miércoles, 24 de junio de 2009

Nuestra Ética Sexual, por Bertrand Russell

La sexualidad, más que ningún otro aspecto de la vida humana, sigue siendo abordada de modo irracional aún por la mayoría de nosotros. El homicidio, la peste, la locura, el oro y las piedras preciosas (todas esas cosas, en fin, que son objeto de la esperanza y las pasiones humanas) han sido contemplados en el pasado con ojos mágicos o mitológicos. El sol de la razón ha logrado ya disipar muchas zonas nebulosas, pero no ha alcanzado aún algunos rincones. Los nubarrones más densos se concentran en el terreno de la sexualidad, algo que tal vez sea bastante comprensible si consideramos que el sexo es un aspecto que despierta las pasiones de la mayoría de las personas.

Pero cada vez es más evidente que las circunstancias actuales del mundo están provocando un cambio en la actitud de la gente hacia el sexo. No se puede prever con certeza qué cambio o cambios van a producirse, pero sí podemos distinguir algunas de las fuerzas que ahora están actuando y discutir los posibles resultados que pueden provocar en la estructura
ura de la sociedad.

En lo que respecta a la naturaleza humana, no puede asegurarse que sea imposible implantar una sociedad en la cual haya muy poco trato sexual fuera del matrimonio; sin embargo, en la vida moderna sería muy difícil conseguir las condiciones necesarias para alcanzar ese objetivo. Consideremos cuáles son.

Un factor esencial que favorece la monogamia es la inmovilidad en una zona donde haya pocos habitantes. Si el hombre no tiene apenas ocasiones de salir, y rara vez ve a otra mujer que no sea su esposa, le resulta fácil ser fiel; pero si viaja sin ella o vive en una ciudad populosa, le será proporcionalmente mucho más difícil. Otra influencia para lograr la monogamia es la superstición; quienes creen sinceramente que el pecado lleva al castigo eterno pueden intentar evitarlo, y lo consiguen hasta cierto punto, aunque no tanto como podría esperarse. El tercer factor que favorece la virtud es la opinión pública; en las sociedades agrícolas, donde los vecinos saben todo lo que uno hace, hay motivos poderosos para no romper los convencionalismos. Pero hoy en día estos motivos tienen mucha menos fuerza de la que solían tener: la gente no vive tan aislada, la creencia en el fuego del infierno ha ido desapareciendo y en las grandes urbes nadie sabe lo que hace su vecino. De modo que no es tan sorprendente que, tanto los hombres como las mujeres, sean menos monógamos de lo que eran antes de la moderna era industrial.

Algunos afirmarán que, aunque un numero cada vez mayor de gente deje de observar estas leyes morales, eso no es motivo para que nosotros también alteremos nuestras normas, ya que de por sí ese código ético es igual de bueno, aunque se haya hecho más difícil de cumplir. Yo respondería que un código ético es bueno o malo según fomente o no la felicidad humana. Muchos adultos conservan en lo profundo de sus corazones las enseñanzas que recibieron en la niñez y se sienten pecadores cuando sus vidas no siguen el rumbo que les fue indicado en la escuela dominical. El daño que se produce no es únicamente la escisión que provoca entre la personalidad razonable consciente y la personalidad infantil inconsciente; reside también en el hecho de que, junto con las partes no válidas de la moral tradicional, se desacreditan también los aspectos válidos, y se llega a pensar, por ejemplo, que si el adulterio es excusable lo son también la ociosidad, la deshonestidad o la crueldad. Este peligro está estrechamente relacionado con un sistema que enseña a los jóvenes un conjunto de creencias que tienen que desechar en bloque cuando son adultos; cuando entran en la fase de rebeldía social y económica es muy probable que desechen tanto lo bueno como lo malo.

El conflicto que existe entre los celos y la tendencia a la poligamia es una de las principales dificultades para alcanzar una ética sexual viable. No hay duda de que los celos, aunque tengan algo de instintivo, son convencionales en muy alto grado. En los grupos humanos donde el hombre es objeto del ridículo social si su mujer le es infiel, el marido se sentirá celoso aunque no la quiera. De este modo, los celos van íntimamente unidos al sentido de propiedad, y disminuyen cuanto más se carece de dicho sentido; si la fidelidad no fuera convencional, los celos serían menos frecuentes.

No obstante, aunque hay más posibilidades de disminuir los celos de las que la gente suele pensar, existen unos límites muy definidos, marcados por los derechos y los deberes de los padres. Es inevitable que los maridos quieran tener la seguridad de que son los padres biológicos de los hijos que tienen con sus esposas. Por eso, si las mujeres han de tener libertad sexual, los padres deberían desaparecer y ellas no deberían esperar que un marido las mantuviera. Puede que esto ocurra con el tiempo, produciendo un profundo cambio social cuyos efectos positivos y negativos son imprevisibles.

Entretanto, si el matrimonio y la paternidad deben sobrevivir como instituciones sociales, es necesaria cierta transigencia ante el dilema existente entre la monogamia perpetua y la promiscuidad. No resulta fácil decidir cual es la mejor combinación; esto variará según sean las costumbres de la población y los métodos de control de la natalidad.

Sin embargo, hay cosas que son evidentes:

En primer lugar, no es deseable que las mujeres tengan hijos antes de los veinte años, tanto desde el punto de vista fisiológico como desde el educativo.

En segundo lugar, es improbable que un hombre o una mujer sin experiencia sexual previa sea capaz de distinguir entre la mera atracción física y la afinidad necesaria para que su matrimonio sea un éxito. Además, las razones económicas suelen obligar a los hombres a posponer el matrimonio, pero no es probable ni deseable psicológicamente que se mantengan castos entre los veinte y los treinta años de edad; por otra parte, si mantienen relaciones provisionales, es preferible que no lo hagan con profesionales, sino con muchachas de su propia clase, por afecto y no por dinero. Este es el motivo por el cual los jóvenes solteros de ambos sexos deben tener considerable libertad sexual, siempre que eviten los embarazos no deseados.

En tercer lugar, debería consentirse el divorcio sin censura por ninguna de las dos partes, sin que ello conlleve ninguna deshonra. Un matrimonio sin hijos debería terminarse cuando lo deseara cualquiera de los dos cónyuges, y todo matrimonio debería acabar por mutuo acuerdo, con un aviso de un año en cualquier caso. Naturalmente, el divorcio debería ser admitido por otras razones: locura, abandono, crueldad... pero en todo caso el mutuo acuerdo debería ser la razón más frecuente.

Habría que hacer lo posible para que las relaciones sexuales no tuvieran una razón económica. Actualmente, tanto las esposas como las prostitutas viven de vender sus encantos sexuales, e incluso en las relaciones provisionales y libres se espera que el varón asuma todos los gastos. En resultado es una sucia mezcla entre dinero y sexo, que con frecuencia hace que las mujeres se conviertan en una especie de mercenarias. El sexo, aún cuando reciba la bendición de la iglesia, no debería convertirse en profesión. Es justo que la mujer reciba un salario por cuidar de la casa, cocinar y atender a los hijos, pero no únicamente por mantener relaciones sexuales con un hombre. Tampoco la mujer que ha amado y ha sido amada por un hombre debería vivir de la pensión de alimentos cuando el amor ha terminado. La mujer, igual que el hombre, debe trabajar para ganarse la vida, y una mujer ociosa no es intrínsecamente más digna de respeto que un gigoló.

Hay dos tendencias muy primitivas que han contribuido, aunque en grados diferentes, al advenimiento del código de conducta sexual corrientemente aceptado; una de ellas es el pudor, y la otra los celos, de los que ya hablamos antes.

El pudor es prácticamente universal en el ser humano, y conforma un tabú que solo puede romperse siguiendo ciertas formas o ceremonias. No es, como han afirmado algunos autores modernos, un invento de la época victoriana; de hecho, los antropólogos han hallado entre los pueblos primitivos las formas más complejas de gazmoñería. El concepto de lo obsceno tiene profundas raíces en la naturaleza humana; podemos oponernos a él por amor a la rebeldía, por lealtad al espíritu científico o por el deseo de sentirnos malvados como le ocurría a Lord Byron, pero con ello no lo desarraigamos de la naturaleza humana. Sin duda son los convencionalismos los que determinan en cada grupo humano lo que se considera decente o indecente, pero el hecho de que exista universalmente uno u otro convencionalismo al respecto, evidencia que su origen está más allá de las convenciones. En casi todas las sociedades la pornografía y el Exhibicionismo son considerados delitos, excepto cuando, como ocurre frecuentemente, forman parte de las ceremonias religiosas.

El ascetismo, que puede estar conectado psicológicamente o no con el pudor, es una tendencia que parece surgir únicamente cuando se ha llegado a cierto grado de civilización, pero entonces puede hacerse muy poderosa. No lo encontramos en los primeros libros del Antiguo Testamento, sino que aparece en los últimos, en los Evangelios Apócrifos y en el Nuevo Testamento. Del mismo modo, entre los griegos se dio poco en las épocas más primitivas, pero fue avanzando con el paso del tiempo. En la India nació muy pronto y tomó fuerza. No voy a hacer un análisis psicológico de su origen, pero no dudo que se trata de un sentimiento espontáneo que existe, hasta cierto punto, en todos los seres humanos civilizados. El deseo de liberar al espíritu de las servidumbres de la carne ha inspirado a muchas de las religiones del mundo y es aún muy poderoso entre los intelectuales modernos.

Sin embargo, en mi opinión son los celos el factor más importante en la génesis de la moral sexual. De modo instintivo, los celos provocan la cólera, y la cólera racionalizada se convierte en reprobación moral. El motivo puramente instintivo debe haber sido reforzado en una fase primitiva del desarrollo de la civilización, debido al deseo masculino de asegurarse la paternidad de sus hijos. Sin esta seguridad la familia patriarcal hubiera sido imposible, y la paternidad, con todas sus consecuencias económicas, no hubiera podido ser la base de todas las instituciones sociales. Este es el motivo por el cual se ha considerado malo tener relaciones con la mujer de otro hombre, pero no con una mujer soltera; condenar el adulterio tenía razones prácticas, hasta el punto de provocar el derramamiento de sangre. El asedio de Troya es un ejemplo extremo de las consecuencias que podía traer no respetar los derechos de los esposos; algo semejante, aunque a menor escala, era esperable en las clases menos poderosas. Sin embargo, no había en aquella época derechos equivalentes para las esposas; el marido no tenía deberes con respecto a su esposa, aunque sí se veía obligado a respetar la propiedad de los otros hombres casados.

La antigua familia patriarcal, sustentada en esta ética de los sentimientos de la que hemos hablado, funcionaba satisfactoriamente: los hombres, que eran los que dominaban, gozaban de considerable libertad; la desdicha de las mujeres, que estaban totalmente sometidas, no parecía importante. La pretensión femenina de igualarse a los hombres es el factor que más ha contribuido en la creación de un sistema nuevo. La igualdad sexual tiene que ser asegurada de dos maneras: o bien exigiendo a los hombres una monogamia igual que la exigida a las mujeres, o bien permitiendo a las mujeres igual que a los hombres un cierto relajo del código tradicional. El primer camino fue el preferido por la mayoría de los precursores de los derechos de la mujer, y es aún el predilecto de las Iglesias; el segundo, sin embargo, es el que tiene en la práctica más partidarios, aunque les cueste justificar de modo teórico su postura. Quienes reconocen la necesidad de una nueva ética sexual encuentran difícil precisar cuales serán sus preceptos.

Otra fuente de novedad es el efecto que han tenido los criterios científicos en el debilitamiento de los tabúes sexuales. Hemos llegado a comprender que muchos males, como las enfermedades venéreas, por ejemplo, no pueden combatirse eficazmente si no se habla de ellos mucho más abiertamente de lo que se ha permitido tradicionalmente. Así mismo, se ha descubierto que la reticencia a tratar el tema provoca ignorancia, y que todo ello suele tener efectos dañinos sobre la psicología individual. Los eruditos, influidos por la sociología y el psicoanálisis, lamentan el silencio que ha envuelto los asuntos sexuales; del mismo modo, muchos educadores de corte pragmático han adoptado la misma actitud a raíz de sus experiencias con los niños.

Quienes mantienen un criterio científico al abordar la conducta humana encuentran imposible tachar ningún acto de pecado, porque se dan cuenta de que todo tiene su origen en la herencia y en el medio; es mediante el dominio de estas causas, más que mediante la denuncia moral, como logran evitarse las conductas nocivas para nuestra sociedad.

A la hora de buscar una nueva ética de conducta sexual no debemos dejarnos dominar por las antiguas pasiones irracionales que dieron origen a la antigua ética; pero debemos reconocer que pueden haber dado lugar a algunas aportaciones válidas, aunque sea accidentalmente, y debemos tenerlas en cuenta. Lo que nosotros podemos hacer en positivo es preguntarnos qué reglas morales son las que contribuyen a la felicidad humana, sin olvidar que sean las que sean, es muy improbable que se observen universalmente. Por eso conviene considerar los efectos que van a tener esas reglas en el mundo real, no los que tendrían si fuesen absolutamente eficaces.

Vamos a considerar ahora la educación sexual. No hay ninguna razón para ocultar la verdad al dirigirse a los niños. Es necesario contestar sus preguntas y satisfacer su curiosidad respecto al sexo igual que lo hacemos cuando muestran interés por las costumbres de los peces o por cualquier otro tema. Los niños no ponen en este asunto los sentimientos que ponemos los adultos, y por tanto no entienden él por qué de ese énfasis. Es un error comenzar hablándoles de los amores de la reproducción de las abejas y de las flores, e inútil dar tantos rodeos para abordad estas realidades de la vida. El niño al que se le explica lo que quiere saber y a quien se le permite ver desnudos a sus padres se verá libre de la lascivia y la obsesión sexual; los niños educados en la ignorancia oficial piensan y hablan mucho más del sexo que los que han oído hablar de este tema en el mismo nivel que cualquier otro. Cuando cotejan sus propias experiencias con la ignorancia institucionalizada aprenden a ser hipócritas con sus mayores. Y si se mantienen en la ignorancia surgen en ellos unos sentimientos de escándalo y angustia que les dificultan la adaptación a l vida real. Si toda ignorancia es lamentable, la ignorancia en materia sexual es fuente de graves peligros.

Cuando afirmo que a los niños se les debe hablar de sexualidad, no quiero decir que haya que explicarles escuetamente los hechos fisiológicos; afirmo que hay que contarles todo lo que deseen saber. No hay que intentar pintar a los adultos más púdicos de lo que son, o hablar del sexo como algo que ocurre únicamente dentro del matrimonio. No hay excusa para engañar a los niños; además, cuando descubren que sus padres les han mentido pierden la confianza en ellos y se sienten justificados para mentirles a su vez. Yo no obligaría a un niño a escuchar ciertos hechos, pero le diría cualquier cosa antes que una mentira. Al fin y al cabo, la virtud que se basa en criterios falsos no es una virtud verdadera. No hablo sólo desde un punto de vista teórico, sino que me baso en la experiencia práctica: estoy convencido de que la completa franqueza es el mejor modo de evitar que los niños piensen demasiado en la sexualidad y la consideren sucia o malsana; de hecho, es una condición necesaria para poder instruirles correctamente en materia sexual.

En cuanto a la conducta sexual adulta, no es nada fácil llegar a un acuerdo racional entre consideraciones opuestas, cada una de las cuales tienen su propia validez. El principal conflicto se da, claro está, entre los celos y la tendencia a la poligamia. Ninguno de estas actitudes es universal: hay personas, aunque son pocas, que no son nunca celosas, y hay otras, tanto hombres como mujeres, cuyo afecto no se aparta nunca del compañero elegido. Si alguna de estas orientaciones fuera universal, sería fácil concebir un código satisfactorio; sin embargo, son los convencionalismos los que pueden hacer que una u otra tendencia sea la más común.

Aún queda mucho para alcanzar una ética sexual completa, y para poder avanzar en positivo necesitamos más experiencia, tanto acerca del resultado que tienen los distintos enfoques acerca de la sexualidad como acerca de los efectos que se derivan de una educación racional en materia sexual. Está claro que el matrimonio, en tanto institución, solo debería interesar al Estado por los hijos, y que cuando los hijos no existen debería considerarse un asunto meramente privado. También resulta evidente que, incluso cuando hay hijos, al Estado le interesan únicamente los deberes de los padres, principalmente los deberes financieros. En los países donde el divorcio es fácil, como en los escandinavos, lo más común es que los niños se queden con la madre, de modo que la familia patriarcal tiende a desaparecer. Además, si el Estado llega a asumir los deberes que hasta ahora habían sido de los padres, como ocurre cada vez más con los trabajadores a sueldo, el matrimonio dejará de tener razón de ser y posiblemente pasará a ser una costumbre exclusiva de las clases pudientes y religiosas.

Entretanto, convendría que tanto los hombres como las mujeres practicaran las virtudes de la tolerancia, la amabilidad, la sinceridad y la justicia al desarrollar su sexualidad, y tanto durante el matrimonio como cuando se produce el divorcio. Con demasiada frecuencia, quienes son sexualmente honestos según el código tradicional, no piensan que deban conducirse decentemente como seres humanos. La mayoría de los moralistas se han obsesionado tanto con el sexo que han llegado a descuidar otras normas éticas mucho más recomendables y útiles socialmente.

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Bertrand Russell

1 comentario:

Sabino Daniel dijo...

Excelente escrito! todo una visionario, lleno de razón y de sentido de la realidad.

Gracias