En la esfera económica, un acto, una costumbre, una institución, una ley no engendran un solo efecto, sino una serie de ellos. De estos efectos 1, el primero es sólo el más inmediato; se manifiesta simultáneamente con la causa, se ve. Los otros aparecen sucesivamente, no se ven; bastante es si los prevemos.
Toda la diferencia entre un mal y un buen economista es ésta: uno se limita al efecto visible; el otro tiene en cuenta el efecto que se ve y los que hay que prever.
Pero esta diferencia es enorme, ya que casi siempre sucede que, cuando la consecuencia inmediata es favorable, las consecuencias ulteriores son funestas, y vice versa. — Así, el mal economista persigue un beneficio inmediato que será seguido de un gran mal en el futuro, mientras que el verdadero economista persigue un gran bien para el futuro, aun a riesgo de un pequeño mal presente.
Lo mismo vale para la higiene o la moral. A menudo, cuanto más agradable es el primer fruto de una costumb re, más amargos son los siguientes. Por ejemplo: la corrupción, la pereza, el prodigarse. En cuanto un hombre, impresionado por el efecto que se ve, no habiendo aprendido aún a comprender los que no se ven, se abandona a sus funestas costumbres, no sólo por rutina, sino por cálculo (su propio beneficio).
Esto explica la evolución fatalmente dolorosa de la humanidad. La ignorancia lo rodea al principio; así, ésta determina sus actos por sus consecuencias primeras, las únicas que, al principio, puede ver. Sólo con el tiempo aprende a tener en cuenta las otras 2. Dos maestros bien diferentes le enseñan esta lección: La Experiencia y la Previsión. La experiencia enseña de manera eficaz pero brutal. Nos instruye de todos los efectos de un acto haciéndonoslos sufrir, y no podemos evitar, a fuerza de quemarnos, terminar sabiendo que el fuego quema. Me gustaría, todo lo posible, sustituir este rudo doctor por otro más agradable: la Previsión. Esto es por lo que voy a investigar las consecuencias de algunos fenómenos económicos, oponiendo a las que se ven las que no se ven.
I. El cristal roto
¿Ha sido usted alguna vez testigo de la cólera de un buen burgués Juan Buenhombre, cuando su terrible hijo acaba de romper un cristal de una ventana? Si alguna vez ha asistido a este espectáculo, seguramente habrá podido constatar que todos los asistentes, así fueran éstos treinta, parecen haberse puesto de acuerdo para ofrecer al propietario siempre el mismo consuelo: « La desdicha sirve para algo. Tales accidentes hacen funcionar la industria. Todo el mundo tiene que vivir. ¿Qué sería de los cristaleros, si nunca se rompieran cristales? » Mas, hay en esta fórmula de condolencia toda una teoría, que es bueno sorprender en flagrante delito, en este caso muy simple, dado que es exactamente la misma que, por desgracia, dirige la mayor parte de nuestras instituciones económicas.
Suponiendo que haya que gastar seis francos para reparar el destrozo, si se quiere decir que el accidente hace llegar a la industria cristalera, que ayuda a dicha industria en seis francos, estoy de acuerdo, de ninguna manera lo contesto, razonamos justamente. El cristalero vendrá, hará la reparación, cobrará seis francos, se frotará las manos y bendirá de todo corazón al terrible niño. Esto es lo que se ve.
Pero si, por deducción, se llega a la conclusión, como a menudo ocurre, que es bueno romper cristales, que esto hace circular el dinero, que ayuda a la industria en general, estoy obligado a gritar: ¡Alto ahí! Vuestra teoría se detiene en lo que se ve, no tiene en cuenta lo que no se ve.
No se ve que, puesto que nuestro burgués a gastado seis francos en una cosa, no podrá gastarlos en otra. No se ve que si él no hubiera tenido que reemplazar el cristal, habría reemplazado, por ejemplo, sus gastados zapatos o habría añadido un nuevo libro a su biblioteca. O sea, hubiera hecho de esos seis francos un uso que no efectuará.
Hagamos las cuentas para la industria en general. Estando el cristal roto, la industria cristalera es favorecida con seis francos; esto es lo que se ve. Si el cristal no se hubiera roto, la industria zapatera (o cualquier otra) habría sido favorecida con seis francos. Esto es lo que no se ve. Y si tomamos en consideración lo que no se ve que es un efecto negativo, tanto como lo que se ve, que es un efecto positivo, se comprende que no hay ningún interés para la industria en general, o para el conjunto del trabajo nacional, en que los cristales se rompan o no.
Hagamos ahora las cuentas de Juan Buenhombre. En la primera hipótesis, la del cristal roto, él gasta seis francos, y disfruta, ni más ni menos que antes, de un cristal. En la segunda, en la que el accidente no llega a producirse, habría gastado seis francos en calzado y disfrutaría de un par de buenos zapatos y un cristal.
O sea, que como Juan Buenhombre forma parte de la sociedad, hay que concluir que, considerada en su conjunto, y hecho todo el balance de sus trabajos y sus disfrutes, la sociedad ha perdido el valor de un cristal roto. Por donde, generalizando, llegamos a esta sorprendente conclusión: « la sociedad pierde el valor de los objetos destruidos inútilmente, » — y a este aforismo que pondrá los pelos de punta a los proteccionistas: « Romper, rasgar, disipar no es promover el trabajo nacional, » o más brevemente: « destrucción no es igual a beneficio. »
¿Qué dirá usted, Moniteur Industriel, 3 que dirán ustedes, seguidores de este buen Sr. de Saint-Chamans, que ha calculado con tantísima precisión lo que la industria ganaría en el incendio de París, por todas las casas que habría que reconstruir?
Me molesta haber perturbado sus ingeniosos cálculos, tanto más porque ha introducido el espíritu de éstos en nuestra legislación. Pero le ruego que los empiece de nuevo, esta vez teniendo en cuenta lo que no se ve al lado de lo que se ve.
Es preciso que el lector se esfuerce en constatar que no hay solamente dos personajes, sino tres, en el pequeño drama que he puesto a su disposición. Uno, Juan Buenhombre, representa el Consumidor, obligado por el destrozo a un disfrute en lugar de a dos. El otro, en la figura del Cristalero, nos muestra el Productor para el que el accidente beneficia a su industria. El tercero es el zapatero, (o cualquier otro industrial) para el que el trabajo se ve reducido por la misma causa. Es este tercer personaje que se deja siempre en la penumbra y que, personificando lo que no se ve, es un elemento necesario en el problema. Es él quien enseguida nos enseñará que no es menos absurdo el ver un beneficio en una restricción, que no es sino una destrucción parcial. — Vaya también al fondo de todos los argumentos que se hacen en su favor, y no encontrará que otra forma de formular el dicho popular: « ¿Que sería de los cristaleros, si nunca se rompieran
cristales? » 4
II. El despido
Lo que vale para un hombre vale para un pueblo. Cuando quiere darse una satisfacción, debe ver si vale lo que cuesta. Para una nación, la Seguridad es el mayor de los bienes. Si, para adquirirla, hay que poner en pie de guerra a cien mil ho mbres y gastar cien millones, no tengo nada que decir. Es un disfrute comprado al precio de un sacrificio.
Que no se malinterprete el alcance de mi tesis. Un representante propone despedir cien mil hombres para dispensar a los contribuyentes de pagar los cien millones. Si la respuesta se limita a: « Esos cien mil hombres y cien millones son indispensables para la seguridad nacional: es un sacrificio; pero, sin ese sacrificio, Francia sería desgarrada por facciones o invadida por los extranjeros. » — No tengo nada que oponer a este argumento, que puede ser de hecho verdadero o falso, pero que no encierra ninguna herejía económica. La herejía comienza cuando quiere representarse el sacrificio mismo como una ventaja, porque beneficia a alguien.
O mucho me equivoco, o el autor de la proposición no tardará más en bajarse de la tribuna que el tiempo de que un orador se precipite a ella para decir: « ¡Despedir cien mil hombres! ¿Lo ha pensado? ¿Qué va a ser de ellos? ¿De qué van a vivir? ¿Del trabajo? ¿Pero no saben que el trabajo escasea por todas partes? ¿Que todos los puestos están ocupados? ¿Quiere tirarlos a la plaza pública para aumentar la competición y hacer bajar los salarios? Ahora que es tan difícil ganarse la vida, ¿no es maravilloso que el Estado dé pan a cien mil individuos? Considere, además, que el ejército consume vino, vestidos, armas, que extiende la actividad por las fábricas, en las ciudades de guarnición, y que es la Providencia de sus numerosos proveedores. ¿No pensará siquiera en la idea de eliminar este inmenso movimiento industrial? » Este discurso, claramente, concluye con el mantenimiento de los cien mil soldados, abstracción hecha de la necesidad de su servicio, y por consideraciones económicas. Son estas consideraciones las que tengo que refutar. Cien mil hombres, que cuestan a los contribuyentes cien millones, viven y permiten vivir a sus proveedores tanto como permiten cien millones: esto es lo que se ve. Pero cien millones, salidos del bolsillo del contribuyente, dejan de servir a los contribuyentes y a sus proveedores, tanto como permiten esos cien millones: esto es lo que no se ve.
En cuanto a mí, os diré dónde está la pérdida, y, para simplificar, en lugar de hablar de cien mil hombres y cien millones, razonemos con un hombre y mil francos. Henos aquí en el pueblo de A. Los reclutadores pasan y reclutan un hombre. Los recaudadores pasan y recaudan mil francos. El hombre y la suma de dinero son transportados a Metz, destinada una a hacer vivir al otro sin hacer nada. Si usted sólo observa Metz, ¡oh!, tiene usted cien veces razón, la medida es muy ventajosa; pero si sus ojos se posan en el pueblo de A, usted juzgará de otra manera, ya que, a no ser que sea ciego, verá usted que el pueblo ha perdido un trabajador y los mil francos que remuneraban su trabajo, y la actividad que, mediante el gasto de esos mil francos, generaba en torno a él. A primera vista, parece que haya compensación. El fenómeno que sucedía en el pueblo A se pasa ahora en Metz, y eso es todo. Pero he aquí dónde está la pérdida. En el pueblo A, un hombre trabajaba: era un trabajador; en Metz, hace mirada al frente, izquierda y derecha: es un soldado. El dinero y la circulación son los mismos en los dos casos; pero en uno había trescientos días de trabajo productivo; en el otro, hay trescientos días de trabajo improductivo, siempre bajo la suposición de que una parte del ejército no es indispensable para la seguridad pública. Ahora viene el despido. Ustedes me señalan un incremento de cien mil trabajadores, la
competencia estimulada y la presión que ésta ejerce sobre los salarios. Eso es lo que ustedes ven.
Pero he aquí lo que ustedes no ven. No ven que licenciar cien mil soldados no es eliminar cien millones, es devolverlos a los contribuyentes. Ustedes no ven que meter cien mil trabajadores en el mercado, es meter, de golpe, los cien millones destinados a pagar su sueldo; que, en consecuencia, la misma medida que aumenta la oferta de brazos aumenta también la demanda; de ahí se sigue que vuestra bajada de salarios es ilusoria. Ustedes no ven que antes, como después del despido, hay en el país cien millones correspondientes a cien mil hombres; que toda la diferencia consiste en esto: antes, el país da los cien millones a los cien mil hombres por no hacer nada; después, se los da por trabajar. En resumen, ustedes no ven que cuando un contribuyente da su dinero, sea a un soldado a cambio de nada, sea a un trabajador a cambio de algo, todas las consecuencias posteriores de la circulación de este dinero son las mismas en los casos; solo que, en el segundo caso, el contribuyente recibe algo, y en el primero, no recibe nada. — Resultado: una perdida inútil para la nación. El sofisma que combato aquí no resiste la prueba de la progresión, que es la piedra angular de todos los principios. Si, todo compensado, todos los intereses examinados, hay un beneficio nacional en aumentar el ejército, ¿por qué no alistar bajo la bandera toda la población masculina del país?
III. Los impuestos
¿Nunca les ha sucedido oír decir: « Los impuestos, son el mejor emplazamiento; es una rosa fecundadora? Mire cuántas familias hace vivir, y piense en el impacto sobre la industria: Es el infinito, es la vida. » Para combatir esta doctrina, estoy obligado a reproducir la refutación precedente. La economía política sabe bien que sus argumentos no son lo bastante equívocos para que se pueda decir: Repetitia placent. Así, como Basile, ha adaptado el proverbio a su uso, bien convencida de que en su boca, Repetitia docent.
Las ventajas que los funcionarios encuentran al ascender en la escala social (prosperar), es lo que se ve. El bien que de ello resulta para sus proveedores, también se ve. Esto es evidente a los ojos.
Pero la desventaja que los contribuyentes sufren al liberarse, es lo que no se ve, y el daño que de ello resulta es lo que se ve aún menos, aunque salte a la vista de la inteligencia.
Cuando un funcionario gasta en su beneficio cien perras de más, esto implica que un contribuyente gasta en su beneficio cien perras de menos. Pero el gasto del funcionario se ve, porque se efectúa; mientras que el del contribuyente no se ve porque se le impide hacerlo.
Ustedes comparan la nación a la tierra seca y los impuestos a la lluvia fecunda. De acuerdo. Pero también deberían preguntarse dónde están las fuentes de esa lluvia, y si no son precisamente los impuestos quienes absorben la humedad del suelo y lo desecan.
Deberían preguntarse además si es posible que el suelo reciba tanta de esta preciosa agua a través de la lluvia como pierde por evaporación. Lo que está muy claro es que, cuando Juan Buenhombre da cien perras al recaudador, aquél no recibe nada a cambio. Después, cuando un funcionario gasta esas cien perras, las devuelve a Juan Buenhombre, es a cambio de un valor igual de trigo o de trabajo. El resultado final para Juan Buenhombre es una pérdida de cinco francos. Es muy cierto que a menudo, las más de las veces si se quiere, el funcionario da a Juan Buenhombre un servicio equivalente. En este caso, no hay pérdida para nadie, no hay más que intercambio. De la misma manera, mi argumentación no se dirige en modo alguno a las funciones útiles. Lo que yo digo es: si se quiere una función, pruébese su utilidad. Demuéstrese que sirve a Juan Buenhombre, por los servicios que le presta, el equivalente de lo que a él le cuesta. Pero, abstracción hecha de esta utilidad intrínseca, no invoquéis como argumento la ventaja que ésta da al funcionario, a su familia o a sus proveedores; que no se alegue que ésta favorece el trabajo.
Cuando Juan Buenhombre da cien perras a un funcionario a cambio de un servicio realmente útil, es exactamente como cuando él da cien perras a un zapatero a cambio de un par de buenos zapatos. Ambos dan, y quedan en paz. Pero, cuando Juan Buenhombre da cien perras a un funcionario para no recibir servicio alguno o incluso para sufrir vejaciones, es como si se los diera a un ladrón. De nada sirve decir que el funcionario gastará los cien perras para mayor beneficio del trabajo nacional; lo mismo hubiera hecha un ladrón; lo mismo hubiera hecho Juan Buenhombre si no se hubiera encontrado en su camino al parásito extra- legal o al legal. Habituémonos pues a no juzgar las cosas solamente por lo que se ve, sino también por lo que no se ve. El año pasado, estaba yo en el Comité de finanzas, ya que, bajo la Constituyente, los miembros de la oposición no eran sistemáticamente excluidos de todas las Comisiones; en ésta, la Constituyente actuaba sabiamente. Hemos oído decir al Sr. Thiers: « Durante toda mi vida he combatido los hombres del partido legitimista y del partido religioso. Desde que el peligro común se nos ha acercado, desde que los frecuento, que los conozco, que nos hablamos de corazón, me he dado cuenta de que no son los monstruos que yo me había imaginado. »
Sí, las desconfianzas se exageran, los odios se exaltan entre los partidos que no se mezclan; y si la mayoría deja entrar en el seno de las Comisiones algunos miembros de la minoría, puede que se reconociera, de una parte como de la otra, que las ideas no están tan alejadas y sobre todo las intenciones no son tan perversas como se las supone. Como quiera que así fuera, el año pasado, yo estaba en el Comité de finanzas. Cada vez que uno de nuestros colegas hablaba de fijar a una cifra moderada los gastos del Presidente de la República, de los ministros, de los embajadores, se le respondía: « Por el bien mismo del servicio, hay que envolver algunas funciones de pompa y dignidad. Es la manera de interesar a los hombres de mérito. Innumerables desgracias se dirigen al Presidente de la República, y sería ponerle en una situación difícil si se viera obligado a rechazarlas todas. Una cierta representación en los salones ministeriales y diplomáticos es uno de los engranajes de los gobiernos constitucionales, etc. etc. »
Aunque tales argumentos puedan resultar controvertidos, ciertamente merecen un serio examen. Están fundados sobre el interés público, bien o mal entendido; y, en cuanto a mí, les presto mucha más atención que muchos de nuestros Cantones, movidos por un espíritu estrecho de escatimar o por la envidia. Pero lo que me revuelve mi conciencia de economista, lo que me hace enrojecer por culpa de la renombrada intelectualidad de mi país, es cuando se llega (sin fallar jamás) a esta banalidad absurda, y siempre bien acogida: « Por otra parte, el lujo de los grandes funcionarios favorece las artes, la industria, el trabajo. El jefe del Estado y sus ministros no pueden dar sus festines y sus veladas sin hacer circular la vida en todas las venas del cuerpo social. Reducir estos tratamientos, es matar de hambre a la industria parisina, y, de golpe, la industria nacional. » Con la venia, Señores, respeten al menos la aritmética y no me vengan a decir, delante de la Asamblea nacional de Francia, no vaya a ser que para su vergüenza nos apruebe, que una suma de un resultado diferente, según se haga de arriba a abajo o de abajo a arriba. ¡Cómo! Voy a arreglármelas con un obrero para que me haga una acequia en mi terreno,
mediando cien perras. En el momento de concluir, el recaudador me toma mis cien perras y se las da al ministro del interior; mi contrato queda roto pero el Sr. ministro añadirá un plato a su cena. ¡Basándoos en qué, osáis afirmar que este gasto oficial es una carga añadida a la industria nacional! ¿No comprendéis que no hay más que un simple desplazamiento de satisfacción y de trabajo? Un ministro tiene su mesa mejor servida, es cierto; pero un agricultor tiene un terreno peor desecado, y ésto es tan cierto como lo otro.
Un restaurador parisino a ganado cien perras, lo concedo; pero concédaseme que un obrero de provincias no ha ganado cinco francos. Todo lo que se puede decir, es que el plato oficial y el restaurador satisfechos es lo que se ve, el terreno inundado y el obrero sin trabajo, es lo que no se ve. ¡Dios mío! cuanto esfuerzo para probar, en economía política, que dos y dos son cuatro; y si se consigue, se dice uno: « Está tan claro, que es hasta aburrido. » — Después se vota como si nada se hubiera probado.
Obra Completa (36 páginas en formato pdf)
Toda la diferencia entre un mal y un buen economista es ésta: uno se limita al efecto visible; el otro tiene en cuenta el efecto que se ve y los que hay que prever.
Pero esta diferencia es enorme, ya que casi siempre sucede que, cuando la consecuencia inmediata es favorable, las consecuencias ulteriores son funestas, y vice versa. — Así, el mal economista persigue un beneficio inmediato que será seguido de un gran mal en el futuro, mientras que el verdadero economista persigue un gran bien para el futuro, aun a riesgo de un pequeño mal presente.
Lo mismo vale para la higiene o la moral. A menudo, cuanto más agradable es el primer fruto de una costumb re, más amargos son los siguientes. Por ejemplo: la corrupción, la pereza, el prodigarse. En cuanto un hombre, impresionado por el efecto que se ve, no habiendo aprendido aún a comprender los que no se ven, se abandona a sus funestas costumbres, no sólo por rutina, sino por cálculo (su propio beneficio).
Esto explica la evolución fatalmente dolorosa de la humanidad. La ignorancia lo rodea al principio; así, ésta determina sus actos por sus consecuencias primeras, las únicas que, al principio, puede ver. Sólo con el tiempo aprende a tener en cuenta las otras 2. Dos maestros bien diferentes le enseñan esta lección: La Experiencia y la Previsión. La experiencia enseña de manera eficaz pero brutal. Nos instruye de todos los efectos de un acto haciéndonoslos sufrir, y no podemos evitar, a fuerza de quemarnos, terminar sabiendo que el fuego quema. Me gustaría, todo lo posible, sustituir este rudo doctor por otro más agradable: la Previsión. Esto es por lo que voy a investigar las consecuencias de algunos fenómenos económicos, oponiendo a las que se ven las que no se ven.
I. El cristal roto
¿Ha sido usted alguna vez testigo de la cólera de un buen burgués Juan Buenhombre, cuando su terrible hijo acaba de romper un cristal de una ventana? Si alguna vez ha asistido a este espectáculo, seguramente habrá podido constatar que todos los asistentes, así fueran éstos treinta, parecen haberse puesto de acuerdo para ofrecer al propietario siempre el mismo consuelo: « La desdicha sirve para algo. Tales accidentes hacen funcionar la industria. Todo el mundo tiene que vivir. ¿Qué sería de los cristaleros, si nunca se rompieran cristales? » Mas, hay en esta fórmula de condolencia toda una teoría, que es bueno sorprender en flagrante delito, en este caso muy simple, dado que es exactamente la misma que, por desgracia, dirige la mayor parte de nuestras instituciones económicas.
Suponiendo que haya que gastar seis francos para reparar el destrozo, si se quiere decir que el accidente hace llegar a la industria cristalera, que ayuda a dicha industria en seis francos, estoy de acuerdo, de ninguna manera lo contesto, razonamos justamente. El cristalero vendrá, hará la reparación, cobrará seis francos, se frotará las manos y bendirá de todo corazón al terrible niño. Esto es lo que se ve.
Pero si, por deducción, se llega a la conclusión, como a menudo ocurre, que es bueno romper cristales, que esto hace circular el dinero, que ayuda a la industria en general, estoy obligado a gritar: ¡Alto ahí! Vuestra teoría se detiene en lo que se ve, no tiene en cuenta lo que no se ve.
No se ve que, puesto que nuestro burgués a gastado seis francos en una cosa, no podrá gastarlos en otra. No se ve que si él no hubiera tenido que reemplazar el cristal, habría reemplazado, por ejemplo, sus gastados zapatos o habría añadido un nuevo libro a su biblioteca. O sea, hubiera hecho de esos seis francos un uso que no efectuará.
Hagamos las cuentas para la industria en general. Estando el cristal roto, la industria cristalera es favorecida con seis francos; esto es lo que se ve. Si el cristal no se hubiera roto, la industria zapatera (o cualquier otra) habría sido favorecida con seis francos. Esto es lo que no se ve. Y si tomamos en consideración lo que no se ve que es un efecto negativo, tanto como lo que se ve, que es un efecto positivo, se comprende que no hay ningún interés para la industria en general, o para el conjunto del trabajo nacional, en que los cristales se rompan o no.
Hagamos ahora las cuentas de Juan Buenhombre. En la primera hipótesis, la del cristal roto, él gasta seis francos, y disfruta, ni más ni menos que antes, de un cristal. En la segunda, en la que el accidente no llega a producirse, habría gastado seis francos en calzado y disfrutaría de un par de buenos zapatos y un cristal.
O sea, que como Juan Buenhombre forma parte de la sociedad, hay que concluir que, considerada en su conjunto, y hecho todo el balance de sus trabajos y sus disfrutes, la sociedad ha perdido el valor de un cristal roto. Por donde, generalizando, llegamos a esta sorprendente conclusión: « la sociedad pierde el valor de los objetos destruidos inútilmente, » — y a este aforismo que pondrá los pelos de punta a los proteccionistas: « Romper, rasgar, disipar no es promover el trabajo nacional, » o más brevemente: « destrucción no es igual a beneficio. »
¿Qué dirá usted, Moniteur Industriel, 3 que dirán ustedes, seguidores de este buen Sr. de Saint-Chamans, que ha calculado con tantísima precisión lo que la industria ganaría en el incendio de París, por todas las casas que habría que reconstruir?
Me molesta haber perturbado sus ingeniosos cálculos, tanto más porque ha introducido el espíritu de éstos en nuestra legislación. Pero le ruego que los empiece de nuevo, esta vez teniendo en cuenta lo que no se ve al lado de lo que se ve.
Es preciso que el lector se esfuerce en constatar que no hay solamente dos personajes, sino tres, en el pequeño drama que he puesto a su disposición. Uno, Juan Buenhombre, representa el Consumidor, obligado por el destrozo a un disfrute en lugar de a dos. El otro, en la figura del Cristalero, nos muestra el Productor para el que el accidente beneficia a su industria. El tercero es el zapatero, (o cualquier otro industrial) para el que el trabajo se ve reducido por la misma causa. Es este tercer personaje que se deja siempre en la penumbra y que, personificando lo que no se ve, es un elemento necesario en el problema. Es él quien enseguida nos enseñará que no es menos absurdo el ver un beneficio en una restricción, que no es sino una destrucción parcial. — Vaya también al fondo de todos los argumentos que se hacen en su favor, y no encontrará que otra forma de formular el dicho popular: « ¿Que sería de los cristaleros, si nunca se rompieran
cristales? » 4
II. El despido
Lo que vale para un hombre vale para un pueblo. Cuando quiere darse una satisfacción, debe ver si vale lo que cuesta. Para una nación, la Seguridad es el mayor de los bienes. Si, para adquirirla, hay que poner en pie de guerra a cien mil ho mbres y gastar cien millones, no tengo nada que decir. Es un disfrute comprado al precio de un sacrificio.
Que no se malinterprete el alcance de mi tesis. Un representante propone despedir cien mil hombres para dispensar a los contribuyentes de pagar los cien millones. Si la respuesta se limita a: « Esos cien mil hombres y cien millones son indispensables para la seguridad nacional: es un sacrificio; pero, sin ese sacrificio, Francia sería desgarrada por facciones o invadida por los extranjeros. » — No tengo nada que oponer a este argumento, que puede ser de hecho verdadero o falso, pero que no encierra ninguna herejía económica. La herejía comienza cuando quiere representarse el sacrificio mismo como una ventaja, porque beneficia a alguien.
O mucho me equivoco, o el autor de la proposición no tardará más en bajarse de la tribuna que el tiempo de que un orador se precipite a ella para decir: « ¡Despedir cien mil hombres! ¿Lo ha pensado? ¿Qué va a ser de ellos? ¿De qué van a vivir? ¿Del trabajo? ¿Pero no saben que el trabajo escasea por todas partes? ¿Que todos los puestos están ocupados? ¿Quiere tirarlos a la plaza pública para aumentar la competición y hacer bajar los salarios? Ahora que es tan difícil ganarse la vida, ¿no es maravilloso que el Estado dé pan a cien mil individuos? Considere, además, que el ejército consume vino, vestidos, armas, que extiende la actividad por las fábricas, en las ciudades de guarnición, y que es la Providencia de sus numerosos proveedores. ¿No pensará siquiera en la idea de eliminar este inmenso movimiento industrial? » Este discurso, claramente, concluye con el mantenimiento de los cien mil soldados, abstracción hecha de la necesidad de su servicio, y por consideraciones económicas. Son estas consideraciones las que tengo que refutar. Cien mil hombres, que cuestan a los contribuyentes cien millones, viven y permiten vivir a sus proveedores tanto como permiten cien millones: esto es lo que se ve. Pero cien millones, salidos del bolsillo del contribuyente, dejan de servir a los contribuyentes y a sus proveedores, tanto como permiten esos cien millones: esto es lo que no se ve.
En cuanto a mí, os diré dónde está la pérdida, y, para simplificar, en lugar de hablar de cien mil hombres y cien millones, razonemos con un hombre y mil francos. Henos aquí en el pueblo de A. Los reclutadores pasan y reclutan un hombre. Los recaudadores pasan y recaudan mil francos. El hombre y la suma de dinero son transportados a Metz, destinada una a hacer vivir al otro sin hacer nada. Si usted sólo observa Metz, ¡oh!, tiene usted cien veces razón, la medida es muy ventajosa; pero si sus ojos se posan en el pueblo de A, usted juzgará de otra manera, ya que, a no ser que sea ciego, verá usted que el pueblo ha perdido un trabajador y los mil francos que remuneraban su trabajo, y la actividad que, mediante el gasto de esos mil francos, generaba en torno a él. A primera vista, parece que haya compensación. El fenómeno que sucedía en el pueblo A se pasa ahora en Metz, y eso es todo. Pero he aquí dónde está la pérdida. En el pueblo A, un hombre trabajaba: era un trabajador; en Metz, hace mirada al frente, izquierda y derecha: es un soldado. El dinero y la circulación son los mismos en los dos casos; pero en uno había trescientos días de trabajo productivo; en el otro, hay trescientos días de trabajo improductivo, siempre bajo la suposición de que una parte del ejército no es indispensable para la seguridad pública. Ahora viene el despido. Ustedes me señalan un incremento de cien mil trabajadores, la
competencia estimulada y la presión que ésta ejerce sobre los salarios. Eso es lo que ustedes ven.
Pero he aquí lo que ustedes no ven. No ven que licenciar cien mil soldados no es eliminar cien millones, es devolverlos a los contribuyentes. Ustedes no ven que meter cien mil trabajadores en el mercado, es meter, de golpe, los cien millones destinados a pagar su sueldo; que, en consecuencia, la misma medida que aumenta la oferta de brazos aumenta también la demanda; de ahí se sigue que vuestra bajada de salarios es ilusoria. Ustedes no ven que antes, como después del despido, hay en el país cien millones correspondientes a cien mil hombres; que toda la diferencia consiste en esto: antes, el país da los cien millones a los cien mil hombres por no hacer nada; después, se los da por trabajar. En resumen, ustedes no ven que cuando un contribuyente da su dinero, sea a un soldado a cambio de nada, sea a un trabajador a cambio de algo, todas las consecuencias posteriores de la circulación de este dinero son las mismas en los casos; solo que, en el segundo caso, el contribuyente recibe algo, y en el primero, no recibe nada. — Resultado: una perdida inútil para la nación. El sofisma que combato aquí no resiste la prueba de la progresión, que es la piedra angular de todos los principios. Si, todo compensado, todos los intereses examinados, hay un beneficio nacional en aumentar el ejército, ¿por qué no alistar bajo la bandera toda la población masculina del país?
III. Los impuestos
¿Nunca les ha sucedido oír decir: « Los impuestos, son el mejor emplazamiento; es una rosa fecundadora? Mire cuántas familias hace vivir, y piense en el impacto sobre la industria: Es el infinito, es la vida. » Para combatir esta doctrina, estoy obligado a reproducir la refutación precedente. La economía política sabe bien que sus argumentos no son lo bastante equívocos para que se pueda decir: Repetitia placent. Así, como Basile, ha adaptado el proverbio a su uso, bien convencida de que en su boca, Repetitia docent.
Las ventajas que los funcionarios encuentran al ascender en la escala social (prosperar), es lo que se ve. El bien que de ello resulta para sus proveedores, también se ve. Esto es evidente a los ojos.
Pero la desventaja que los contribuyentes sufren al liberarse, es lo que no se ve, y el daño que de ello resulta es lo que se ve aún menos, aunque salte a la vista de la inteligencia.
Cuando un funcionario gasta en su beneficio cien perras de más, esto implica que un contribuyente gasta en su beneficio cien perras de menos. Pero el gasto del funcionario se ve, porque se efectúa; mientras que el del contribuyente no se ve porque se le impide hacerlo.
Ustedes comparan la nación a la tierra seca y los impuestos a la lluvia fecunda. De acuerdo. Pero también deberían preguntarse dónde están las fuentes de esa lluvia, y si no son precisamente los impuestos quienes absorben la humedad del suelo y lo desecan.
Deberían preguntarse además si es posible que el suelo reciba tanta de esta preciosa agua a través de la lluvia como pierde por evaporación. Lo que está muy claro es que, cuando Juan Buenhombre da cien perras al recaudador, aquél no recibe nada a cambio. Después, cuando un funcionario gasta esas cien perras, las devuelve a Juan Buenhombre, es a cambio de un valor igual de trigo o de trabajo. El resultado final para Juan Buenhombre es una pérdida de cinco francos. Es muy cierto que a menudo, las más de las veces si se quiere, el funcionario da a Juan Buenhombre un servicio equivalente. En este caso, no hay pérdida para nadie, no hay más que intercambio. De la misma manera, mi argumentación no se dirige en modo alguno a las funciones útiles. Lo que yo digo es: si se quiere una función, pruébese su utilidad. Demuéstrese que sirve a Juan Buenhombre, por los servicios que le presta, el equivalente de lo que a él le cuesta. Pero, abstracción hecha de esta utilidad intrínseca, no invoquéis como argumento la ventaja que ésta da al funcionario, a su familia o a sus proveedores; que no se alegue que ésta favorece el trabajo.
Cuando Juan Buenhombre da cien perras a un funcionario a cambio de un servicio realmente útil, es exactamente como cuando él da cien perras a un zapatero a cambio de un par de buenos zapatos. Ambos dan, y quedan en paz. Pero, cuando Juan Buenhombre da cien perras a un funcionario para no recibir servicio alguno o incluso para sufrir vejaciones, es como si se los diera a un ladrón. De nada sirve decir que el funcionario gastará los cien perras para mayor beneficio del trabajo nacional; lo mismo hubiera hecha un ladrón; lo mismo hubiera hecho Juan Buenhombre si no se hubiera encontrado en su camino al parásito extra- legal o al legal. Habituémonos pues a no juzgar las cosas solamente por lo que se ve, sino también por lo que no se ve. El año pasado, estaba yo en el Comité de finanzas, ya que, bajo la Constituyente, los miembros de la oposición no eran sistemáticamente excluidos de todas las Comisiones; en ésta, la Constituyente actuaba sabiamente. Hemos oído decir al Sr. Thiers: « Durante toda mi vida he combatido los hombres del partido legitimista y del partido religioso. Desde que el peligro común se nos ha acercado, desde que los frecuento, que los conozco, que nos hablamos de corazón, me he dado cuenta de que no son los monstruos que yo me había imaginado. »
Sí, las desconfianzas se exageran, los odios se exaltan entre los partidos que no se mezclan; y si la mayoría deja entrar en el seno de las Comisiones algunos miembros de la minoría, puede que se reconociera, de una parte como de la otra, que las ideas no están tan alejadas y sobre todo las intenciones no son tan perversas como se las supone. Como quiera que así fuera, el año pasado, yo estaba en el Comité de finanzas. Cada vez que uno de nuestros colegas hablaba de fijar a una cifra moderada los gastos del Presidente de la República, de los ministros, de los embajadores, se le respondía: « Por el bien mismo del servicio, hay que envolver algunas funciones de pompa y dignidad. Es la manera de interesar a los hombres de mérito. Innumerables desgracias se dirigen al Presidente de la República, y sería ponerle en una situación difícil si se viera obligado a rechazarlas todas. Una cierta representación en los salones ministeriales y diplomáticos es uno de los engranajes de los gobiernos constitucionales, etc. etc. »
Aunque tales argumentos puedan resultar controvertidos, ciertamente merecen un serio examen. Están fundados sobre el interés público, bien o mal entendido; y, en cuanto a mí, les presto mucha más atención que muchos de nuestros Cantones, movidos por un espíritu estrecho de escatimar o por la envidia. Pero lo que me revuelve mi conciencia de economista, lo que me hace enrojecer por culpa de la renombrada intelectualidad de mi país, es cuando se llega (sin fallar jamás) a esta banalidad absurda, y siempre bien acogida: « Por otra parte, el lujo de los grandes funcionarios favorece las artes, la industria, el trabajo. El jefe del Estado y sus ministros no pueden dar sus festines y sus veladas sin hacer circular la vida en todas las venas del cuerpo social. Reducir estos tratamientos, es matar de hambre a la industria parisina, y, de golpe, la industria nacional. » Con la venia, Señores, respeten al menos la aritmética y no me vengan a decir, delante de la Asamblea nacional de Francia, no vaya a ser que para su vergüenza nos apruebe, que una suma de un resultado diferente, según se haga de arriba a abajo o de abajo a arriba. ¡Cómo! Voy a arreglármelas con un obrero para que me haga una acequia en mi terreno,
mediando cien perras. En el momento de concluir, el recaudador me toma mis cien perras y se las da al ministro del interior; mi contrato queda roto pero el Sr. ministro añadirá un plato a su cena. ¡Basándoos en qué, osáis afirmar que este gasto oficial es una carga añadida a la industria nacional! ¿No comprendéis que no hay más que un simple desplazamiento de satisfacción y de trabajo? Un ministro tiene su mesa mejor servida, es cierto; pero un agricultor tiene un terreno peor desecado, y ésto es tan cierto como lo otro.
Un restaurador parisino a ganado cien perras, lo concedo; pero concédaseme que un obrero de provincias no ha ganado cinco francos. Todo lo que se puede decir, es que el plato oficial y el restaurador satisfechos es lo que se ve, el terreno inundado y el obrero sin trabajo, es lo que no se ve. ¡Dios mío! cuanto esfuerzo para probar, en economía política, que dos y dos son cuatro; y si se consigue, se dice uno: « Está tan claro, que es hasta aburrido. » — Después se vota como si nada se hubiera probado.
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