que se mueven sólo en circunstancias especiales,
como las crisis económicas.
A continuación, Mosca observa que la revolución en los Estados modernos
únicamente vence si consigue apoderarse de las dos «instituciones» claves:
ejército y burocracia.
Posteriormente vuelve a afirmar su amor por los ejércitos permanentes,
concordes con la ley y obedientes a la autoridad civil.
(11) GAETANO MOSCA: Elementi, op. cit., vol. I, pág. 120 (sobre relación entre religión,
Iglesia y Estado).
Estos son considerados por Mosca como el resultado de un «sabio desarrollo
de esos sentimientos en los cuales está basada la defensa jurídica».
Constituyen esa doble garantía para el orden. Por ello, los exalta, defendiendo
el reclutamiento diferenciado de clase para oficiales y tropas, y teme
por su intacta conservación.
Comienza incluso a notar que si decayesen, y con ellos el espíritu militar,
la civilización europea estaría en peligro.
Frente a peligros desastrosos, internos y externos, que sólo un ejército permanente
en plena eficacia puede conjurar, Mosca llega a la «grave y terrible
conclusión» de que quizá, y después de todo, la guerra «sea un hecho que,
de vez en cuando, sea necesario», precisamente porque es lo más completo
en organización y espíritu militar.
Con ello cree haber ya demostrado que siempre, en cualquier parte, existe
una minoría de gobernantes y una mayoría de gobernados, que cada régimen
se funda sobre formas políticas y creencias difusas y que, al fin y al cabo,
la mejor defensa jurídica, entendida ahora como «mayor respeto al sentido
moral por parte de los gobernantes», se obtiene a través de la participación
de distintas fuerzas políticas en el gobierno y su recíproco control.
Parecía haber puesto en evidencia los límites de las doctrinas filosóficas
y religiosas, que si bien pueden producir un «desdoblamiento» importante
de la naturaleza humana, no pueden cambiarla radicalmente.
Por último, cree haber aplicado con éxito su teoría en el estudio de las
revoluciones y de los ejércitos permanentes.
A continuación pasará a tratar aquellos que él considera son los mayores
problemas de entonces en Europa, como:
— ¿Pueden sobrevivir las religiones dogmáticas?
— ¿Puede durar el parlamentarismo?
— ¿Cuál será «el porvenir de nuestra civilización en relación con la
democracia social»?
A la primera pregunta encuentra difícil proporcionar una respuesta segura.
Sin embargo, le parece que las religiones están radicadas en la necesidad
que tienen los hombres de hacerse ilusiones.
A este propósito observa que también los trabajadores que dejan de ser
católicos y se hacen socialistas no dejan de creer en el ipse dixit.
Este hecho le sugirió la idea de que si las creencias revolucionarias hicieran
«bancarrota» dentro de pocas generaciones, las religiones podrían ratificar
su poder sobre las masas y restituir bases más sólidas al orden.
Así, Mosca prosigue que el eclipse de la religiosidad había sido hasta
entonces la idea favorita de la clase dominante («Estado»), pero verosímilmente
ésta es la Iglesia a la que deberían acogerse, que no tiene nada que
ganar al combatirse y, por el contrario, todo que ganar uniendo las fuerzas
contra la democracia social. No cree siquiera que el regreso de la religión
y, por tanto, de la potencia eclesiástica deba necesariamente chocar con las
libertades intelectuales, como se ha considerado siempre, pues científicos y
clérigos hablan a dos públicos muy distintos: uno de élite y el otro de masa.
Es sólo entre la vieja religión y la nueva de la democracia social cuando,
al disputarse entre ambas las masas, el conflicto es inevitable.
Sabiamente avanza, sin embargo, el temor de que esta lucha entre «las
dos religiones» por el control de las masas pueda alcanzar tal dramatismo
que también las libertades intelectuales de la élite deberían desaparecer y no
quedaría espacio alguno al pensador independiente.
El posterior intento de responder a la segunda pregunta muestra, definitivamente,
cómo Mosca es ya distinto del hombre que una docena de años
antes atacaba tan claramente el sistema parlamentario.
Reconoce la verdad de dos críticas que él mismo había probado anteriormente
en la Teórica, esto es, la preponderancia concedida al «rico» y la
manipulación de toda la administración pública. Son defectos graves, dice
ahora Mosca, pero es necesario tener en cuenta que en aquélla está la naturaleza.
A quien no se le atribuye el mérito de las esperanzas (como es sabido, se
la atribuyen todos los «demócratas»), las ventajas del sistema aparecerán superiores
a las desventajas. Combatir el parlamentarismo está bien para quien
cree en la democracia, pero no para quien cree en la doctrina de la clase
política.
El Mosca joven era, pues, incoherente. El Mosca maduro cree aún en la
doctrina de la clase política, al menos en el sentido de que el gobierno no es
un asunto del pueblo. Pero más coherente, y sobre todo más realista, se conforma
ahora con un sistema que consienta a todas las fuerzas políticas organizadas
a participar en el juego, ya que con ello, como se ha visto, se actúa
en el más elevado grado de defensa jurídica.
Añade Mosca: «la supresión del sistema parlamentario» llevaría a un
absolutismo burocrático, con graves limitaciones a la libertad.
Mosca da algunos consejos para mejorar la organización política y alguna
esperanza en su natural evolución. La clase política puede estabilizarse
por sí sola pasando el tiempo. Pero es preciso garantizar que los magistrados
estén fuera de toda manipulación; los funcionarios van, como se suele
decir, «responsabilizándose». Se necesita un control financiero efectivo.
El remedio más bienhechor consistiría en la «descentralización» que,
para Mosca, no debe ser sólo a favor de los entes locales, sino, y sobre todo,
de aquella clase «acomodada y culta» que Mosca se obstina en invocar.
Pero la cosa más importante, en gran medida, para nuestro autor es combatir
la teoría democrática puesto que, según él, no es verdad que todos los
hombres puedan colaborar racional y responsablemente a contribuir a la
historia.
Nadie hubiera acabado más alejado de la batalla que el elitista contemporáneo
Mills contra «la élite del poder», en nombre de los «valores del iluminismo,
razón y libertad» y por la participación política de tendencia generalizada.
Según Mosca, el orden elitístico es, en principio, «bueno»; la minoría
debe mandar y la mayoría obedecer: «A cada uno su propio cometido si el
mundo quiere ir bien o, de cualquier modo, lo menos malo.» Por ello, es
perjudicial tanto la idea de igualdad política como la de igualdad social, por
no decir que cada ensayo se ponga en práctica.
Mosca se lanza, con todo el vigor de que es capaz, a la lucha contra Rousseau
y aquellos que considera sus secuaces. Rousseau es responsable de todas
las adversidades de nuestro tiempo por haber afirmado que el hombre es
bueno por naturaleza y ha sido descarriado por la sociedad (12).
A él hay que remontar no solamente la democracia moderna en general,
sino la democracia social, que quiere la igualdad política y económica...
Y Mosca continúa después combatiendo abiertamente a los partidarios de la
democracia social.
En primer lugar, los comunistas, a los que recuerda la eterna verdad de
la clase política: «También en las sociedades organizadas como ellos pretendían
existirán siempre los que administren la riqueza pública y siempre estará
la gran masa de los administrados, que se deberán contentar con la parte
que quieran atribuirla.» Siempre dominantes y dominados, privilegiados positivamente,
en el sentido económico, los primeros, y privilegiados negativamente
los segundos.
Además, la reducción a una sola fuerza política, que controla el gobierno
y la economía (todos trabajarán para el Estado), daría lugar al más tiránico
de los regímenes.
Presagio de máxima coherencia con su teoría, evidentemente bastante
seria. Pero Mosca se convertía en un mal elitista cuando, por el contrario,
alababa el Estado presente, sobre el cual «un buen trabajador [...] nunca tiene
que temer del jefe-división, del diputado, del ministro», mientras sabemos
(12) GAETANO MOSCA: Elementi, op. cit., vol. I, pág. 99. Mosca se remonta al ensayo
Suü'origine dell'uguaglianza degli uomini de ROUSSEAU.
que sólo en los países más liberales, si acaso, cesa la presión manipuladora
en mil formas contra el disidente.
Creyendo así dar el último golpe a los comunistas, Mosca vuelve a insistir
en la idea de que la sociedad ha hecho al hombre malo, sosteniendo esta
vez que ello implica que la sociedad ha sido hecha no por el hombre, sino
por fuerzas extrahumanas.
La objeción no se ajusta perfectamente a Rousseau, como es evidente.
Pero aún menos puede ser aplicada al marxismo, para el cual, efectivamente,
el orden social es el resultado de un proceso que se escapa al control colectivo.
Más acertada (pero, en realidad, parábola también), sin la posterior objeción,
es que los comunistas quieren construir una sociedad donde se presupone
un tipo de hombre que, según ellos mismos, estará formado sólo por el
socialismo en marcha.
Como sabemos, la dictadura del proletariado ha sido pensada justo para
resolver estas dificultades.
Sin embargo, no se equivoca Mosca al insistir sobre el hecho de que, según
la experiencia, «es bastante difícil modificar sensiblemente el nivel moral
de todo un pueblo que haya alcanzado un considerable alto grado de civilización
», a la vez que observa que en la historia, cuando se producían tales
modificaciones positivas, era cuando múltiples fuerzas «participaban» y se
controlaban recíprocamente. Es decir, que la libertad, y no lo contrario, es
el humus necesario de todo progreso real del hombre.
Mosca polemiza después con los anarquistas, que, secuaces verdaderos consecuentes de Rousseau, quieren deshacer la sociedad (con lo cual, según nuestro autor, se volvería sencillamente a los pequeños grupos originarios, con la supremacía del más fuerte y la anulación a que tiende la defensa jurídica).
Y rápidamente vuelve a los comunistas, aludiendo esta vez directamente a Marx y la lucha de clases.
Niega que toda la historia sea la historia de la lucha de clases. Pero, por
desgracia, su polémica pierde vigor cuando afirma que la teoría marxista intenta explicar toda la historia como una «conjura de unos pocos contra muchos, de las clases ricas contra los pobres».
Y juzga a Marx atormentado por manía persecutoria.
Mosca se dispone a afrontar la tercera y última pregunta, y reconoce que, al estar las ideas revolucionarias muy difundidas, incluso entre los jóvenes de la burguesía, y probablemente en relación con éstos, propone ante todo una lucha contra las «falsas ideas» creadas por Rousseau.
Y Mosca enumera una serie de condiciones para la difusión victoriosa de estas ideas, entre las cuales salta a la vista la guerra temeraria al sentimiento religioso, las miserias y la corrupción del parlamentarismo. Igualmente, el pedestal creado desde el siglo xix al rebelde político es otra causa importante de adhesión a las ideas revolucionarias, concretamente de la juventud burguesa.
¿Triunfará, por tanto, la democracia social? Dadas las premisas teóricas,
Mosca no lo puede creer. Pero hay que justificar aún bastante el viejo temor
de anarquía y de la guerra civil. En relación con la conclusión eventual. Mosca
debe temerse que, a continuación de «revolución e inevitable reacción», se
constituya después un gobierno de tipo «bastante más autoritario».
De nuevo se indica la dirección que los acontecimientos, en efecto, tomarán
para desembocar en el entonces imprevisible fascismo.
Contra el éxito de la revolución eventual ve intervenir, en el caso de que
fuese necesario, al ejército, la burocracia y un gran número de personas con
interés en mantener el sistema existente. Por otro lado, una revolución podrá
estallar sólo por los errores de los gobernantes y por sucesos catastróficos
«inconscientemente» provocados, como la guerra.
Como más tarde Pareto, observa que entre los factores favorables a la revolución hay que contar también con la difusión de una actitud renunciadora que hace que muchos consideren la democracia social como inevitable.
Un aflojamiento de la burguesía que, obviamente, va unido también a ese paso al socialismo de muchos jóvenes, como anteriormente se dijo.
Si bien no le parece probable que una revolución estalle, y menos aún que tenga éxito, Mosca no ve muy claro cómo puede devolverse al orden una base sólida.
Como gran parte de los sociólogos que le han precedido, y en gran parte
los positivistas franceses, desde Comte a Durkheim, también busca la forma
de dar estabilidad al Estado burgués, y, al igual que ellos, valora siempre más
los fenómenos de consenso.
El orden «... permanecerá siempre en un estado de equilibrio inestable y en gran parte no estará custodiado por la fuerza material». Faltará siempre «la unidad moral» y, por tanto, el «orden estable», considerado factible un tiempo. De este hecho, Mosca extrae argumento para una consideración triste sobre la suerte de la civilización occidental, a la que vuelve su atención.
La civilización occidental (que quizá identifica demasiado con la civilización
burguesa) está destinada, dice, a decaer tanto en el caso de que se continúe cediendo con las fuerzas de la democracia social como en el caso de que se recurra a la reacción, abandonando los «ideales» liberales que han traído el último y maravilloso florecimiento de nuestra civilización.
De cualquier modo, concluye Mosca, si algo puede contribuir a devolver la unidad a los Estados occidentales, no será el plano material.
No serán ya las «reformas de estructura», como hoy diríamos, ni la organización
asistencial pública, ni mucho menos la intervención del Estado en la economía, que el Mosca maduro rechaza, porque, sin eliminar las desigualdades,alteraría gravemente la economía burguesa, acelerando la llegada del colectivismo: «La democracia social [...] es principalmente una enfermedad intelectual.» La religión puede, en consecuencia, «dar aún grandes servicios a la sociedad europea».
Pero, sobre todo, puede servir la ciencia política, demostrando que la democracia social es irrealizable y que siempre una minoría gobernará y la mayoría será gobernada.
Así, el porvenir de Europa está, ante todo, en manos de los científicos sociales: «Si la ciencia, finalmente, acabara triunfadora, será, hoy y siempre,
debido a la conciencia de los estudiosos honestos, para los cuales, sobre cualquier
otra consideración, está el deber de averiguar y exponer la verdad.»
(Traducción de Consuelo Gómez.)
Revista de Esludios Políticos (Nueva Época)
Núm. 71. Enero-Marzo 1991 --Dialnet--
FRANCESCO LEONI
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