lunes, 22 de septiembre de 2008

Mario Vargas LLosa: ¿Qué significa ser liberal?

Siento la obligación de explicar mi posición política con cierto detalle. No es nada fácil. Me temo que no baste afirmar que soy -sería más prudente decir “creo que soy”- un liberal. La primera complicación surge con esta palabra. Como ustedes saben muy bien, “liberal” quiere decir cosas diferentes y antagónicas, según quién la dice y dónde se dice. En Estados Unidos, y en general en el mundo anglosajón, la palabra liberal tiene resonancias de izquierda y se identifica, a veces, con socialista y radical. En América latina y en España, donde la palabra liberal nació en el siglo XIX para designar a los rebeldes que luchaban contra las tropas de ocupación napoleónicas, en cambio, a mí me dicen liberal -o, lo que es más grave, neoliberal- para exorcizarme o descalificarme, porque la perversión política de nuestra semántica ha mutado el significado originario del vocablo -amante de la libertad, persona que se alza contra la opresión- reemplazándolo por el de conservador y reaccionario. Es decir, algo que en boca de un progresista significa cómplice de toda la explotación y las injusticias de que son víctimas los pobres del mundo.



Ahora bien, para complicar más las cosas, ni siquiera entre los propios liberales hay un acuerdo riguroso sobre lo que entendemos por aquello que decimos y queremos ser. Como el liberalismo no es una ideología, es decir, una religión laica y dogmática, sino una doctrina abierta que evoluciona y se pliega a la realidad en vez de tratar de forzar a la realidad a plegarse a ella, hay, entre los liberales, tendencias diversas y discrepancias profundas. Respecto de la religión, por ejemplo, o de los matrimonios gay o del aborto, y así, los liberales que, como yo, somos agnósticos, partidarios de separar la Iglesia del Estado, y defendemos la despenalización del aborto y el matrimonio homosexual, somos a veces criticados con dureza por otros liberales, que piensan en estos asuntos lo contrario que nosotros. Estas discrepancias son sanas y provechosas, porque no violentan los presupuestos básicos del liberalismo, que son la democracia política, la economía de mercado y la defensa del individuo frente al Estado.

Hay liberales, por ejemplo, que creen que la economía es el ámbito donde se resuelven todos los problemas y que el mercado libre es la panacea que soluciona desde la pobreza hasta el desempleo, la marginalidad y la exclusión social. Esos liberales, verdaderos logaritmos vivientes, han hecho a veces más daño a la causa de la libertad que los propios marxistas. No es verdad. Lo que diferencia a la civilización de la barbarie son las ideas, la cultura, antes que la economía. Es la cultura, un cuerpo de ideas, creencias y costumbres compartidas -entre las que, desde luego, puede incluirse la religión-, la que da calor y vivifica la democracia y la que permite que la economía de mercado, con su carácter competitivo y su fría matemática de premios para el éxito y castigos para el fracaso, no degenere en una darwiniana batalla en la que -la frase es de Isaiah Berlin- “los lobos se coman a todos los corderos”.

El mercado libre es el mejor mecanismo que existe para producir riqueza y, bien
complementado con otras instituciones y usos de la cultura democrática, dispara el progreso material de una nación a los vertiginosos adelantos que sabemos. Pero es también un mecanismo implacable que, sin esa dimensión espiritual e intelectual que representa la cultura, puede reducir la vida a una feroz y egoísta lucha en la que sólo sobrevivirían los más fuertes.

Pues bien, el liberal que yo trato de ser cree que la libertad es el valor supremo, ya que gracias a la libertad la humanidad ha podido progresar desde la caverna primitiva hasta el viaje a las estrellas y la revolución informática, desde las formas de asociación colectivista y despótica, hasta la democracia representativa. Los fundamentos de la libertad son la propiedad privada y el Estado de Derecho, el sistema que garantiza las menores formas de injusticia, que produce mayor progreso material y cultural, que más ataja la violencia y el que respeta más los derechos humanos. Para esa concepción del liberalismo, la libertad es una sola y la libertad política y la libertad económica son inseparables, como el anverso y el reverso de una medalla.

Por no haberlo entendido así, han fracasado tantas veces los intentos democráticos en América latina. Porque las democracias que comenzaban a alborear luego de las dictaduras respetaban la libertad política pero rechazaban la libertad económica, lo que, inevitablemente, producía más pobreza, ineficiencia y corrupción, o porque se instalaban gobiernos autoritarios, convencidos de que sólo un régimen de mano dura y represora podía garantizar el funcionamiento del mercado libre. Esta es una peligrosa falacia.

Nunca ha sido así y por eso todas las dictaduras latinoamericanas “desarrollistas” fracasaron, porque no hay economía libre que funcione sin un sistema judicial independiente y eficiente, ni reformas que tengan éxito si se emprenden sin la fiscalización y la crítica que sólo la democracia permite. Quienes creían que el general Pinochet era la excepción a la regla, porque su régimen obtuvo algunos éxitos económicos, descubren ahora, con las revelaciones sobre sus asesinados y torturados, cuentas secretas y sus millones de dólares en el extranjero, que el dictador chileno era, igual que todos sus congéneres latinoamericanos, un asesino y un ladrón.

Democracia política y mercados libres son dos fundamentos capitales de una postura liberal. Pero, formuladas así, estas dos expresiones tienen algo de abstracto y algebraico, que las deshumaniza y aleja de la experiencia de las gentes comunes y corrientes. El liberalismo es más, mucho más que eso.

Básicamente, es tolerancia y respeto a los demás y, principalmente, a quien piensa distinto de nosotros, practica otras costumbres y adora otro dios o es un incrédulo. Aceptar esa coexistencia con el que es distinto ha sido el paso más extraordinario dado por los seres humanos en el camino de la civilización, una actitud o disposición que precedió a la democracia y la hizo posible y contribuyó más que ningún descubrimiento científico o sistema filosófico a atenuar la violencia y el instinto de dominio y de muerte en las relaciones humanas.
Y lo que despertó esa desconfianza natural hacia el poder, hacia todos los poderes, que es en los liberales algo así como nuestra segunda naturaleza. No se puede prescindir del poder, claro está, salvo en las hermosas utopías de los anarquistas. Pero sí se puede frenarlo y contrapesarlo para que no se exceda, usurpe funciones que no le competen y arrolle al individuo, ese personaje al que los liberales consideramos la piedra miliar de la sociedad y cuyos derechos deben ser respetados y garantizados porque, si ellos se ven vulnerados, inevitablemente se desencadena una serie multiplicada y creciente de abusos que, como las ondas concéntricas, arrasan con la idea misma de la justicia social.

El colectivismo, inevitable en los primeros tiempos de la historia, cuando el individuo era sólo una parte de la tribu, que dependía del todo social para sobrevivir, fue declinando a medida que el progreso material e intelectual permitían al hombre dominar la naturaleza, vencer el miedo al trueno, a la fiera, a lo desconocido, y al otro, al que tenía otro color de piel, otra lengua y otras costumbres. En cada época, esa tara atávica, el colectivismo, asoma su horrible cara y amenaza con destruir la civilización y retrocedernos a la barbarie. Ayer se llamó fascismo y comunismo, hoy se llama nacionalismo y fundamentalismo
religioso.

Aunque la palabra “liberal” sigue siendo todavía una mala palabra de la que todo latinoamericano políticamente correcto tiene la obligación de abominar, lo cierto es que, de un tiempo a esta parte, ideas y actitudes básicamente liberales han comenzado también a contaminar tanto a la derecha como a la izquierda en el continente de las ilusiones perdidas. Y hay casos interesantes y alentadores, como el de Lula quien, antes de ser elegido presidente, predicaba una doctrina populista, el nacionalismo económico y la hostilidad tradicional de la izquierda hacia el mercado y es, ahora, un practicante de la disciplina fiscal, un promotor de las inversiones extranjeras, de la empresa privada y de la globalización. En la Argentina, aunque con una retórica más encendida y llena a veces de bravatas, el
presidente Kirchner está siguiendo sus pasos, afortunadamente, aunque a veces parezca hacerlo a regañadientes y dé algún tropezón.

Son síntomas positivos de una cierta modernización de una izquierda que, sin reconocerlo, va admitiendo que el camino del progreso económico y de la justicia social pasa por la democracia y por el mercado, como hemos sostenido los liberales siempre, predicando en el vacío durante tanto tiempo.

Si en los hechos, la izquierda latinoamericana comienza a hacer en la práctica una política liberal, aunque la disfrace con una retórica que la niega, en buena hora: es un paso adelante y significa que hay esperanzas de que América latina deje por fin atrás el lastre del subdesarrollo y de las dictaduras. Es un progreso, como lo es la aparición de una derecha civilizada que ya no piense que la solución de los problemas está en tocar las puertas de los cuarteles, sino en aceptar el sufragio, las instituciones democráticas y hacerlas funcionar.

Otro síntoma positivo, en el panorama tan cargado de sombras de la América latina de nuestros días es el hecho de que el viejo sentimiento antinorteamericano que alentaba en el continente ha disminuido considerablemente. El liberal que les habla se ha visto con frecuencia en los últimos años enfrascado en polémicas, defendiendo una imagen real de los Estados Unidos que la pasión y los prejuicios políticos deforman a veces hasta la caricatura. El problema que tenemos quienes
intentamos combatir estos estereotipos es que ningún país produce tantos materiales artísticos e intelectuales antiestadounidenses como el propio Estados Unidos -el país natal, no lo olvidemos, de Michael Moore, Oliver Stone y Noam Chomsky-, al extremo de que a veces uno se pregunta si el antinorteamericanismo no será uno de esos astutos productos de exportación, manufacturados por la CIA, de que el imperialismo se vale para tener ideológicamente manipuladas a las muchedumbres tercermundistas.

Antes, el antiamericanismo era popular sobre todo en América latina, pero ahora ocurre más en ciertos países europeos, sobre todo aquellos que se aferran a un pasado que se fue, y se resisten a aceptar la globalización y la interdependencia de las naciones en un mundo en el que las fronteras, antes sólidas e inexpugnables, se van volviendo porosas y desvaneciendo poco a poco. Desde luego, no todo lo que ocurre en Estados Unidos me gusta, ni mucho menos. Por ejemplo, lamento que todavía haya muchos estados donde se aplica esa aberración que es la pena de muerte y un buen número de cosas más, como que, en la lucha contra las drogas, se privilegie la represión sobre la persuasión, pese a las lecciones de la llamada ley seca (The Prohibition). Pero, hechas las sumas y las restas, creo que,
entre las democracias del mundo, la de Estados Unidos es la más abierta y funcional, la que tiene mayor capacidad autocrítica y la que, por eso mismo, se renueva y actualiza más rápido en función de los desafíos y las necesidades de la cambiante circunstancia histórica.

Es una democracia en la que yo admiro sobre todo aquello que el profesor Samuel Huntington teme: esa formidable mezcolanza de razas, culturas, tradiciones, costumbres, que aquí consiguen convivir sin entrematarse, gracias a esa igualdad ante la ley y a la flexibilidad del sistema para dar cabida en su seno a la diversidad, dentro del denominador común del respeto a la ley y a los otros.

Esto es algo de lo que puedo testimoniar casi en primera persona. Mis padres, cuando ya habían dejado de ser jóvenes, fueron dos de esos millones de latinoamericanos que, buscando las oportunidades que no les ofrecía su país, emigraron a los Estados Unidos. Durante cerca de veinticinco años vivieron en Los Angeles, ganándose la vida con sus manos, algo que no habían tenido que hacer nunca en Perú. Mi madre trabajó muchos años como obrera, en una fábrica textil llena de mexicanos y centroamericanos, entre los que hizo excelentes amigos. Cuando mi padre falleció, creí que ella volvería a Perú, como yo se lo pedía. Pero, por el contrario, decidió quedarse en Norteamérica, viviendo sola e incluso pidió y obtuvo la nacionalidad estadounidense, algo que mi padre nunca quiso hacer. Más tarde, cuando ya los achaques de la vejez la hicieron retornar a su tierra natal, siempre recordó con orgullo y gratitud a Estados Unidos, su segunda patria. Para ella nunca hubo incompatibilidad alguna, ni el menor conflicto de lealtades, entre
sentirse peruana y norteamericana.

Quizás este recuerdo sea algo más que una evocación filial. Quizás podamos ver en este ejemplo un anticipo del futuro. Soñemos, como hacen los novelistas: un mundo desembarazado de fanáticos, terroristas, dictadores; un mundo de culturas,
razas, credos y tradiciones diferentes, coexistiendo en paz gracias a la cultura de la libertad, en el que las fronteras hayan dejado de serlo y se hayan vuelto puentes, que los hombres y mujeres puedan cruzar y descruzar en pos de sus anhelos y
sin más obstáculos que su soberana voluntad.

Entonces, casi no será necesario hablar de libertad porque ésta será el aire que respiremos y porque todos seremos verdaderamente libres. El ideal de Ludwig von Mises, una cultura planetaria signada por el respeto a la ley y a los derechos humanos se habrá hecho realidad.

Este texto es una síntesis del discurso que pronunció Mario Vargas Llosa al recibir el premio Irving Kristol que otorga el American Enterprise Institute a las personas que contribuyen a defender la democracia en el mundo.

DOCUMENTOS: Año III Número 33 22 de junio de 2005
Mario Vargas Llosa es escritor y Presidente de la Fundación Internacional para la Libertad (FIL). 2 Documentos / CADAL 15 de junio de 2005 www.cadal.org centro@cadal.org