lunes, 4 de diciembre de 2006

Libros: El Ciudadano Tom Paine, de Howard Fast (Seix Barral, 1999).

Comenzamos esta sección, que se dedicará a la crítica y comentario de libros ineludibles en la consolidación del espíritu cultural ciudadano; pero también, cualquier ensayo interesante o comentario, que nos ayude a construir los valores indispensables de la democracia, la libertad, y los demás derechos humanos.
Esta sección se inicia con un comentario de Antonio Escohotado sobre la obra "El ciudadano Tom Paine", de Howard Fast. Breve e interesante.

Conocido sobre todo por Espartaco, que Kubrick adaptó al cine, Howard Fast (Nueva York, 1914) ha publicado muchos libros interesantes, y entre ellos varias novelas sobre la independencia norteamericana. Una de éstas, El ciudadano Tom Paine, publicada originalmente en 1943, acaba de aparecer en castellano y es de muy recomendable lectura. Escrita con agilidad y pasión, combina retratos psicológicos con visión histórica y valiosos datos, tanto más oportunos cuanto que los europeos solemos desconocer la obra de Paine y Jefferson, padres fundadores del radicalismo democrático.
Thomas Paine (1737-1809) fue hijo de un humilde corsetero inglés, entregado desde los trece años a ese oficio y a otros, sin éxito alguno, hasta que un cúmulo de circunstancias le llevaron a Norteamérica, algo antes de cumplir los cuarenta. Para susbistir, allí se convertiría en redactor (único, aunque utilizando innumerables seudónimos) de una gaceta en Filadelfia, mientras sedaba con ron y ginebra las melancolías acumuladas en su vida previa. Sin embargo, el primer estallido de hostilidades entre los colonos y la metrópoli despertó en él una elocuencia homérica, vehículo para su ardiente respeto a la libertad y la dignidad humana.
Su resultado inicial fue Sentido Común, un panfleto que expresaba en términos asequibles a cualquiera la idea subyacente: el asunto no era rechazar algunos aranceles e impuestos, sino conseguir una plena soberanía que sustituyese en esas tierras el milenario “guante de hierro” por una “república democrática”. Meses después, cuando unos 500.000 ejemplares habían sido vendidos, y sus compatriotas ingleses se esforzaban por ahorcarle, los delegados de las trece colonias ratificaban unanimemente la Declaración de Independencia (1776).
Siguieron cinco años de guerra, al principio marcados por invariables derrotas, donde Paine volvió a ser providencial. Luchaba en el campo de batalla, arengaba a tropas o mandos desmoralizados, y sacaba tiempo para ir redactando La crisis americana, publicada por entregas a partir de 1776. Como Washington reconocería más tarde, sin esos llamamientos –a la bravura, a la paciencia y al sostén económico de su ejército-, la lucha no se habría prolongado más allá del primer año. Para cuando la guerra terminó, Paine era el hombre más leído de Occidente y seguía sin un penique. Siempre le pareció incorrecto cobrar derechos de autor, que encareciesen siquiera algo el precio de los folletos y entorpecieran así la difusión del pensamiento.
El segundo acto decisivo de Paine fue volver a Inglaterra, donde publicó otro panfleto todavía más famoso –Los derechos del hombre (1791)-, que conmocionó de inmediato a toda Europa. Escapando de milagro al verdugo inglés, fue elegido miembro de la Convención, se esforzó por evitar la ejecución de Luis XVI y acabó encarcelado por Robespierre, que le hubiese deportado si el embajador norteamericano -y el propio Washington- no hubiesen preferido mantenerle a distancia. Indignado por la trivialidad del recién nacido culto a la diosa Razón, Paine escribió en la cárcel un incendiario alegato a favor del deismo –La edad de la razón (1794)-, que no sólo le granjearía el odio de los jacobinos, sino el de todas las religiones positivas.
En 1801 volvió a jugarse la vida, rechazando la oferta de un ferviente admirador -el general Bonaparte, que le pedía ayuda para derrocar la monarquía inglesa- y regresó a Norteamérica, donde su gran amigo Jefferson había sido nombrado presidente. Pero ni siquiera eso evitó que siguiese padeciendo atentados, y ningún cementerio quiso acoger su maltrecho cadáver. Era el Traidor por excelencia, que había minado la autoridad sagrada de autócratas y sectas.
Por lo demás, el futuro seguiría haciéndole caso. El fruto más ambicioso de su verbo -Los derechos del hombre- propone superar “el gobierno arbitrario,” y lo propone precisamente con una entronización de la libertad personal que por su propio interés asegure educación gratuita, pensiones de jubilación y obras públicas para el parado, todo ello con cargo a un impuesto progresivo sobre la renta. Estos sediciosos e inviables planes los expuso a principios de 1791.

Antonio Escohotado

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